LITERATURA / EL APARTHEID SUDAFRICANO EN LOS PERROS
El
apartheid sudafricano
en
Los perros
Cuando
uno pronuncia la palabra apartheid da la sensación de que habla de algo muy
lejano en el tiempo, que ésa es una palabra en desuso, y no es así. El
apartheid, un régimen de segregación racial que separaba negros de blancos para
que no compartieran espacios públicos, persistió hasta 1992 cuando la situación
en Sudáfrica se hacía del todo insostenible por el boicot internacional y las
reiteradas condenas de todos los organismos internacionales. Sudáfrica, un país
gobernado por la minoría blanca de origen inglés y bóer (neerlandés), no solo
ignoraba a la mayoría negra del país sino que les negaba la ciudadanía (los
sudafricanos negros no eran sudafricanos), la propiedad de la tierra, los
derechos civiles, el sufragio universal, etcétera. Las ciudades sudafricanas
blancas estaban vedadas a los negros (entraban para limpiarlas) que vivían en
condiciones infrahumanas en los guetos. Las numerosas asonadas de la población
negra, lideradas por el Congreso Nacional Africano, movimiento de tendencia
comunista y revolucionaria dirigido por Nelson
Mandela, que pasó buena parte de su vida en presidio, eran reprimidas a
sangre y fuego. La policía y el ejército entraban en esos guetos (el más famoso
de ellos, por las matanzas perpetradas, fue el de Soweto), empleaban contra la
población negra toda clase de armamento letal y perros que destrozaban a
mordiscos a sus víctimas. La práctica de la tortura a la población negra era algo
habitual para la minoría blanca que lo consideraba normal ya que para ellos los
negros no eran personas sino cafres (el nombre de una de las etnias de ese
vasto territorio). Sudáfrica conservaba la mentalidad de los estados sureños de
Estados Unidos durante el esclavismo o el de los negreros españoles y portugueses
que traficaban con los negros que cazaban los árabes y los vendían para ser
embarcados en barcos de la muerte que los diezmaban por el camino. Mucho se ha
hablado del espantoso holocausto judío, pero se ha pasado de puntillas sobre
ese holocausto continuado de siglos, que ha mermado la población de África, y
del saqueo sistemático de los ingentes recursos naturales del continente. Ser
rico, paradójicamente, supone tener todas las cartas para ser miserable porque
los poderosos, los poderes fácticos internacionales de todos los tiempos,
ansían tus riquezas y harán todo lo posible para despojarte de ellas. África y
Latinoamérica estén llenos de ejemplos de que esto es un axioma que se cumple a
rajatabla.
Escribir
Los perros, a nivel emocional, fue
para mí tan tormentoso como escribir El
mal absoluto sobre el Holocausto. Todos tenemos nuestra parte tenebrosa,
nuestro lado oscuro del que nos sorprenderíamos desagradablemente si lo
dejáramos ir. A veces es un cúmulo de circunstancias políticas y sociológicas
las que hacen aflorar lo peor de nosotros mismos. Como novela thompsoniana que es podía haber
ambientado Los perros en el sur de
Estados Unidos, el que magníficamente retrata William Faulkner o Erskine
Cadwell en sus novelas, el que magistralmente, muchos años atrás, retrata Jim Thompson en su extensa obra
negrocriminal. Opté por Sudáfrica, En realidad Los perros es la transformación de un relato corto bastante largo
que sucedía en África y tenía ingredientes fantásticos. El relato tenía
posibilidades de crecer hasta convertirse en esta novela de 140 páginas que
Canalla Ediciones ha publicado.
La
creación es un proceso muy complejo, casi de alquimista, una probeta en la que
se introducen muchos elementos. En esa probeta se produce una especie de hecho
mágico. A veces creo que los escritores somos alquimistas de las palabras, que
las combinamos siguiendo un extraño designio exterior y con ellas armamos
nuestras historias. El más bonito piropo literario me vino de una apasionada
lectora: Mago de las palabras.
