SOCIEDAD / ESCUPIRÉ SOBRE SU TUMBA
Escupiré
sobre su tumba
Boris Vian se convertía en Vernon Sullivan cuando abordaba la literatura negra, como John Bainville se transforma en Benjamin Black hoy en día. Pero no voy
a hablar del autor francés, ni de su novela más conocida junto a La espuma de los días, ni del británico ganador del Príncipe de
Asturias, ni de literatura negra pero sí de un período oscuro de la historia de
mi país, y lo hago al hilo de ese decreto ley del gobierno de Pedro Sánchez que llega muy tarde, con
muchos años de retraso, y tanto sarpullido está levantando entre buena parte de
la clase política y los medios de la caverna mediática. Exhumar los restos del
dictador Francisco Franco ha
desenmascarado ese franquismo, que muchos ingenuos creían residual, y ha
servido para comprobar el talante democrático del PP y Ciudadanos convertidos
en portaestandartes de ese rancio franquismo que permanecía sepultado en el
Valle de los Caídos.
Se
escuchan estos días frases chocantes (Francisco
Marhuenda llamando profanador de tumbas a Pedro Sánchez y negando el carácter fascista del dictador),
manifiestos de generalotes en la reserva que loan las virtudes castrenses del
dictador y rebuznos en las redes sociales que llaman directamente a la
violación y el asesinato de alguna roja lenguaraz que no tiene pelos en la
lengua y llama al gobernante asesino por su nombre. Hay quien recuerda, al hilo
de este desentierro, las atrocidades cometidas por los rojos, o quien se
despacha a gusto, como Eduardo Inda,
con Lluis Companys (víctima
asesinada por el franquismo), Dolores
Ibarruri La Pasionaria o Santiago Carrillo poniéndolos al mismo
nivel que el execrable dictador.
Voy a confesar algo sorprendente. No brindé con cava el día que Francisco Franco (la piltrafa sanguinolenta que los suyos trataban
de mantener a toda costa con vida) murió,
y no lo hice por dos razones contradictorias. Una, no brindo por la
muerte de nadie. Dos, murió en la cama.
Ahora
que está tan de moda eso del relato, hay quienes quieren reescribir la historia
y presentar al dictador Francisco Franco
como un mal menor que acabó con ese carcinoma de una república en la que
reinaba el caos y el desorden. Francisco
Franco, caudillo salvador de esa España de esencias patrias contra el
bolchevismo ateo. El médico que, para curar la enfermedad, mata al paciente.
Cierto que la república no era un bálsamo de aceite y que los asesinatos, como
el de Calvo Sotelo por guardias de
asalto republicanos, se sucedían a un
ritmo parecido a nuestra pacífica Transición, pero la solución quirúrgica fue
desatar una guerra incivil que causó un millón de muertos y dejar los restos de
ciento ochenta mil fusilados en las cunetas de las carreteras. Estoy
obsesionado por las estadísticas y la proporcionalidad. Mil es menos que un
millón. Una docena de miles, incluso, es menos que ciento ochenta mil.
Francisco Franco, como Augusto Pinochet, fue un militar golpista y traidor que se alzó
contra el orden establecido en una asonada militar que fue el preludio y
laboratorio de ensayo de la Segunda Guerra Mundial. La aviación italiana y
alemana fue muy decisiva para la victoria de los nacionales ante unos republicanos
poco cohesionados que se desgastaban en peleas internas siguiendo esa vieja
costumbre de fragmentación de la izquierda en la que todavía seguimos.
En las
guerras se cometen salvajadas por los dos bandos, pero la máxima responsabilidad
es del que inicia las hostilidades. Toda guerra, en sí misma, es una atrocidad.
Y vayamos por bandos para ir colocando muertos en las balanzas. Las sacas de
los republicanos de Paracuellos del Jarama, bajo el visto bueno de Santiago Carrillo, fue una lacra y un
asesinato a sangre fría de 2,500 prisioneros nacionales. Entre 3.000 y 5.000
civiles fueron asesinados cuando huían en la Desbandá de Málaga a Almería. El general Queipo de Llano alentaba a la violación masiva de rojas a sus soldados desde los
micrófonos de Radio Sevilla: “Después de todo, estas comunistas y anarquistas
de lo merecen, ¿no han estado jugando al amor libre? Ahora por lo menos sabrán
lo que son hombres de verdad y no milicianos maricas. No se van a librar por
mucho que forcejeen y pataleen”. Y así se hizo, sobre todo por parte de los
siniestros batallones marroquíes de las cabilas, integrados en la cruzada
cristiana, que violaban y asesinaban a sus víctimas, no siempre en el mismo
orden. Murieron miles de nacionales (1.800 sólo en Madrid), y anarquistas y
trostkistas, en las siniestras checas, previamente torturados, una página
infamante del bando republicano, pero el general Yagüe se cebó en Badajoz asesinando a cuatro mil personas en dos
días en su plaza de toros, a bayonetazos, cuchilladas, en una orgía de horror y
sangre en la que la legión y los batallones de moros se emplearon a fondo en el
arte de violar y mutilar: los moros, además, cortaban las cabezas de los
prisioneros para arrancarles posteriormente los dientes de oro, y castraban a
los soldados. Cruzada cristiana, se llamó, y fue bendecida por la jerarquía
eclesiástica. La iglesia, en España y en Argentina, estuvo al lado de los
golpistas.
