CINE / FESTIVAL DE SAN SEBASTIÁN
63 edición del Festival de San
Sebastián. Séptima jornada
Los
caballeros blancos
entran en mi laminada retina a continuación de mi zumo de naranja, cruasán y
café con leche en la boca en el café Tánger, el más madrugador de la zona. Hoy,
por fortuna, no llueve y luce el sol, por lo que hay una cierta esperanza para que
mi catarro remita, pero no cuento con el maldito aire acondicionado que impera
en las salas. Cuando entro en el teatro María Cristina, éste está tan atestado
de público, que se ha levantado a las siete de la mañana, que debo ocupar un
palco, así que me espera una visión lateral de la película, con las imágenes
sufriendo algún tipo de distorsión.
La cinta de Joachim
Lafosse, y de nuevo ese letrerito que me crispa (inspirado en hechos reales, cómo si no hubieran diez mil historias
ficticias que poder contar sin recurrir a la realidad), recoge un suceso muy
sonado que todos ustedes recordarán. Una ONG francesa intentó el secuestro de
trescientos huérfanos chadianos, con la excusa de vacunarlos, para darlos en
adopción, y la operación se saldó con la detención, juicio, condena y,
finalmente, liberación de los condenados en una medida de gracia del gobierno
de Chad hacia la metrópoli gala. La película es correcta; los actores,
convincentes (Vincent Lindon, Louise Bourgoin, Reda Kateb…); está bien rodada en
escenarios naturales de la antigua colonia africana francesa; la fotografía es
luminosa; hay hasta algún momento de tensión (persecución, tiroteo), pero no
deja de ser una recreación casi documental de lo que sucedió, con escasa
entidad dramática detrás, y hay poca crítica sobre el papel de las ONG en los
conflictos africanos. Se tiene la sensación de que esa palabra, ONG, por sí
sola, santifica todo lo que se hace bajo sus siglas olvidando que ONG es el
Estado Islámico o Al Qaeda, ambas organizaciones no gubernamentales. No sé,
este cinéfago esperaba un análisis sobre ese paternalismo occidental según el
cual esos niños siempre estarán mejor en cualquier lugar del mundo que en la
tierra que los vio nacer y en compañía de los suyos. No jodan sus países; no
vendan armas a los tiranos; no alimenten los conflictos para saquear sus
tierras; y no habrá huérfanos a los que adoptar por altruistas familias
occidentales. Pero la película de Joachim
Lafosse se queda en la epidermis. ¿Es una película para ir en la Sección
Oficial? Sinceramente, no. Pero se ve. Y hasta se ve bien.
El
clan es una perla, y no
sólo porque vaya en esa sección que suele ser la más apetitosa, la que recoge
joyas de otros festivales. Lástima que no vaya a la Sección Oficial, porque ese
film argentino, decididamente noir,
una versión porteña de la australiana Animal
Kingdom, tendría un millón de posibilidades de hacerse con el principal
galardón del festival donostiarra. Una familia de clase media más que
acomodada, los Puccio, unida por el delito. Un clan familiar que, desaparecida
la infausta dictadura militar argentina, le toma el gusto de chupar, y chupa hijos de adinerados por los que exige rescate y devuelve
cadáveres. Cínica, dura y escalofriante, y tan creíble como que fue realidad.
Por esta vez el rótulo de inspirado en
hechos reales no me eriza los vellos del brazo cuando acabo de verla, o me
los eriza más imaginando que esos desalmados existieron. Madre e hijos
siguiendo a ese pater familia
infernal, el turbador y odioso Arquímedes Puccio (colosal Guillermo Francella), un protector tiránico que se cree por encima
del mal y del bien y que llena su caja fuerte de dólares provenientes de esos
secuestros que son asesinatos. Escalofriante
la personalidad de ese frío criminal que cree hacer lo correcto porque lo hace
por los suyos, por la familia, y lo que haga por ellos, aunque sea asesinar,
bien está, y la aceptación por todos sus miembros de esa forma de vida, su
corrupción abyecta, incluido su hijo Alex (Peter
Lanzani), estrella del equipo de rugby Los Pumas, que, a pesar de que le
asquea el proceder de su padre, no se acaba de rebelar contra el modus vivendi de los Puccio. La película
de Pedro Trapero tiene un itinerario
perfecto y es puro cine negro, del que golpea con fuerza al espectador sin
tener que recurrir a un exceso de brutalidad o sangre. Una buena inversión de
El Deseo, la productora de los Almodóvar,
que, una vez más, apuesta por el cine argentino y demuestra tener un buen
olfato. Me saco la maldita piedra en el zapato de Eva no duerme. El clan
justifica el viaje a Donostia, las pedaleadas bajo el chirimiri, la humedad del
Urumea y el Cantábrico, que traspasa los huesos, y los madrugones.