Excesivo, claro. Los autores de mapa seguro que me rechazan esa teoría, pero yo
no envidio sus sistema cartesiano, su rigidez arquitectónica a la hora de
edificar su obra con reglas rígidas en la cimentación, la elevación de los
pisos y la culminación de la cubierta final. En realidad yo no sigo reglas para
ser yo mismo el sorprendido por el resultado. Mi mudanza a un pueblo del Valle
de Arán, en el que vivo desde hace ocho años, y el descubrimiento de una casa
maldita, ayudó al redondear el corpus de esa novela que estaba creciendo y
giraba en torno al apartheid. Una noticia escalofriante en la prensa me regaló
el final buscado, la guinda del pastel envenado que es la novela. Hay perros en
la novela, y son como los perros que utilizaban los represores policías blancos
contra los negros: feroces y despiadados. Nada de caniches, Nada parecido,
siquiera, a mi querido dóberman Nick a quien dedico la novela. Y los perros del
título tienen un papel decisivo en la trama novelesca.
Los perros es una novela negra. En un doble sentido.
Pertenece al género, y además está ambientada en un país mayoritariamente
habitado por negros pero dominada por los blancos. Hay una frase de John Coetzee que me impresionó desde
que la leí y que él se aplicó. Los
blancos estamos solo de paso por África. Cierto. El mismo, después de ganar
el premio Nobel, se fue de Sudáfrica y su literatura perdió mordiente,
simplemente dejó de interesarme. A veces es necesario vivir en un lugar árido y
hostil, sentirte amenazado por el entorno, para alumbrar buenas páginas
literarias. Lo de Coetzee es una
constatación de esa teoría. Para mí el autor sudafricano murió el mismo día que
abandonó su país. Pero hay una referencia a él en la novela, precisamente, y no
muy halagüeña, por parte de uno de los personajes secundarios, el empleado de una
gasolinera.
En una
novela lo fundamental es la tensión dramática. Es algo que nadie me ha enseñado
pero que he ido aprendiendo a lo largo de mi experiencia literaria de algo más
de treinta años. Una novela tiene que nacer de un conflicto. Si no hay
conflicto, no hay historia. Al menos para mí. Por eso, y porque soy un novelista
negro, jamás escribiré la historia de un triunfador, a no ser que ese
triunfador, en el fondo de su ser, sea un fracasado y perciba que su triunfo no
le llena, algo que suele suceder. Aristóteles
Onassis podría ser el paradigma, un tipo inmensamente rico que de oro eran
los grifos de su yate. Su hijo murió en un oscuro accidente aéreo; su hija se
suicidó; y él murió solo sin que su esposa Jacqueline
Onassis ex Kennedy se dignara
cogerle la mano en ese tránsito. O la maldición de los Kennedy, esos hijos de papa que acabaron de mala manera. Así es que
de escribir una novela sobre un triunfador optaré por personajes outsiders. El
género negro, precisamente, se centra en los perdedores, en los que están fuera
del sistema, con los que suele empatizar la gente, curiosamente, que mansamente
acepta la dictadura del sistema. Ellos, los personajes de ficción, hacen lo que
nosotros no nos atrevemos a hacer. Los novelistas conseguimos eso sin correr
demasiados riesgos, aunque alguno, adelantado a su época, ardió entre el fuego
de sus libros.
