VIAJES / ALBA IULIA, ESPLENDOR IMPERIAL
ALBA IULIA, ESPLENDOR IMPERIAL
El viaje de Ulises acaba en Alba Iulia, en el centro
de Rumanía, y difícilmente podría tener mejor final. Karlsburg, el nombre
germano de la ciudad, a orillas del río Mures, es una población de estética
imperial que rezuma historia por todos sus poros. Sus cerca de 60.000 habitantes
se concentran en una metrópoli, tan moderna como aséptica, que rodea un
espectacular y pequeño centro histórico perfectamente delimitado por una muralla
impecable que se conserva maravillosamente bien. Pero nadie vive dentro de él,
salvo algún viajero como Ulises que llega en su Skoda blanco sin espejo
retrovisor y sigue las indicaciones para llegar a su hotel.
El nombre de la población viene de la dominación
romana, cuando Apulum, su nombre dacio, fue conquistada por el emperador
Trajano en el 106 y allí se estableció la XIII
Legión Gémina. De la huella
romana queda un pequeño museo que Ulises
visita en solitario, no bien deja las maletas en un hotel palacio, el Hotel
Medieval, cuyos empleados visten de época: medias blancas, pantalones azul celeste
ajustados, casacas del mismo color y sombrero de tres picos.
La escultura de bronce de un aguerrido centurión
romano le da la bienvenida a Ulises, que pasa, luego, a un recinto abierto que
muestra algunas de las esculturas conservadas de próceres y dioses; a
continuación, en una nave moderna, con techado
y paredes de cristal, observa varios objetos antiguos, esculturas de
Trajano, uniformes de legionarios romanos con sus cascos, armaduras, escudos y
espadas, y ve, en sesión privada, un audiovisual sobre el esplendor de esa
ciudad de la Dacia conquistada por los romanos cuyo castro sirvió para construir
la ciudadela.
La ciudad fue pasando por varias manos y todas la engrandecieron,
reforzando con fosos la defensa de la fortaleza. En el siglo IX se la llamó,
con razón, la ciudadela blanca, porque los sillares de sus construcciones son
de ese color predominantemente. El duque húngaro Gyulia la convirtió en capital
de su territorio y la hizo ortodoxa. Juan Hyundai, voivoda de Transilvania cuyo
castillo de Hunedoara visitó Ulises el día anterior, la convirtió en bastión
para frenar el avance de los turcos.
Alba Iulia fue un importante enclave cultural y
político, una ciudad racional y esteticista. Durante el reinado del príncipe Gabriel
Bethlen se dotó de una academia. En el siglo XVIII se erigió la biblioteca Batthyanaeum.
Uno de los primeros trenes partió de esa población. Y en 1918 se produjo en la
ciudad los fastos de la unión de Transilvania al reino de Rumanía.
Regresa a su Hotel Medieval cuando el estómago se lo
dicta. Es el único comensal en el
restaurante y el único cliente que atiende un camarero vestido de época con
peluca, pantalones ajustados a media pierna y medias blancas. La comida, a ser
sincero, no está a la altura del establecimiento, salvo el postre exquisito,
tres bolas dulces polenta en un lecho de crema y salsa de frutos rojos, porque
la sopa de carne, que Ulises confiaba fuera una especie de gulasch, le
decepciona por su carencia de sabor y exceso de agua. Va a salir a estirar las
piernas, porque los días son cortos y le apetece pasear más que hacer una
reparadora siesta, cuando la recepcionista del hotel, una chica delgada y
elegante, le ofrece una visita guiada al sótano del hotel que Ulises acepta de
buen grado, así es que, siguiendo a un joven guía que se cubre la cabeza con un
sombrero de tres pisos, descubre el corazón medieval del hotel, el que justifica
su nombre: salones subterráneos con mesas largas y sillas incómodas de altos
respaldos, armaduras medievales de caballeros templarios que se establecieron
en la zona tras la caída de Jerusalén, espadas, mazmorras…Ulises agradece en
inglés macarrónico los servicios de su guía y sigue explorando por su cuenta la
ciudadela, así es que cruza ese trasunto de patio de armas que rodea el hotel,
con exquisitas esculturas de mármol blanco y fuentes sin agua, y sale al
exterior.
Ulises pasea despacio, como si estuviera en el siglo
XVIII, por esa ciudadela histórica, cetatea,
de palacios suntuosos y amplias avenidas flanqueadas por las catedrales
católica y ortodoxa, una ciudad que culminó Carlos VI de Habsburgo que cambió
el nombre de la ciudad y la convirtió en Alba Carolina o Karlsburg, en su honor.
