VIAJES / HUNEODARA, LA RUMANÍA HÚNGARA
Hunedoara, la Rumanía húngara
Una buena autopista le conduce hacia su próximo
destino, Hunedoara, pero antes de entrar en la ciudad coge una pequeña
carreterita de montaña, que luego se convierte en una pista infernal llena de
baches y en obras, que le lleva por campos luminosos hacia uno de los monasterios
ortodoxos más importantes del pueblo rumano, el de Prislop, y a punto está
nuestro viajero de ver a Dios en él.
El monasterio de monjas, que tienen unas buenas
residencias, creció alrededor de la diminuta ermita del siglo XIV construida por
el padre Nicodemo, pero la fama del monasterio
le viene porque allí está enterrado el padre Arsenie Boca, un pope ortodoxo que
se significó en la oposición al régimen comunista.
Mientras asciende por una pequeño sendero entre las
viviendas de las monjas ortodoxas, se sorprende Ulises de la veneración que los
rumanos sienten por ese lugar santo, de la devoción con que hombres y mujeres,
con el cabello cubierto (a la entrada unos dibujos indican lo que es una
vestimenta femenina indecente y otra decente, y hay trapajos para que las
mujeres cubran esas indecencias), ascienden por esa cuesta empedrada que
atraviesa un hayedo precioso, mientras rezan hasta llegar a esa diminuta ermita
a la que entran con un cirio en las manos.
Nunca había visto Ulises tantas monjas ortodoxas en
ese periplo que le ha hecho cruzar tres países que profesan esa fe. No vio
ninguna en Grecia; vio muy pocas en Bulgaria; ve muchas en Rumanía. Mientras
hincha los pulmones de ese aire limpio que inunda el ambiente, y contempla como
dos religiosas trabajan un campo cercano observadas por media docena de vacas
que están pastando apaciblemente a la espera de la hora del ordeño, envidia
Ulises esa vida contemplativa que llevan esas religiosas y se pregunta si esa comunión
con Dios y con Jesucristo las satisfará plenamente hasta el fin de sus días.
Está cavilando sobre la vida monacal y contemplativa, y haciendo algunas fotos
a los fieles que suben y bajan, cuando descubre entre las monjas, que no son
muy guapas ni muy jóvenes (el hábito no es que les favorezca) una joven
angelical que se ruboriza de forma muy intensa cuando la mira. Hay rostros que
se repiten, piensa Ulises mientras está tentado de fotografiar a esa belleza
del monasterio que se ha quedado muy turbada al sentir su mirada y se aleja
apresuradamente siguiendo los hábitos negros de sus compañeras, y el de esa joven
novicia es el de Uma Thurman en Las
amistades peligrosas, con esa mezcla peligrosa de candor y sensualidad que
quizá ni ella misma sabe que tiene.
Deja a las monjas en paz, no es él nadie para
turbarlas, y asciende por un camino empedrado siguiendo los pasos de los fieles
y preguntándose adonde se dirigen. Ya no hay construcciones monacales sino hermosas
y altas hayas que el viento frío sacude y hojas que tremolan en sus ramas hasta
que caen y forman una alfombra amarilla y rojiza en el camino. Y entonces
descubre un pequeño santuario al aire libre, presidido por una cruz, y al lado el
cementerio de las monjas en el que las hermanas que pasan a mejor vida son
sepultadas bajo cruces. Mirando las fechas de nacimiento y de defunción,
advierte Ulises que las monjas tienen una vida tan larga como presumiblemente
aburrida, que muchas se aproximan a los cien años de rezos y contemplación, de
ver pasar días y noches sin que nada las altere. En la enorme cruz que preside
ese lugar santo, un pope barbado, rodeado de monjas, imparte la bendición a los
fieles que van llegando hasta la parte final de ese suave Gólgota con ramos de
flores, pero Ulises no recibe bendición alguna, y eso que la necesita.
Cuando desciende hacia el parking, entra en su Skoda
y arranca para salir del recinto monacal, ignora Ulises las vicisitudes que se
le avecinan en muy poco tiempo, una concatenación de sucesos catastróficos, pero
es que todo viaje que se precie tiene que tener su incidente, o accidente.
