VIAJES / LOS OJOS DE LAS BUHARDILLAS DE SIBIU
Los ojos de las buhardillas de Sibiu
Nada puede ser perfecto, ni siquiera esa casona señorial
en la que Ulises ha dormido esta noche, la casa del señor Krauss. La ducha no
tiene cortina, con lo que el agua inunda irremisiblemente el cuarto de baño,
pero eso no le afecta gran cosa: ya fregarán cuando se vaya. Pero el desayuno
es peculiar, por llamarlo de alguna forma: va por piezas y ha de pagarlas una a
una. Es decir: paga el café, la leche, las dos raciones de mantequilla, la ración
de mermelada, que es demasiado casera para su gusto, el pan tostado, la
naranjada y los dos cruasanes enanos, porque todo tiene un precio por separado.
Se extraña de que no le cobren el azúcar o las servilletas de papel que utilice.
El Skoda blanco está aparcado extramuros y un valet
de Casa Krauss le acompaña hasta él en
su coche y le desea buen viaje tras cargar en el maletero la valija. Deja Sighisoara,
la Rumanía germana repoblada por alemanes durante la Edad media que han conservado
su lengua, y se dirige a otro enclave sajón por una carretera que llega hasta
la frontera con Hungría, pero por el camino se detiene unos minutos en un pueblo
e intenta ver una iglesia amurallada (cuando venía el enemigo el sacerdote tocaba
la campana y los campesinos entraban de estampida en el recinto amurallado, y
el que no se espabilaba acababa clavado en alguna pica o empalado), cosa que no
consigue porque no hay puerta en esa muralla que cerca la iglesia. Ve, eso sí,
un misérrimo poblado gitano, encaramado a una loma, con casas que se desmoronan,
y sufre el asalto de una bandada de niños asilvestrados que le piden dinero,
caramelos y bolígrafos, y, como no dispone de nada de eso, se le cuelgan, literalmente,
de las puertas del Skoda cuando arranca. Mientras se aleja, vigilando que no
lleve ningún niño en la parte trasera del vehículo, piensa de nuevo en Papusza, la película polaca que
habla del drama del pueblo gitano obligado
a ser sedentario y a quemar sus carromatos a través de la biografía de una poetisa
medio analfabeta que aprendió a escribir.
Sibiu, en el centro exacto de Rumanía, es su próximo
destino. La capital de Transilvania entre 1692 y 1791, en la que se habla
alemán y húngaro además de rumano, es una ciudad de poco más de ciento
cincuenta mil habitantes. El GPS croata localiza al instante el hotel nuevo que
está a orillas del río Cibin, al otro lado del puente en donde empieza la
ciudad antigua. Aparca el coche, ocupa la habitación y baja a la calle.
Por el río Cibin, que da nombre a la ciudad, nada
una bandada de patos, y, a unos cien metros del moderno puente, un vagabundo ha
encendido una fogata. Alguno de esos desprevenidos patos que surcan el río va a
acabar en el estómago del hambriento homeless.
Las primeras casas antiguas aparecen enseguida.
Algunas son construcciones con empaque, empaque hace tres siglos, cuando sus aristócratas
dueños las edificaron, pero que ahora se caen víctimas de la desidia. La pobreza
de Rumanía se evidencia en el deterioro de muchos de sus edificios históricos.
Deja atrás una pastelería con dulces muy apetitosos,
un sex shop y un hospital de fachada rosa chicle, y sube por unas escalinatas
que le llevan a la Plaza Huet, en cuyo centro está la catedral luterana del
siglo XVI de Sibiu rodeada de bonitos edificios con las fachadas pintadas en
colores pastel, siguiendo la huella germana de Sighisoara. Sibiu, como ésta,
fue fundada por colonos sajones que la llamaron Hermannstadt, pero los alemanes
regresaron a su país de origen entre 1950 y 1990 y solo quedan en la actualidad
dos mil, entre ellos el actual alcalde de la ciudad.
El edifico gótico es elegante por fuera, con
sillares de color siena y cubiertas de pizarra, y no es tan austero por dentro
como otros templos de esa confesión. La torre del campanario acaba en tejado
picudo y alberga el reloj. En el interior, en una de las capillas laterales, un
cuadro alargado representa el descendimiento de Cristo de la cruz y tiene aires
de pintura flamenca. La iglesia es alta y tiene tres naves. Ulises pasea en silencio oyendo el eco de sus
pasos en el templo vacío.
