SOCIEDAD / FIDEL
Fidel
La primera imagen que tengo de Castro es ésta,
entrando en La Habana en su columna de camiones después de una gesta heroica que
figura en los anales de los movimientos guerrilleros que consiguen doblegar al
poder establecido. La imagen la ve un niño de 8 años en la portada de la
revista Life que siempre compraba mi padre, un liberal en tiempos de dictadura
a quien le debo lo mejor que hay en mí, y me fascina. El titular, creo recordar,
era algo así como Los barbudos toman La
Habana, y ese día Cuba gritó de júbilo al liberarse de Fulgencio Batista y dejar
de ser el burdel de Estados Unidos. El mundo celebró el hito romántico de esos
revolucionarios que, contra todo pronóstico, derrotaban a un ejército regular
descompuesto y no terminaban ante un pelotón de fusilamiento.
Si algo celebro estos días de castrismo teológico,
de Castro mesiánico e icono revolucionario, y anticastrismo furibundo, de los
que descuartizarían al dictador revolucionario de tenerlo entre sus manos, es no
ser castrista ni anticastrista. Mi relación con Castro se reduce a haberlo
metido en una novela, un cameo puntual, que tuvo como consecuencia un
linchamiento mediático en la isla por antonomasia, y en otra, en la que siempre
salía cuando el protagonista encendía el televisor, como personaje omnipresente
que era en la Cuba en la que reinó como un personaje de novela de Gabriel García
Márquez, uno de sus grandes defensores en el mundo literario, como lo fue Julio
Cortázar de la revolución cubana. Y punto. Más que castrista fui guevarista
durante algún tiempo muy lejano.
Como toda revolución
de izquierdas, la cubana fue bien hasta que se corrompió y se convirtió en un
régimen que perpetuó a una persona, y luego a una dinastía (Raúl Castro, y parece
que sus hijos se postulan como herederos de su tío y su padre), en el poder. Fidel
barrió un régimen corrupto, que había convertido la isla en el prostíbulo de la mafia estadounidense,
y devolvió la dignidad a un pueblo que,
décadas más tarde, tuvo que prostituirse para sobrevivir: paradojas históricas
las de esas jineteras que se venden por un plato de comida. Por contra, el
cubano es, posiblemente, el pueblo más ilustrado del planeta, el único lugar en
el que un licenciado puede estar barriendo la acera y un médico vivir en una modesta
vivienda, pero no el más pobre. Realismo mágico agitado con son cubano. Para
ver pobres, de los de verdad, váyanse a otros lugares de Latinoamérica, intérnense
en los cerros y favelas. Para ver crímenes, paseen por México, Colombia o
Venezuela, o comparen los índices de criminalidad de Cuba con los de los países
de su entorno que la multiplican por diez.
De mis días en La Habana en ruinas tengo un recuerdo
mágico. Y de sus noches. Y, sobre todo, de los cubanos de Cuba tan diferentes a
los que encontré luego en Miami; alegres los primeros en sus carencias, amargados
los otros en el paraíso capitalista con las despensas llenas. Vean Balseros, sus dos partes, un documento
elocuente de que el paraíso no siempre es lo que reluce y produce destellos hipnóticos.
Castro se torció al querer ser el padre de todos los
cubanos y cercenar sus libertades, y controlarlos policialmente en todos sus
pasos, y desposeerlos de todo porque todo era de todos y tenían que repartirse
la nada. La economía del país siempre fue desastrosa; las carencias de todo,
habituales (farmacias y supermercados vacíos; matar una vaca delito más grave
que a una persona; las langostas son del estado; hay que tener un cochino en la
terraza o en la bañera para subsistir; resolver, el verbo mágico que los cubanos
pronuncian varias veces al día), y ese bloqueo feroz, que obligó a los cubanos
a ser el pueblo más mañoso del planeta, la apuntilló. Fumar mata (Cuba, uno de
los grandes productores de tabaco del mundo, con cigarros habanos excelsos); y
el azúcar es nocivo para la salud (la caña de azúcar, el segundo monocultivo
cubano). Así es que de ser yo cubano posiblemente sería anticastrista ahora, como
castrista cuando derroca Castro a Fulgencio Batista, porque hay
varios Castros, del mismo modo que yo, y usted, no somos uno.