El camino de regreso es tan malo como el de ida, por
ese firme que desaparece, se tiene que adivinar, está lleno de socavones cuando
aparece, o se estrecha por las obras, pero observa Ulises que una ambulancia de
tamaño considerable, que estaba aparcada en el monasterio por si algún fiel
sufría un percance, le pisa los talones, como si tuviera prisa, pero no le
pasa. Y en una curva sin visibilidad Ulises está a punto de ser enterrado en
Rumanía, en las tierras de Vlad Drácula, o al lado de esas monjitas que ha visto
bajo las cruces. Un camión enorme aparece de repente enfrente y Ulises, acto
reflejo, pisa a fondo el freno hasta clavar literalmente el coche. Por el espejo
retrovisor ve esa ambulancia que le pisa los talones que se le echa
literalmente encima, que le va a dar un golpe terrible por detrás, pero consigue
girar, en el último instante, cuando quedan centímetros para una embestida que
por lo menos le va a fastidiar las cervicales o dejar en una silla de ruedas,
para derrapar y empotrarse literalmente en la montaña. Pero la condenada
ambulancia, que a punto está de llevarlo a él como paciente a un hospital, no
se empotra, aunque a Ulises eso le parezca, porque cuando arranca el coche y
sigue bajando por ese infernal camino, le adelanta y lo deja atrás.
Por fin, suspira Ulises que ha visto la muerte muy cerca
en esa Rumanía húngara, así es que entra relajado en Hunedoara, pensando en el
gulasch que se va a tomar en el restaurante del hotel cuando llegue, para
celebrar la vida y que vivimos de milagro, cuando un coche que viene en dirección
contraria se le echa encima, él no tiene tiempo de esquivarlo y pierde el espejo
retrovisor por el impacto.
Por suerte, quienes van en el otro coche, que también
se ha quedado sin el espejo retrovisor y tiene una de las ventanillas
pulverizada, son cuatro chicas. Las chicas rumanas culpan a Ulises del
accidente, y Ulises culpa a las chicas rumanas de haberse quedado sin espejo y
circular por el centro de esa calzada sin mediana. Como no llegan a un acuerdo,
las rumanas llaman a la policía, y ahí todo se complica. Del coche patrulla que
llega en quince minutos se baja una pareja de policías, el bregado y el bisoño,
el poli bueno y el poli malo. El bisoño sabe inglés y cruza unas palabras con
Ulises; el otro analiza donde han caído los cristales en la carretera para
establecer la culpabilidad de uno u otro coche. Ese tipo parece bastante malhumorado
por haber interrumpido su siesta. Con un gesto indica el tipo duro, que ha cogido
el pasaporte, el carné de identidad y el de conducir a Ulises (y si llevara la
partida de bautismo, también) que se suban todos a sus coches y le sigan a comisaria.
Así es que Ulises va a conocer, aunque preferiría no hacerlo, el funcionamiento
de una comisaría de policía rumana.
La de Hunedoara es vieja y desordenada. Los escalones
de entrada están gastados y cualquier día se desprenderán. Una familia gitana,
con todos sus miembros, espera a ser interrogada. Las cuatro chicas y Ulises
pasan a un pequeño habitáculo que parece de tiempos de la Securitate de
Ceausescu por su aire tétrico. También parece de Ceausescu ese policía resabiado
que hoy tiene que trabajar. No hay ordenadores. Tampoco máquinas de escribir. Los
informes del accidente los escriben a mano. Ulises escribe el suyo y, como no
entiende el cuestionario en rumano, termina este lleno de tachaduras. En la
línea del pasaporte, pone la dirección en España; en la línea de la fecha de
nacimiento, el nombre de sus padres: no acierta ni un solo renglón de ese cuestionario
policial. Le dicen que dibuje un croquis del accidente. Lo hace mal, porque
Ulises siempre fue un mal dibujante. A Ulises le acompaña el poli bueno que le
indica, mal, como rellenar ese cuestionario ininteligible y lleno de tachaduras
que ni él mismo podría leer correctamente.
