SOCIEDAD / JACKY KHATRI, MI AMIGO DE JAISALMER
Jacky Khatri, mi amigo de Jaisalmer
Voy
a contarles una bonita y sencilla historia, porque no todo es negro en este
mundo, por fortuna. Hace ocho años estuve en la India, una asignatura pendiente
que no quería perderme a pesar de la dureza de ese país y de lo bien, y mal,
que me habían hablado los viajeros que habían ido. Con ese país no existe el
término medio: lo amas o lo odias. La India está llena de misticismo, pobreza,
suciedad, alegría, olores, ruido y vida. La India es, sobre todo, vida, a veces
excesiva para un occidental que desembarca en sus caóticas ciudades y queda
aturdido por esa explosión de vitalidad a la que no está acostumbrado en su
ordenado Occidente.
Mi
viaje, pocas semanas después del Monzón, por carreteras convertidas en lagunas,
me llevó a una de las urbes más hermosas de Rajastán, Jaisalmer, una ciudadela
medieval protegida por una muralla. Mientras callejeaba por sus calles
abarrotadas por tipos con historiados turbantes multicolores y hermosas mujeres
envueltas en saris impolutos, me sentía un personaje de Rudyar Kipling en un
viaje al pasado reviviendo alguno de sus libros que me fascinaron en la
infancia y seguramente alimentaron mi deseo de visitar ese país milenario. Me
perdí por el zoco de Jaisalmer, su corazón, como siempre suelo hacer cuando
llego a una ciudad. Los zocos de Extremo Oriente son siempre fascinantes; los
de la India, más aún, una grandiosa exposición de artesanía que se ha perdido
en nuestros países por la industrialización, pero allí persiste. Mi deambular
por los estrechos callejones llenos de vendedores y compradores que regateaban
a voces y con pasión, bajo un sol sencillamente brutal, al que era muy difícil
acostumbrarse, porque literalmente te aplastaba, me llevó a una pequeña tienda
de telas a la que entré buscando el alivio de sombra y el aire de un ventilador.
Allí había sedas preciosas, batiks, blusas y faldas amontonadas en estanterías
hasta el techo o esparcidad por el suelo. Decidí cambiar mi ropaje occidental
por unas cuantas camisas de lino, frescas y bonitas, de colores exóticos, que
todavía conservo: blanca, beige, azul y color azafrán. Y en esa tienda se
produjo este pequeño milagro que voy a contarles.
Jacky
Khatri, el dueño de la tienda, una persona encantadora y un excelente vendedor,
me invitó a tomar un té. Durante una hora estuvimos hablando, sí, hablando, él
en un pausado inglés y yo en español, subrayando nuestras palabras con gestos,
y nos contamos nuestras vidas. Debo decir que no hablo inglés, que comprendo
algunas palabras muy elementales, las justas para no perderme por un
aeropuerto, y que Jacky Khatri no hablaba español, pero tenía voluntad de
entenderlo, una enorme curiosidad. Me preguntó el tendero de Jaisalmer a qué me
dedicaba, y, cómo pude, le dije que escribía libros, novelas policiales, y
lamenté no llevar ninguno encima para dejárselo. Decidido a seguir mi visita por la ciudad, y
cómo iba muy cargado, le pregunté, con gestos, si podía dejar en su tienda todo
lo que había ido comprando durante la jornada que llenaba varias bolsas. Me
dijo que sí, por supuesto. Así es que le dejé todas las pertenencias.
Seguí
visitando la ciudad, haciendo fotos a sus gentes y a sus piedras; me detuve en
un restaurante a comer una exquisita y especiada comida hindú, que sentó bien a
mi estómago, y estuve callejeando hasta bien entrada la noche, fascinado por la
belleza de esa ciudad que literalmente me embrujaba. Regresé, entonces, a la
tienda de mi amigo Jacky Khatri, porque era evidente que, a pesar de nuestras
diferencias culturales e idiomáticas, y generacionales (él podría muy bien ser
mi hijo), se había establecido un importante vínculo entre ambos, que éramos
amigos aunque, quizá, no fuéramos a vernos nunca más. Me invitó a otra taza de
té y allí estuve con él, hablando de la India, de sus gentes, de la
extraordinaria artesanía, de la belleza de sus monumentos, de su familia y de
la mía, sintiéndome a gusto, con las piernas cruzadas y recostado contra unos mullidos
cojines. Nos comunicábamos, sobre todo, con gestos, miradas y sonrisas, y nos
entendíamos porque había voluntad de hacerlo. Un español y un hindú que habían
empatizado a primera vista, algo que sólo era posible en ese país.
Seguí
mi viaje por la India, apasionante e incómodo a partes iguales, del que salí,
después de un mes, sencillamente agotado, pero con ganas de volver a
aventurarme por ese país que se resiste a cambiar, por fortuna para el viajero.
Y aquí viene la segunda parte de la historia, lo mágico de ella, y que
demuestra la utilidad que tienen las redes sociales.
Ocho
años más tarde, se dice pronto, recibí un mensaje por Facebook de un hindú
llamado Jacky Khatri. Había olvidado su nombre, por supuesto, pero no sus
rasgos amables. Me había localizado el tendero de Jaisalmer a través de las
redes sociales y en su mensaje me preguntaba si me acordaba de él, de la tarde
que pasamos hablando en su tienda, del té que compartimos. Me emocionó y le
contesté que sí, que me acordaba de él; me acordaba de él después de haber
visitado cien bazares hindús y haber entrado en quinientas tiendas en Delhi, Benarés,
Udaipur y Jaipur en donde, indefectiblemente, salía con una compra bajo el
brazo. Había olvidado los rostros de todos esos vendedores anónimos, pero no el
suyo que se me había quedado incrustado en la memoria, así como aquella tarde,
como algo importante y trascendente. Así es que le contesté con palabras muy
afectuosas, le dije que me alegraba mucho de que siguiera bien y le prometí que
si regresaba a la India, y quizá lo haga ahora por un doble motivo, iría a su
tienda a tomar otra taza de té y renovar mis camisas de lino que todavía me
pongo.
Así
es que, si van a la India, si se acercan a esa extraordinaria y bella ciudad de
Rajastán llamada Jaisalmer, vayan a su zoco, localicen la tienda de Jacky
Khatri, salúdenlo de mi parte, tomen un té a nuestra salud y denle un fuerte
abrazo en mi nombre. Y salgan con algo
bajo el brazo, por supuesto.
Publicado en El Cotidiano
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