VIAJES / SIGHISOARA, LA RUMANÍA DE HERTA MÜLLER
Sighisoara, la Rumanía de Herta Müller
Contrastes. No paisajísticos, pero sí culturales. De
la Rumanía de los zíngaros obligados al sedentarismo (rememora Ulises la
película polaca Papusza) a la Rumanía
culta y germana de Herta Müller, la premio nobel rumana en lengua germana que
estudio en la Universidad de Timisoara a la que admira profundamente Ulises a
raíz de leer El hombre es un gran faisán
en el mundo. Se quita la idea de visitarla. La escritora vive en Berlín con
su marido Richard Wagner.
Sol y viento moderado que agita hayedos y castaños y
provoca una lluvia de hojas doradas por esa carretera paisajística que
serpentea por suaves lomas. Paisaje y arquitectura se dan la mano en Sighisoara,
puede que la población más bella de Rumanía. Sube con el coche, dejando la fea
ciudad nueva junto al río, a la ciudad vieja y entra en ella por una de las
puertas de la muralla del siglo XII de la que quedan dos bastiones y nueve
torres de las doce que tenía.
Se aloja en una casa histórica, algo usual en el
centro de Sighisoara, en la casa del señor Georgius Krauss, una humanista e
historiador alemán, junto a la iglesia de San José, de estilo ecléctico, bella
por fuera pero anodina por dentro. Deja el coche en la zona reservada, cruza el
restaurante (algo insólito) para ir a la recepción y rellena a mano su ficha de
huésped ante la mirada de un recepcionista zíngaro. Le advierten que bajarán el
coche al parking público fuera del recinto amurallado y le dan la enorme llave
de la habitación que seguro no perderá porque no le cabe en el bolsillo.
La casa del señor Krauss es la vivienda de un racionalista
y Ulises se siente muy a gusto cuando abre su puerta y echa un vistazo a su habitación,
bella, acogedora, confortable, con suelo de madera que gruñe ligeramente al
andar, muebles antiguos, pesadas cortinas en las dos ventanas a cuarterones con
doble cristal y cuadros de la época del señor Krauss, del siglo XVII, cuando la
ciudad era un próspero centro de negocios y se edificaron todas esos caserones
barrocos que son su encanto. Hay un soberbio
escritorio, papel de carta, pluma de ganso y tintero, así es que Ulises se
metamorfosea en ese señor Krauss y tentado estar en fijar su residencia
permanente en esa impresionante casona de tres plantas y precio irrisorio.
Se echa a la calle, impaciente por devorar con los ojos
la ciudad Patrimonio de la Humanidad desde 1999. A la izquierda, a cien pasos,
tiene la muralla y una de las muchas torres de defensa rematadas con tejado cónico.
Según avanza por una de las calles, la lateral del hotel, advierte cual es la
principal virtud de Sighisoara o de Schassburg, su nombre alemán, o Segésvar,
en húngaro: cada casa está pintada en un color diferente y esa combinación de colores
suaves, nunca estridentes, aplicada a las paredes de esas casas señoriales con
cientos de años de historia bajo sus techos de teja a dos aguas, y no a cuatro,
y los geranios en los aleros de las ventanas, le recuerdan a Ulises a poblaciones
polacas y alemanas visitadas en periplos anteriores. Centroeuropa.
La fachada de la casa del señor Krauss es de un
elegante azul celeste, pero la vecina de la plaza de la iglesia es de un subido
color naranja, y la que linda con ella en esa calle empedrada y silenciosa que
le lleva a la plaza principal, es de color rosa, y la que le sigue, siena, y la
de más allá, amarilla. La paleta de colores es infinita en Sighisoara.
La plaza del castillo, Cetate, es la plaza
principal, de forma irregular, presidida por un gran árbol, empedrada y
flanqueada por casas de vistosas paredes que son bares, restaurantes o tiendas
de artesanía. La sobria fachada color vainilla del Café Central, que aprovecha
el día de sol y tiene terraza en donde beben cerveza un grupo de visitantes, contrasta
con su vecina naranja. Unos novios se hacen las fotos de boda en ese marco incomparable.
La novia va vestida de blanco y luce unos cuantos kilos de más; el novio,
visiblemente cojo, irradia felicidad.
