CINE / TODA UNA VIDA, DE HANS STEINBICHLER
Me ocurre cuando voy a
las pinacotecas de cualquier ciudad del mundo, entro en éxtasis ante un cuadro
y me fijo en su autor absolutamente desconocido y subvalorado y me pregunto el
porqué de semejante injusticia y la respuesta es que buena parte del éxito de
los creadores está relacionado con su acercamiento al poder (político,
eclesiástico, económico). Pues exactamente es lo que ocurre con Toda una
vida, la película austriaca de Hans Steinbichler, bastante ignorada en su
fugaz estreno en España, y que se puede ver gracias al fino olfato cinéfilo de Filmin.
No engaña el título de la
película que sigue fielmente las ocho décadas de vida de Andreas Egger (Ivan
Gustafik, Stefan Gorski, August Zimer), que es un resumen histórico del siglo
XX desde que, siendo huérfano, es adoptado por un pariente despótico y odioso
que lo maltrata sistemáticamente con castigos corporales, su emancipación de
ese tirano familiar, su duro trabajo en la cantera, su historia de amor con la
camarera Marie (Julia Franz Richter), una Segunda Guerra Mundial breve porque
acaba prisionero del ejército ruso sin prácticamente disparar una bala, hasta
el fin de sus días como testigo del declive de un maravilloso paisaje alpino
que se va deteriorando con ese turismo depredador que viola su belleza primigenia.
la adaptación de la
novela del escritor austriaco Robert Seethaler, Hans Steinbichler no solo
construye un relato sólido sobre la dureza de la vida en contacto con la
naturaleza de los campesinos pobres, la explotación a que son sometidos por los
terratenientes o por los empresarios despiadados, sino que pone también el
acento en lo que supuso el progreso en esos apartados rincones paradisiacos
entre montañas. Asiste el espectador al alzamiento titánico de las torres que
llevaran por primera vez la luz a ese valle recóndito que es todo un
microcosmos (uno de los trabajadores pierde un brazo en una de sus impactantes
secuencias); a la construcción del teleférico para que los esquiadores disfruten
de sus cumbres nevadas ante la incomprensión de los lugareños por ese nuevo
deporte; y a la reconversión de esa comunidad rural primitiva que deja de serlo
para convertirse en atracción turística de masas ante la mirada perpleja y
desengañada de ese personaje como es Andrea Egger, sencillo y humano, que reflexiona en voz alta sobre su deterioro
físico (Me crece la espalda a continuación de la cabeza, se dice el
personaje al aceptar su ancianidad) ante el que es sencillamente imposible no
empatizar en todos sus estadios vitales.
Pero la película es,
además, una extraordinaria historia de amor, que se mantiene en el tiempo,
entre Egger y esa encantadora camarera de la cervecería llamada Marie con la
que desde el primer momento surge el flechazo (el director capta muy bien ese
primer cruce de miradas), un idilio que dura ochenta años, al que es fiel el
protagonista de esta historia conmovedora (el protagonista, ya mayor, rechaza a
la profesora bulliciosa cuya aula está encima de su dormitorio) y se convierte
en epistolar con su ausencia. Toda una vida es una narración que enlaza con
el romanticismo germano del XIX, muy enraizado con el paisaje.
Una ambientación perfecta
que se adapta a cada una de las épocas que retrata; una fotografía
extraordinaria de Armin Franzer que saca partido del paisaje y de los
interiores de las modestas viviendas campesinas; bien musicada por Matthias
Weber, y unos actores creíbles, desde los principales a los secundarios, que
envejecen ante nuestros ojos en esos ochenta años y atesoran en el surco de sus
rostros la rudeza de la vida en el campo, hacen de Toda una vida una
experiencia sencillamente mágica y muy física porque el director sabe trasladar
al fotograma el frío glacial del invierno, el calor vivificante del fuego, la solemnidad de un paisaje wagneriano y la
dureza de los trabajos en el campo. Habría que destacar la escena magistral del
alud, uno de los momentos cumbres de la película, en el que vemos al
protagonista arrastrarse desesperadamente sobre la nieve revuelta, con las
piernas quebradas, sirviéndose de los brazos y dos trozos de madera,
serpenteando monte arriba, para ver lo que ha sido de su casa.
momentos la película
parece un relato de infancia maltratada y explotada de Charles Dickens, en su
primer tramo, o una elegía rural de Thomas Hardy. El austriaco Hans
Steinbichler se sirve de un tratamiento clásico para una historia universal que
habla de la grandeza de esos hombres anónimos y sencillos, mimetizados con su
paisaje (Andreas Egger solo sale de su valle para ir a la guerra), que van
desapareciendo según su hábitat se transforma y son testigos de una época
pasada. Un film de una belleza y delicadeza (las escenas de amor entre Andreas
y Marie) extremas, un banquete para los sentidos y para todo aquel que aprecie
ese mundo rural que va desapareciendo ante nuestros ojos.
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