Todos, hasta los que lo odiaban a muerte, y ahora
están satisfechos, reconocen que plantó cara a ese gigante poderoso que desde
el primer minuto planeó borrarlo de la historia, y esa es la segunda gesta del
personaje mitológico, del hombre de los discursos interminables, del vampiro de
vida nocturna que nadie supo nunca donde vivía, del dirigente que tuvo dobles por
todas partes, que se acostó con centenares de amantes y les hizo hijos con los
que no ejerció de padre porque él era el padre de todos los cubanos. Puro Gabriel
García Márquez, oigan, un patriarca salido de una de sus novelas.
Durante muchos años los progresistas del mundo fuimos
castristas, después de guevaristas,
cubriéndonos los ojos con una venda, por el halo romántico que esa revolución desprendía. Luego nos
desengañamos, como lo hicimos de la URSS, China y todos los focos
revolucionarios que se convertían en regímenes políticos totalitarios y anquilosados,
en donde la discusión crítica, el acicate de la revolución, sin la que ésta no
avanza, estaba vedada y se la tildaba con
el simple adjetivo de contrarrevolucionario. ¿Era progresista o profundamente reaccionario el régimen que perseguía a los homosexuales y
los trataba como enfermos en campos de reeducación? ¿Progresista un sistema político
sin periódicos, salvo el oficial Granma,
que no admite la disidencia? ¿Progresista un régimen policial que encarcelaba a
los que no pensaban como él? Nos desengañamos, Fidel; el socialismo a la cubana tampoco era el que soñábamos, como no lo fue ni el chino ni el ruso. Las utopías son perfectas, pero no
los que las aplican.
Fidel Castro muere en la cama, y no envenenado por
la CIA en sus seiscientas tentativas de liquidarlo, y lo tildan de asesino los
que durante cincuenta años intentaron asesinarlo y tienen sobre sus espaldas
cientos de miles de muertos en Vietnam, Afganistán e Irak; lo tildan de dictador
los que pusieron una ristra innoble de dictadores asesinos, a los que instruían
en técnicas de aniquilamiento heredadas de la Alemania hitleriana, en toda Latinoamérica,
que masacraron y torturaron a sus poblaciones desde Chile a Argentina, pasando
por Paraguay, Guatemala, Uruguay, Brasil... Cinismo de picana.
Media humanidad se alegra de tu muerte, Fidel, brinda
y se emborracha en Miami, te desea que ardas en ese infierno que solo existe en
la tierra y alimentan los que lo invocan, mientras otros cierran filas y
gritan: Hasta siempre, Comandante.
Pasearse, como lo he hecho estos días, por los callejones de las redes sociales,
que se han convertido en intestinos, es recorrer la autopista del odio desmedido,
darse cuenta de cuánto fascista emboscado hay en la bronca taberna cuyos
alaridos a punto están de convertirse en puñetazos. Leí uno elocuente que
transcribo: Dos hijos de puta menos,
Fidel Castro y Marcos Ana. Me revolvió el estómago.
Celebrar la muerte es algo que no va conmigo. Ni
siquiera descorché champán cuando murió nuestro dictador, porque murió en la
cama y no derrocado por una revolución, y su agonía, literaria,
también de Gabriel García Márquez, era la constatación de nuestro fracaso, de lo
que no fuimos capaces. ¿Por qué iba a brindar? ¿Por cuarenta años de secuestro?
¿Por Salvador Puig Antich asesinado que no pudimos arrancar del garrote vil? ¿Por
esta democracia de pantomima que tenemos ahora?
Fidel
ha muerto y tengo la suerte, como ya he dicho antes, de no ser ni castrista ni
anticastrista, pero la muerte de este personaje histórico con luces y sombras me
sirve para darme cuenta de cuánto enfermo de odio corre por este mundo.
Cualquier día van a desfilar por las calles de nuestras ciudades batallones de camisas pardas. Caín y Abel, Brother. Siempre lo mismo.
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