Sigue explorando ese centro histórico peatonal de lo
que antiguamente era un castro romano, el Castrum Sex, hasta que llegue la hora
de la comida. Repara en una casa curiosa que tiene dibujados en su esquina las
figuras de dos ciervos a los que han aplicado una cornamenta de verdad, un hotel
restaurante que no puede llamarse de otro modo que El Ciervo y cuyo plato típico
es el estofado de venado. Vira a la izquierda, en sentido contrario a la puerta
de los dos arcos por donde ha subido una hora antes con el coche, y camina
hacia la majestuosa Torre del Reloj, uno de los iconos de la ciudad, una construcción
medieval de cúpula picuda en forma de pequeño bulbo, rodeada de cuatro falsas
cúpulas pequeñas y bulbosas, que dan apariencia de corona al tejado, y que debió
ser uno de los torreones de defensa de la pequeña ciudadela de Sighisoara (el torreón
guarda otra de las puertas de entrada de la muralla) y que le recuerda a Ulises
Praga, una de las ciudades más bonitas del mundo. El reloj, como el de Praga,
tiene figuras de madera que salen a saludar al público a cada hora en punto.
La calle que va a la Torre del Reloj está muy animada
a esas horas por grupos de visitantes. De las fachadas de las casas históricas
cuelgan llamativas banderolas, y entonces Ulises se detiene en otra casa
naranja y lee, con incredulidad, que allí nació y vivió el terrible Vlad Drácula
que da nombre al restaurante que la ocupa. ¿En un pueblo tan encantador de la
Rumanía alemana nació monstruo semejante? Decide probar suerte en el
restaurante. Los habitantes de Sighisoara, y por ende los camareros del
restaurante Vlad Drácula, decorado con su efigie inquietante, cuchillos,
leyendas en las paredes, hablan tanto en rumano como alemán. Aunque desconfía
plenamente de la calidad del restaurante, Ulises se sienta a una mesa y pide un
gulasch, y come, ha de reconocerlo, uno de los mejores platos de carne de todo
ese viaje centroeuropeo, realmente exquisito, con bola de polenta y carne de
buey que se deshace entre sus dientes. Es imprudente y pide un postre típico de
Rumanía, el papanasi, un dulce gigantesco, redondo como una rosquilla, cubierto
de mermelada de frambuesa y yogur que, no entiende por qué, sirven de dos en
dos cuando con uno de esos insólitos papanasis ya quedaría más que harto. Es un
buen restaurante, pero le falla la ambientación musical, opina Ulises. ¿A quién
se le ocurre, en la casa en la que abrió los ojos ese gran villano y monstruo
sediento de sangre que fue Vlad Drácula, poner Love Story y Anónimo veneciano?
Hay que bajar el papanasi, ese terrible postre
rumano más letal que los palos de empalamiento o las estacas mata vampiros, así
es que Ulises se impone la penitencia de subir los estrechos y empinados
escalones de la Torre del Reloj, ver los objetos que guarda ese pequeño museo
(armas y artilugios agrarios), postrarse ante el endiablado mecanismo del
reloj, ver de cerca esas figuritas que saludan al público a las horas en punto
y disfrutar de la vista aérea que se tiene de la población. Los hombres son hormigas
desde esa altura.
La catedral luterana de Sighisoara no está a la
altura del exquisito pueblo. De estilo gótico, fachada blanqueada e interior
sin ni un solo cuadro e imagen, merece una visita de dos minutos, no más. Acostumbrado
al esplendor del arte bizantino de las iglesias ortodoxas, las católicas, y, sobre
todo, las luteranas, le parecen pobres. Según puede leer hay oficios en rumano,
alemán y húngaro.
El consistorio es un edificio notable de estilo barroco,
como la mayor parte de las casonas de la ciudad germano rumana. Desde su mirador
se ve parte de la ciudad antigua y la catedral ortodoxa, a orillas del río
Tarnava, extramuros, en la desgarbada ciudad moderna.
De regreso a la plaza ve un coche de caballos y su cochero
impávido que espera algún pasajero. No lo tendrá en todo lo que queda de tarde,
pero el tipo aguanta metamorfoseándose en el personaje de La sombra del cochero es alargada de Peter Weiss. Se da cuenta
Ulises, mientras asciende por otra de las hermosas calles empedradas de la población
y mira la fachada de la Casa Veneciana, su devoción por la cultura germana de
la que admira su enorme densidad, llámese Weiss, Müller, Elfride Jelineck,
Arthur Schnitzler, Stefan Zweig, Thomas Mann o Thomas Bernard. Quizá ese pueblo
alemán, cansado de sus elites intelectuales, de su sabiduría, de su peso, optó´,
en un momento dado, por la levedad hitleriana de las pasiones bajas y
elementales.