Le faltan las medias blancas, la casaca, el sombrero de tres picos y un bastón
de empuñadura de oro para volar a esa época, así es que Ulises, con sus
contradicciones históricas, con su aversión monárquica, se pasea por todas esas
amplísimas avenidas diseñadas para que circularan por ella los carruajes
regios, pasearan las mujeres encorsetadas exhibiendo sus bustos por sus generosos
escotes y los caballeros amanerados que, a su paso, se quitaban el sombrero y
les hacían una reverencia, personajes que Ulises ve replicados en bronce,
mezclados con los escasos viandantes, en sus paseos por esa ciudad extraordinariamente
bella, apoteosis del barraco, por la que retrocede trescientos años.
Visita, porque está abierta, la suntuosa catedral
católica de San Miguel, de exterior románico e interior gótico del siglo XII,
en donde están las tumbas de Juan Hyundai y su esposa polaca Isabel Jagellón;
cruza la acera, deja atrás la escultura ecuestre de Mihail Viteazul, voivoda de
Valaquia, para cambiar de fe y atravesar el claustro de la catedral ortodoxa neorrománica
de La Reunificación, dominada por el campanario de 58 metros de altura, en
donde fue coronado en el año 1921 Fernando I de Rumanía, cuyo busto, junto a la
reina María, preside la puerta de entrada. El iconostasio, en madera negra, es
elegante, pero echa en falta el encanto y el misticismo que tienen las viejas
iglesias ortodoxas rumanas que ha visto anteriormente y el olor de los cirios.
Toma fotos de la bóveda, mientras pasea, de los fieles, sentados en los pocos
asientos, que rezan. Dos murales de los reyes Fernando y María flanquean la
puerta y cerca de ellos, el barbado y terrible voivoda Mihail Viteazul, la
antítesis de esos dos distinguidos reyes modernos de una breve dinastía que se
extinguió en 1947.
En la plaza en donde está ese pequeño museo romano, que
ha visitado por la mañana, se alza el edificio neoclásico de la universidad, de
fachada amarilla y blanca, y Ulises examina varias esculturas de bronce, que se
mezclan con los escasos viandantes, y una enorme campana de iglesia del mismo
metal coronada por cuatro cabezas y con un trabajado altorrelieve.
Anochece de forma espléndida, con colores rosáceo y azul y nubes que parecen dibujadas
en un cielo limpio, y a Ulises le envuelve el silencio, porque a la ciudadela
no le llega el fragor de la moderna ciudad extramuros; cruza la puerta occidental
y el puente levadizo, que salva el foso que circunda la muralla, y se detiene a
homenajear el impresionante obelisco de Horea, Closca y Clisan, los cabecillas
transilvanos que se alzaron contra los señores feudales y fueron ejecutados,
que es el riesgo que corre todo aquel que se rebela contra el orden existente.
Hay muchas puertas en Alba Iulia, todas con
profusión de altorrelieves, ornadas con esculturas clásicas, y se las imagina Ulises cerrándose cuando el
enemigo exterior acechaba, y se imagina batallas sangrientas durante la Edad Media,
y luego esas batallas elegantes del siglo XVIII en donde se enfrentaban
ejércitos de caballeros espléndidamente uniformados con normas muy estrictas de
combate que cumplían a rajatabla con la misma exquisitez que cortejaban a las
damas. Pasea por ese gigantesco foso, ahora libre de agua, que cercaba la
ciudad y que se ha convertido en un impresionante y bien cuidado parque por
donde, como si fueran fantasmas de otra época, los guardas hacen rondas con
vestidos de época y falsos fusiles al hombro, o arrastrando sables en sus
fundas, colgadas de sus cinturas. Todo, el color de las hojas otoñales, esa
suave brisa que sopla, el verdor del césped, la luz menguante del sol a esas
seis de la tarde que anuncia un cielo estrellado en unos momentos, le parece
mágico, porque le traslada a otra época, hasta que sus pasos le guían al
patíbulo, a esa horca que pende y se mece con el viento, a ese tocón de madera
con la enorme hacha hincada en ella que descabezaba a los reos, a esa rueda de
los tormentos a la que eran atados los infelices para ser despiezados por el
verdugo de turno, en donde seguramente fueron ejecutados los rebeldes Horea,
Closca y Clisan. Lo más terrible y abyecto del ser humano, la violencia y la
crueldad, como contrapunto a tantísima belleza; el dualismo de la naturaleza
humana; el hombre como generador de lo mejor, pero también de lo peor,
reflexiona Ulises, las manos en los bolsillos y las solapas de su tabardo
alzadas, porque cuando ha desaparecido el sol bajan las temperaturas, mientras
regresa a ese palacio barroco que es, por un día, su regia residencia.
Hay, en el aire, aromas de leña encendida.
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