Toda
guerra es un descenso al horror, abrir la puerta del infierno, y la de España
fue singularmente espantosa porque se mataban vecinos, familiares combatían en
bandos opuestos y se producían ajustes de cuentas. Pero, repito, la guerra
incivil fue la intervención quirúrgica
(un millón de muertos) que se le ocurrió a Francisco
Franco y a su banda de generales traidores para acabar con el desorden de
la república e instaurar durante 40 años la paz de los cementerios.
Nací el
año en el que el infame Queipo de Llano,
el que alentaba a la violencia sexual contra las mujeres rojas, moría y recibía
cristiana sepultura. Sufrí, como casi todos los niños de mi generación, el
adoctrinamiento del nacionalcatolicismo instaurado en las escuelas, un modelo
de educación carca que relegaba a las chicas a aspirar a su papel de ama de
casa, ser sometidas a su marido o estudiar comercio, las más afortunadas. A los
chicos nos sometían a diario a una disciplina militar en los patios de los
colegios en la que debíamos formar, permanecer firmes mientras subía el emblema
nacional del aguilucho y cantar el Cara al
sol brazo en alto. La letra entraba literalmente con sangre en las aulas.
Los maestros, los hermanos o los curas tenían licencia para pegar hasta la
saciedad a los alumnos díscolos o incómodos. Desde los púlpitos de las iglesias
los curas, los mismos que habían apoyado esa cruzada nacional, nos aterrorizaban
con las llamas eternas a los pecadores. La historia de España era completamente
tergiversada. El cine era un mero instrumento de adoctrinamiento para laminar
las culturas periféricas (vasca, catalana y gallega) e imponer el folklorismo
andaluz. En las casas se hablaba, en voz baja, contra los desmanes del
dictador, siempre con el miedo al chivatazo o que alguien afecto al régimen
escuchara esas palabras y metiera a toda la familia en un brete. Se vivía en un
estado terrorista de la mañana a la noche y la libertad de expresión se podía
ejercer de puertas adentro con reparos. Yo, niño, vivía con horror la noche del
domingo porque el lunes debería ir a la escuela franquista.
Luego,
cuando crecí, empecé a sentir la perniciosa influencia de ese régimen castrador
dirigido por un hombrecillo de voz atiplada que laminaba todas las libertades,
imponía el silencio, consideraba inapropiadas determinadas novelas, películas o
ensayos, así es que para tomar oxígeno había que ir a París, a la librería del
Ruedo Ibérico, y adquirir libros prohibidos que, para el régimen fascista, eran
tan peligrosos como las armas. Siempre nos quedó París.
La gran
frustración de los demócratas españoles que nos jugábamos el cuello fue no
haber conseguido derribar ese régimen autoritario que durante cuarenta años
hizo de España un páramo cultural y social, y siguió fusilando y encarcelando.
Nos faltó valor, seguramente, y no calibramos a ese férreo núcleo franquista
enquistado en la sociedad española que aún sigue defendiendo al dictador con
uñas y dientes, señalando sus aciertos (los pantanos; la seguridad social; no
habernos metido en la segunda Guerra Mundial) y olvidando sus atrocidades.
Porque la postguerra, y sus ciento ochenta mil fusilados, y la dictadura, con
sus encarcelados, torturados y asesinados, y el oscurantismo cultural, fueron
atroces. Aun no entiendo que no saliéramos de ese oscuro período traumatizados,
que no nos convirtiéramos en carne de psiquiatra.
La
represión siguió siendo feroz hasta el último suspiro del dictador. Ese
sanguinario y sanguinolento espantajo siguió dictando sentencias de muerte en
juicios sumarísimos sin garantías procesales, matando mientras se moría,
sorbiendo sangre ajena mientras se desangraba por dentro. Era un vampiro. Sangre
y muerte en las universidades, en las fábricas, en las calles de una España que
intentaba, sin éxito, sacudirse ese régimen dictatorial porque esa otra España,
la que hiela el corazón, aplaudía al general golpista y las armas las tenía él.
Media España sufría en sus carnes los porrazos y disparos de los grises, eran
golpeados con saña en los calabozos, y otra media España, que no queríamos ver,
vitoreaba al dictador en la Plaza de Oriente.
El
pasado vuelve cuando se va a desenterrar esa momia del Valle de los Caídos,
porque el pasado sigue vivo, y siguen vivas las heridas, las cicatrices, en esa
España irreconciliable. Yo no busco reconciliarme con esa España carca,
fratricida, inculta, anclada en el pasado, que no me interesa y la ignoro, con
la que nada tengo que ver salvo compartir un idioma común. Ese no es mi país
como esa, la rojigualda, jamás será mi bandera. No se puede pedir que la
víctima se abrace al verdugo, máxime cuando el verdugo no se reconoce como tal
y se enorgullece de serlo. No escupiré sobre la tumba de ese general traidor,
amigo de Adolf Hitler y Benito Mussolini, que arruinó la vida
de generaciones y laminó mi infancia, adolescencia y juventud, pero vaya desde
aquí mi desprecio más absoluto hacia él y todo lo que representa.
"Los perros", la novela negra
sobre el terror del apartheid.
¿Te atreves a leerla?
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