El Hotel
Sighisoara es un edificio neoclásico de fachada verdosa y aspecto decadente del
que ondean enseñas nacionales. La calle en pendiente y empedrada que lleva a la
basílica de La Colina deja atrás el establecimiento hotelero y lo cambia por
tiendas de artesanos que venden jarras de cerveza y tazas de té con la faz del
terrible Vlad Drácula, su siniestro vecino. Algunas fachadas desconchadas
precisas una mano de pintura. Atardece y el color rosáceo del cielo y esa luz
prodigiosa de final de día embellecen las cosas.
La escalera cubierta que sube a la iglesia, llamada
de Los Estudiantes, es una de las
atracciones de la ciudad por su carácter insólito. Protege de la lluvia, el viento,
la nieve y todas las intemperies meteorológicas ese tubo de tablones de madera
separados, para dejar pasar algo de luz, que forma un túnel techado de pizarra y
acerca al piadoso habitante a esa basílica luterana que corona la cima de la
ciudad. El famoso papanasi, al final de ese recorrido, ya no existe, cree
Ulises, cuando culmina, en la penumbra, la ascensión de esos ciento veintisiete
escalones que le acercan al cielo.
A los pies de esa basílica luterana románica del
siglo XIII, que no consigue ver porque a las cinco de la tarde ya está cerrada,
una pareja de jóvenes se besan con pasión, tumbados en el césped, vigilados por
Dios y una bandada de cuervos que sobrevuela el lugar. El guardián del recinto,
que también debe serlo del cementerio que se extiende al otro lado de una
verja, vive en un pequeño torreón medieval en medio de una paz infinita. Ulises
imagina, tras esas ventanas, en las que vislumbra un atisbo de luz, un joven
desengañado, quizá un sacerdote que perdió la fe, o no la tuvo en grado
suficiente para abrazar el sacerdocio, al que le era difícil conjugar la figura
de ese Dios todopoderoso y terrible con la de su hijo rebelde.
Los muertos. Pasea Ulises entre tumbas y lee los nombres
de las lápidas de los que reposan tan alto: Johan, Hans, Emil, Gertrud…Nombres
y apellidos alemanes entre árboles, bajo flores marchitas, en letras góticas,
para acreditar el germanismo de Sighisoara. Descansan en paz, bajo la tierra
leve, miles de habitantes de esa ciudad cuya carne alimenta esos altos árboles
que crecen entre las lápidas. María Wolff, Johann Wolff, Elizabetha Wolff. La
familia Siegmund al completo: Johann, Dorothea, Josephine, Richard, Hans y Konrad.
Josephine murió con 99 años. Ulises pasea procurando no pisar las lápidas,
saltando entre ellas. Hay enterramientos sin lápida, un simple montículo de
tierra bajo el que reposan huesos anónimos de sajones. Miles de millones de
muertos pueblan la tierra, se dice, mientras fotografía esas lápidas y su sombra
queda impresa en una de ellas, como un fantasma.
Decide no bajar los 176 escalones y hacerlo por un
camino empedrado que sigue el dibujo de la muralla medieval. Descendiendo hacia
la plaza del Castillo por otro itinerario, descubre, en un llamativo edificio
de fachada morada, un bar cafetería. El interior es pequeño, pero sumamente acogedor,
decorado con gusto exquisito que parece heredado del imperio austrohúngaro. Está
en donde nació Vlad Drácula y cree una obligación pedir a la camarera fantasmal
que le atiende un Bloody Mary. Segundo fracaso en 48 horas. No habrá tres
después de dos. Los rumanos escatiman el zumo de tomate, no tienen límite con
el vodka y se olvidan del tabasco y la pimienta.
Ulises pretende hacer fotos nocturnas de la ciudad,
pero se queda en eso, en pretensión, porque la iluminación es escasa, así que
vuelve, dando un gran paseo a la casa del señor Krauss, a esa habitación con
empaque, llave enorme, puerta maciza y muebles oscuros, se sienta frente al
escritorio, empuña la pluma de ganso, la moja en tinta y empieza a escribir la crónica
de la ciudad sajona.
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