Con una sonrisa cómplice, el joven policía, un muchacho rubio que parece
alemán, le dice que esté tranquilo, que la culpa es de las chicas que invadieron
su carril, que se dieron cuenta él y su compañero que los cristales del coche
estaban en la derecha del arcén, por donde iba Ulises. Pero Ulises lo que
quiere, aunque todo es positivo, está experiencia policial la va a utilizar
seguramente en alguna próxima novela, es salir de allí, llegar al hotel y comer,
porque ha digerido el desayuno de Sibiu.
Todo es un caos en esa comisaría. En la habitación contigua
las chicas rumanas discuten con el policía malencarado, protestan. Pasan las horas.
El poli malo sigue con las chicas, discutiendo. Finalmente salen ellas. Una,
que sabe algo de español, le dice, antes de marchar, que la policía ha
establecido que la culpa es de los dos. Mierda, piensa Ulises, pero si me acababan
de decir que la culpa es de ellas. Se abre la puerta del despacho anejo y entra
Ulises custodiado por el poli bueno a enfrentarse con el poli malo que debe de
haber trabajado en la Securitate de Ceausescu e interrogaba a miembros de la oposición.
Está de mala leche. Gruñe algo a su compañero mientras rellena unos papeles a
mano, con una letra tan mala como la de Ulises, y hace tres copias con papel carbón.
Creía Ulises que ya no se utilizaba papel carbón, pero se utiliza en las comisarías
rumanas. El poli malo manosea su pasaporte, su carnet de identidad y su permiso
de conducir, anota la numeración de todos ellos, por enésima vez. El poli
amable le dice a Ulises que le van a multar. Ulises no protesta. Si su multa va
a servir para que los policías de Hunedoara se compren una máquina de escribir,
bienvenida sea la sanción. La multa es de 800 leis, unos 200 euros. Joder,
gruñe para sus adentros Ulises, porque esa cantidad es una fortuna en Rumanía y
le parece excesiva, pero no rechista, se limita a observar el destino de sus documentos;
lo que más desea es recuperarlos y dejar de ser un indocumentado. Le hacen
firmar que acepta la multa. Pregunta ingenuamente si puede pagar con tarjeta. Cash, gruñe el poli malo, la única palabra
que sabe en inglés, y no suelta los documentos. Ulises rebusca en sus bolsillos,
en el billetero, va sacando billetes de un lado y de otro, hasta le sale alguno
de Bulgaria que los policías le devuelven; finalmente consigue reunir los 800
leis y el poli gruñón literalmente tira en la mesa sus documentos. Ulises los coge
al vuelo, antes de que caigan al suelo, y eso que está hambriento y sus reflejos
empiezan a fallar.
Sale de la comisaria cinco horas después del
accidente. Las chicas rumanas esperan a sus papás en el coche. No es bueno conducir
sin una ventanilla con el frío que hace hasta Sibiu, en donde viven. Ulises
arranca su Skoda y conduce por Hunedoara con el billetero sin 800 leis, que
tendrá que sacar de algún cajero, y sin espejo retrovisor, que suple con el del
interior del coche.
Consigue llegar al hotel que está muy cerca del
ayuntamiento de la ciudad. Otra casa noble. Otro palacio de un aristócrata que
lo debió perder cuando los comunistas se hicieron con el poder en Rumanía. El
recepcionista tiene su edad. Le da una llave grande y esa llave abre una habitación
de las dimensiones de una suite, con un techo alto, madera que cruje en el suelo,
alfombras antiguas y cortinas en las ventanas.
Decide comer. Comer a las seis de la tarde, cuando
ya es de noche, no es algo que habitualmente haga Ulises y tiene la suerte de
que los restaurantes de Rumanía están abiertos las veinticuatro horas del día.
Pide gulasch. No se cansa de comer un día sí, y otro también, esa carne estofada,
y con la experiencia que va adquiriendo podría escribir un tratado sobre las
variantes búlgaras, húngaras y rumanas. El postre es una voluminosa copa con bolas
de helado vulgares.
No sale del hotel ya. Decide que no le apetece. Y
además tiene la moral por los suelos, porque se reprocha a sí mismo que podía
haber dado un volantazo para evitar el choque de los dos espejos retrovisores y
esa multa de 800 leis. No se alegra de haber sobrevivido a la ambulancia, el
pensamiento humano es así de absurdo e irracional. Así es que sube a esa suite
real y se pierde en su enorme cama, abrazando la almohada.