Para
escribir Los perros, como para
escribir El mal absoluto, hube de
meterme en la cabeza de alguien que es diametralmente opuesto a mí: un racista
sudafricano. ¿Cómo es ese proceso? Magia, no hay otra explicación. No he matado
a nadie (o al menos no me han cogido con las manos en la masa); ni he
participado en orgias que yo recuerde, ni he navegado a América en 1492, pero
sin embargo me puedo sumergir en ese tiempo, reproducir ese ambiente lúbrico o
sentir el horror de administrar la muerte a un semejante. Como odio el
maniqueísmo (un libro maniqueísta lo cierro; una película maniqueísta, dejo de
verla) escribí Los perros desde el
punto de vista de un sudafricano para el que los negros eran basura de usar y
tirar y las negras podían ser utilizadas como un simple trozo de carne. En
cuanto a las violaciones, Sudáfrica no ha mejorado con el fin del apartheid,
tampoco en bienestar social pues los negros siguen siendo mayoritariamente
pobres. Si eres mujer en ese país tienes muchas posibilidades de ser violada a
lo largo de tu vida, lo raro es no serlo. Así es que me metí en la cabeza de
ese desagradable protagonista principal, el obeso empresario de palmitos en
conserva Paul Duncan, y comencé a pensar
como él, del mismo modo que me había metido años atrás en la cabeza del nazi
que protagoniza El mal absoluto. El
novelista hace un clic en su cerebro y puede ser otra persona. Puedes ser
Raskolnikof o la madre Teresa de Calcuta, aunque malas lenguas dicen que la beatificada
monja era un bicho de mucho cuidado, tanto como el papa que la subió a los
cielos. Quizá por eso escribo. Para ser muchas personas a la vez; para ser
heterosexual u homosexual si la historia lo requiere, asesino en serie o
misionero, conquistador de América o Vlad el Empalador. De hecho el mayor
piropo literario que recibí vino de una lectora de El mal absoluto que descolgó a altas horas de la noche el teléfono
y me dijo textualmente: Hijo de puta, me
has convencido del nazismo. Eso es no ser maniqueísta. No guiar jamás al
lector. No meter con fórceps en su mente discursos morales. Los libros no
cambian a las personas ni al mundo (Adolf
Hitler era un mediano lector; Karadzic
era un afamado poeta); la función de un libro
no es dar soluciones a los grandes problemas vitales sino abrir
interrogantes que cada uno debe ir contestándose. Así es que me puse en la
zafia cabeza del protagonista racista de Los
perros y fui, con él, arrostrando todo ese crescendo de acontecimientos que
le sobrepasan y se ceban en su entorno hasta el punto de que él se pregunta si
eso que hizo con cierta naturalidad estuvo bien o no, y si ese acto es el
desencadenante de ese rosario de atroces desgracias que vuelven su vida del
revés.
Una
novela, básicamente, debe entretener. Eso, los que cultivamos el género negro
lo tenemos muy claro. Manuel Vázquez
Montalbán esgrimió una frase genial que cada escritor debería seguir a rajatabla:
Escribo lo que me gustaría leer. Me
gustaría escribir como Fedor Dostoievski,
como Jack London, como Robert Louis Stevenson, como Julio Cortázar o como Malcom Lowry. Son mis maestros, algunos
de mis miles de referentes literarios de los que me ido alimentando. Somos
simples productos de nuestras lecturas de juventud y madurez, ellas nos han
impregnado por dentro. Podemos recordar, aunque hayan pasado siglos, cada uno
de los dramas de William Shakespeare,
no se nos olvida el argumento de La
Odisea, seguimos impactados por Crimen
y castigo, lo pasamos de muerte con La llamada de la selva. Un escritor debe
escribir para que su obra no resbale en el lector. La actual literatura que
vende el 80 por ciento de las editoriales es resbaladiza, light, políticamente
correcta, anodina e insípida. Da lo mismo leerla o no. Un libro tiene sentido
si conmociona, si golpea al lector, si, en ese tiempo que lo tienes secuestrado
entre tus páginas, le transmites emociones que le son ajenas. Asociar el arte
con la belleza es un error. Ahí está Lucien
Freud, Francis Bacon o Hieronymus Bosch para rebatirlo. Arte
es conmoción. Así es que yo estoy empeñado en conmocionar con cada uno de mis
libros.
LOS PERROS, la novela negra sobre el apartheid sudafricano que muerde y desgarra.
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