Así es que, para celebrar esa magnífica película
argentina, y aprovechando que luce el sol, voy en manga corta y mi constipado
remite, investigo por la zona del Kursaal, escenario de mi próxima aventura
cinematográfica, China, y descubro un local agradable y bueno en donde darme un
pequeño y merecido homenaje gastronómico: La Piazzeta. Aunque de nombre
italiano, la cocina es de la tierra. Así que empiezo con un risotto de
calamares, soberbio; sigo con una lubina, mejor; y termino con un pastel de
queso con salsa de mango, excelso. Y todo al aire libre. Me hubiera faltado
tener de vecina a Emily Watson, que
recibirá el premio especial del festival, o reencontrar a la Eva Green de Donostia, que no veré más,
pero no hay tiempo.
La película china no me convence y hasta me echo un
suave sueñecito al principio, el que permite la butaca no excesivamente cómoda
del Kursaal y el maldito aire acondicionado que muge sin enterarse de que el
verano terminó. El país de Extremo Oriente se está convirtiendo en una gran
potencia cinematográfica, con las pegas que tiene poseer una industria poderosa,
que de ella sale de todo. Bach to the
North, Regreso al Norte, está
filmada en blanco y negro, en gran formato, y dura dos largas horas. El
realizador Liu Hao es el responsable
del guion y de la dirección. Es una película con tres personajes básicos: Xiao
Ai (Nan Sheng), una muchacha
delicada y menuda que trabaja en una fábrica textil; la madre (Su Yijuan), una antigua bailarina; y el
padre. Los padres no quieren que su hija se entere de que se han separado (el padre
tiene otra relación en la provincia china en donde trabaja), y menos desde que
a su hija le detectan una enfermedad grave; el sueño de la hija es que sus
padres engendren un nuevo hijo por si ella falta. La película tiene mucho que
ver con una problemática social y familiar que afecta a millones de personas en
China, las llamadas parejas perdidas,
matrimonios que se han quedado sin su único hijo (por ley, hasta hace poco,
sólo podían tener un descendiente, para controlar la población) y se encontrarán
con que nadie los cuidará en su vejez. Liu
Hao construye la historia en torno a ese problema familiar, pero le sobran
secuencias reiterativas. Bach to the
North cae con frecuencia en la cursilería, subrayada por la banda sonora
(las canciones melódicas chinas son bastante infumables y por ello Wong Kar Wai recurrió a Nat King Cole), y se dilata, sobre todo
cuando los tres miembros de esa familia se trasladan al frío norte nevado, a la
ciudad de Balin, porque en ella el matrimonio concibió a Xiao Ai en un hotel. Y
en otro hotel, de forma desangelada, y con una escena de sexo, si a eso se le
puede llamar sexo, filmada a través de dos pares de pies que necesitan
urgentemente pasar por la pedicura, la no pareja se empeña sin mucho entusiasmo
en dar un hermanito a la encantadora y diminuta Xiao Ai. Da la sensación de que
el director no sabe cómo terminar la película, y los veinte minutos finales son
una reiteración de paisajes nevados, calles heladas y trenes que pasan en uno u
otro sentido. Li Bingqiang sabe sacar
partido a esa fotografía en blanco y negro que resalta ese paisaje urbano duro
y eternamente contaminado, en donde se ha rodado la película, con una brillante
escala de grises.
Sin salir del Kursaal, dentro de la sección
Horizontes Latinos, me enfrento a la primera película brasileña del certamen
dirigida por Aly Muritiba, que es una
historia de una no venganza. Hay dos protagonistas
principales, Fernando (Fernando Alves
Pinto), un fotógrafo de la policía cuyo trabajo es fotografiar víctimas en
la escena del crimen o presos fichados, y Salvador (Lourinelson Vladmir), un tipo que trabaja en un taller y es un
devoto cristiano evangelista. Fernando ha perdido a su esposa y debe hacerse
cargo de su hijo Daniel. Salvador vive con su mujer Raquel (Mayana Neiva) y su hija adolescente.
Las vidas de estos dos tipos se cruzan cuando el fotógrafo policial descubre a
Salvador en una antigua cinta VHS de su difunta mujer. Y el fotógrafo se
obsesiona con él. Aly Muritiba habla
en su película de los celos abrasivos y de la obsesión. Hay ecos en Para mi amada muerta de Blow up de Michelangelo Antonioni y de Caché
de Michael Haneke, pero la
historia va por otros derroteros: cuando se conoce a tu enemigo, y se entra en su vida, es muy difícil dañarlo. Una
película emotiva, bien medida, notable, filmada con talento.
Podría hablar, largo y tendido, de las películas que
no he visto. De ese ciclo excepcional de cine japonés, 35 películas bastante
actuales. Tampoco he visto el cine culinario. Ni el cine relacionado con el
café. Ni la sección salvaje, con documentales espectaculares sobre la
naturaleza. Así es que me pierdo el setenta por ciento de las películas que
circulan por este festival por el hecho de ser uno y no mil. Y me pierdo esta
noche Son of Saul, una perla húngara
de Laszlo Nemes sobre el Holocausto,
porque la cola para entrar al Victoria Eugenia culebrea sin fin alrededor del
teatro.
Publicado en El Destilador Culural
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