Hay dos plazas enormes a continuación, comunicadas por
un doble arco en una de las casas divisorias de ambas. A la primera, alargada, la
Piata Mica, la Plaza Pequeña, llegan los coches y se alinean en las aceras puestos
de artesanos que aprovechan los rayos de sol que rompen los nubarrones negros
de tormenta que cubren el cielo. La segunda, la Piata Mare, la Plaza Grande, de
142 metros de lardo por 93 de ancho, es peatonal y por ella pasea la gente,
juegan los niños y observan los curiosos un surtidor de agua intermitente en su
centro que brota del mismo suelo. Y, entre las dos plazas, la alta Torre del
Consejo, del siglo XIII, un fantástico mirador para ver a ojo de pájaro las dos
ágoras si se tiene el fuelle suficiente para subir unas cuantas docenas de
escalones.
El Palacio Brukenthal, de fachada amarilla, uno de los
monumentos barrocos más importantes de Rumanía, está al noroeste de la adoquinada
plaza. Y allí, en uno de sus lados, junto a edificios también barrocos de
fachadas pintadas de suave amarillo o azul, se alza la imponente catedral de la
Santísima Trinidad del siglo XVIII cuyo interior brilla de opulencia. Retablos,
columnas de mármol y doradas, pinturas en la cúpula altísima, un altar central
tan recargado de ornamentación como su púlpito y cuadros, todo lo que habla del
poderío de la Iglesia Católica y que debería sepultar con su belleza a los
feligreses que asistían a los oficios, decora el interior de ese hermoso templo
barroco. Pasea Ulises entre jóvenes que rezan con una devoción ausente en
España. La represión de Ceausescu avivó la conciencia religiosa de Rumanía.
La tercera catedral, la ortodoxa, está fuera del
perímetro peatonal. El edifico es de estilo neo bizantino, tiene cuatro torres,
cuatro cúpulas y fachada de ladrillos que alternan franjas de dos colores, rojo
y siena. Ulises, con mono de templo ortodoxo, entra en su interior, espera a que
sus ojos se acostumbren a esa penumbra que envuelve los templos de esa confesión
y que invitan al recogimiento, y
disfruta luego de la riqueza de su iconostasio, la redondez de su cúpula
central y los frescos con azulones que recubren las paredes.
Hora de comer. La oferta es variada en las calles
que irradian de la Piata Mare. Hace frio para estar fuera en una terraza, y en
ellas se congelan los fumadores irredentos envueltos en mantas, así es que pasa
al interior de un establecimiento, que elige aleatoriamente, y pide sopa
gulasch, una cerveza y una strudel a un
camarero tan joven como atento al que saca de su aburrimiento porque es el único
comensal. Bueno y barato, se dice a sí mismo mientras mezcla la tarta caliente
de manzana con el helado de vainilla que lo acompaña.
No va al hotel a hacer la siesta, cuando acaba de comer,
sino que sigue recorriendo la ciudad y descubre, próximo a ese centro peatonal,
en su límite, lo que queda de las murallas: apenas dos torres cubiertas y un
muro techado de diez metros que comunica ambas.
Anochece cada vez más temprano, así es que Ulises
atraviesa a las cinco y media el centro histórico de esa pequeña ciudad, un
barrio alto que le parece una auténtica joya arquitectónica, y cuando baja las
escaleras que le sacarán de él y la llevarán al moderno puente sobre el río
Cibin, se da cuenta de que cientos de ojos le observan desde las buhardillas de
la ciudad antigua, ventanas que son ojos rasgados que apenas permitirán el paso
de la luz en las mansardas. Con los ojos rasgados sobre las tejas de las casas
de Sibiu clavados en su cogote, cruza el rio Cibin y busca al vagabundo que ya
no está aunque todavía humean los rescoldos del fuego. Mientras ese pobre hombre
buscará el cobijo del arco de un puente para pasar la noche, tiritando de frío,
Ulises, agobiado por el calor que hay en su habitación, deberá abrir la ventana
para que entre aire fresco.
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