Duerme con sobresaltos. Ve en sus pesadillas al policía
rumano de cara de bruto, y las sitúa en tiempos de la Securitate de Ceausescu. Se
despierta con la angustia de no saber dónde está y la habitación le parece aún
mayor en esa semipenumbra que reina. En esa cama tan antigua y grande seguro
que habrá muerto alguien, se dice, encendiendo una lámpara de mesa, que, automáticamente
se funde y provoca una llamarada instantánea que empieza a quemar la pantalla.
Sopla como un condenado y consigue apagar ese pequeño incendio que si alcanza
las cortinas habría carbonizado la casa entera.
Desayuna de mala gana y eso que los huevos revueltos,
el zumo de naranja, los cruasanes y el café son correctos. No está de humor a
pesar del día espléndido. Hunedoara es famosa por su castillo. Y el castillo
está a quinientos metros del hotel, en un entorno fabril de realismo socialista,
con una fábrica y una enorme chimenea, que convierte a esa construcción
medieval en una ucronía.
El castillo de Hunyadi, que toma el nombre de Juan
Hunyadi, es una fortificación militar con un buen número de torres de defensa con
cubiertas cónicas de teja al que se accede por un puente de piedra que salva un
profundo foso. El castillo perteneció al reino de Hungría, para después pasar
al principado de Transilvania. De Juan Hunyadi pasó a su hijo Matías Corvino, y
se cuenta que en sus mazmorras estuvo preso Vlad Drácula.
En las mazmorras subterráneas hay un número considerable
de aparatos de tortura que probaban los infelices que caían en manos de los
dueños del castillo antes de pasar a mejor vida mediante una muerte atroz y lenta.
Ahora te matan con una bomba de racimo, pero antiguamente te fileteaban, piensa
Ulises. La forma, en este caso, es más importante que el fondo.
La austeridad medieval preside el castillo que nada
tiene que ver con la angostura del de Vlad Drácula en Bran. La sala principal,
en donde tenían lugar los acontecimientos importantes y en donde se comía, está
adornada con estandartes. En la sala de caza abundan las cornamentas de venados
colgadas de las paredes, y también hay una piel de un enorme lobo mientras en
el suelo un pobre oso pardo sirve de alfombra. No ha visto osos Ulises, así es
que ese que hace de alfombra es el primer oso rumano que ven sus ojos, ni lobos.
Ni ajos, ni lobos, ni vampiros, ni no muertos. Transilvania ya no es lo que
era, le queda el nombre y polis como el de la comisaría de Hunedoara.
Mientras pasea por los corredores del castillo y observa
el paisaje de los alrededores por las troneras, reflexiona sobre los poderosos
de la Edad Media que estaban más en contacto con los suyos que los aristocráticos
monarcas versallescos que después vinieron. Aquellos construyeron castillos
elementales para resguardarse de los ataques de los enemigos, pero vivían sin
ningún tipo de lujo ni ostentación entre frías piedras y altos techos que ni un
bosque entero podía calentar. Si de algo hacían ostentación los señores
feudales era de ferocidad y crueldad, esa era su riqueza, el poder avasallador
de la fuerza bruta y el terror para bloquear a los súbditos y a los enemigos. Con
el tiempo esos señores dejaron que a la guerra fueran otros y se bañaron en el oro
que recaudaban con sus impuestos en gigantescos palacios con cientos de
habitaciones inútiles. Ahora, piensa Ulises, no hay versallescos sino horteras
con foulard y tarjetas black que organizan cacerías / carnicerías y se
benefician de volquetes de putas. Evolución.
Cuando sale del castillo, para regresar al hotel y ponerse
al volante de su Skoda herido, tropieza con una imagen de la Rumanía rural que
le cautiva: un pastor pequeño, que suple su escasa altura con un alto morrión
de piel oscura, conduce por la calle un rebaño de lanudas ovejas (no ha visto cordero
en la carta de ningún restaurante hasta la fecha, así es que su destino debe
ser hacer jerséis) y lo hace sin perro, mediante silbidos; algunas ovejas se
distraen comiendo la hierba de un jardín, pero el pastor, con vigorosos movimientos
de brazos y carreras, reintegra al rebaño
esos rumiantes díscolos.
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