CINE / LA CASA DE JACK, DE LARS VON TRIER
Lars von Trier
Daba la sensación de que Lars von Trier había enmudecido tras el varapalo sufrido por la
impostada Nymphomaniac, una de sus peores
películas, cinta tramposa en las que sus ganas de epatar llegaban al ridículo,
y que el narcisista y ególatra director danés, maldecido por unas
desafortunadas y provocativas declaraciones favorables al nazismo en el
festival de Cannes, iba a sentar cabeza. Por suerte, no ha sido así. Un Lars von Trier sensato ni interesa ni
sería él.
La casa de Jack,
que hace referencia a esa casa junto al lago que el arquitecto Jack (Matt Dillon), jamás llega a construir, salvo
al final, porque una y otra vez la
destruye, es una fábula gore sobre la creatividad del propio Lars von Trier, el arquitecto de una
filmografía rompedora, a veces grandilocuente
y wagneriana, otras, chapucera. Jack, además de arquitecto con dudas
sobre su profesión, que se replantea una y otra vez la función de la arquitectura
a través de los siglos (allí está la sombra alargada de Albert Speer, el arquitecto del nazismo, también convidado en forma
de imagen documental al film del danés) es, sobre todo, un sádico asesino en
serie, uno de los muchos monstruos psicópatas que produce la sociedad americana
que tanto odia Lars von Trier hasta
el punto de rodar este film, ambientado en Estados Unidos y protagonizado por
un actor norteamericano, en territorio europeo porque se ha impuesto no pisar
el Nueva Mundo. Jack, un asesino discursivo y culto, no solo mata de forma
atroz a sus víctimas, todas femeninas, porque él, como varón, se considera
damnificado de esa feminización extrema de la sociedad (El hombre tiene la culpa de todo, va diciendo mientras asesina), sino
que estructura discursos filosóficos, mientras estrangula, secciona pechos,
hunde estiletes en el corazón de sus desvalidas víctimas, y habla sobre el
motivo de sus atrocidades (Las mujeres a
las que mata se lo merecen, por estúpidas, es su reflexión) con Verge (Brumo Ganz), una especie de confesor invisible y voz de una
conciencia que carece.
Ese tratado cinematográfico sobre el asesinato como una de
las bellas artes, que podría remitir a Thomas
de Quincey si fuera más elegante,
dividido en episodios, uno por cada una de sus víctimas (aunque haya
matado a muchas más como atestigua su cámara frigorífica rebosante de
cadáveres), se estructura en incidentes
como si fueran capítulos, y cada incidente es un asesinato atroz. Si en el
primer incidente, el que protagoniza Jack con una histérica conductora que ha
pinchado rueda en una carretera (Uma
Thurman), el tono paródico, en claro homenaje tarantiniano, lo hace
digerible por su carga de humor siniestro, el resto de los asesinatos, morosos
y sádicos, no son otra cosa que una banalización de la violencia. El penúltimo,
el de una neumática muchacha a la que el protagonista y verdugo llama Simple (Riley Keough) es quizás el más atroz de todos ellos, el más
hiriente. Lars von Trier relaciona
voluptuosidad física, cabello rubio y sex appeal con estupidez. Simple alimenta ese cliché machista de
la rubia tonta y así su muerte será de las peores.
Quizá, para sacarse el sambenito de sádico asesino de
mujeres, y de niños, porque también caza niños como si fueran meros trofeos
para luego congelarlos y convertirlos en obra de arte (como esa infame
exposición de cadáveres chinos llamada Body’s
que debería estar prohibida en todo el mundo), Jack, en su último incidente,
recurre a victimas masculinas cuyas cabezas alinea en recta para comprobar si
una bala Full Metal Jacket, como las
de La chaqueta metálica de Stanley Kubrick, es capaz de atravesarlas
en un único disparo. Aquí el humor aflora cuando el arquitecto asesino protesta
ante el vendedor de la armería por esa bala defectuosa.
Lo más molesto de este film largo, burdamente provocador,
injustificadamente gore, es ese envoltorio discursivo y filosófico que le
quiere otorgar su director. Mientras Jack estrangula, apuñala, destroza caras
con el gato de un coche o amputa senos femeninos, habla sobre arte,
arquitectura, filosofía o historia con ese Verge que, en las últimas escenas
del film, descubrimos que es Bruno Ganz.
Lars von Trier, creador absoluto, se
cree más allá del bien y del mal, aunque en la última y mejor secuencia, tras
un recorrido documental por todas las monstruosidades del pasado siglo, Hitler
y Holocausto incluidos, se deje llevar al infierno de Dante de la mano de ese
Virgilio que es Verge.
Dice Lars von Trier,
en su descargo, que ese es un final moral al que él mismo (intercala imágenes
de todas sus películas, por si alguien dudaba de que todo giraba sobre su figura) se condena al fuego
eterno. Es en esas escenas dantescas finales, en las que el director de Melancolía, echando mano del video arte,
recrea el cuadro El naufragio de la
Medusa de Theodore Géricault,
que el film adquiere una cierta belleza plástica. Quiero que La casa de Jack sea mi película más moral hasta la fecha,
dice Lars von Trier. Y no deja de
ser otra de sus provocaciones para indagar sobre los límites de la violencia (El
danés se los salta todos y banaliza el mal) en el cine y la resistencia del público..
La casa de Jack está construida con cadáveres en una diabólica arquitectura
del mal próxima al nazismo que exige el sacrificio del individuo frente a la totalidad,
para la construcción de la casa nación. Caos por caos me quedo con el de Mother de Darren Arafnosky, otra reflexión sobre la creación y los límites
del arte, mucho más divertida.
YA A LA VENTA EL BOSQUE SIN LÍMITES, MI LIBRO 49
Euskadi
en los años del plomo. Ha llegado la democracia a España pero ETA sigue matando
y el estado desencadena una guerra sucia contra ellos a través de los GAL. El
socialista Enrique Casas es asesinado por los Comandos Autónomos
Anticapitalistas, una escisión ácrata de ETA (pm), mientras ETA (m) asesina al
general Quintana Lacaci en Madrid. En ese contexto crispado y violento, el
joven Ugaitz, es admitido en el entramado de la Organización para participar en
acciones armadas en una arriesgada decisión que toma la banda terrorista: el
joven bilbaíno es hijo de un alto mando del ejército español, el teniente
coronel de Intendencia Rodrigo Méndez destinado en el cuartel de Garellano.
Ugaitz, apadrinado por Ander, un viejo amigo de su cuadrilla, disuelta por
desavenencias ideológicas, se adentra en esa vorágine violenta que durante
tantos años sacudió a la sociedad vasca y tanta muerte y dolor causó y emprende
un camino sin retorno que le conduce a una encrucijada dramática.
En El bosque sin límites, novela que forma
una especie de tetralogía alrededor del terrorismo etarra tras La
caraqueña del Maní, Tu corazón, Idoia
y Cazadores en la nieve, José Luis
Muñoz, uno de los valores más consolidados de la narrativa negro/criminal de
este país, aborda la problemática del terrorismo y su desgarro social en una
novela trepidante que huye de todo maniqueísmo. Un relato novelado sobre
nuestra historia más reciente.
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