CINE / LÁGRIMAS EN LA LLUVIA
LÁGRIMAS EN
LA LLUVIA
Siempre me gustó Rutger Hauer, aunque nunca llegara adónde se merecía por su
talento. Siempre me pareció un tipo que iba por libre, libertario, no sujeto a
los corsés que impone su profesión, lejos de ese falso glamour de las pasarelas
de los festivales de cine. Creo que nunca lo vi con smoking. Ese era un punto a
su favor. Ni era un chico bueno. Ese era otro punto a su favor, aunque no
llegara a lo canallesco como Oliver Reed
que murió en pleno rodaje de El reino
de los cielos a consecuencia de una letal borrachera. Pero si Rutger Hauer estaba cerca de alguien
era precisamente de ese tipo pendenciero que lucía con orgullo una cicatriz que
le surcaba la mejilla. Al Rutger Hauer
más auténtico lo conocí en Delicias
turcas que se vendió como una película erótica subida de tono porque sus
protagonistas se pasaban buena parte del film sin ropa y dándose placer
corporal en los más diversos escenarios. La película más rompedora de Paul Verhoeven con la que consiguió el
Oscar al film de habla no inglesa y su pasaporte de ida y vuelta para
Hollywood. Delicias turcas respiraba
frescura y naturalidad, era una alegoría sobre la corrupción de la carne,
visceral, y una elegía al carpe diem.
En un instante la muerte trunca la vida, sin previos avisos, y toda esa alegría
de vivir carnal de los protagonistas se venía abajo. Rutger Hauer, testosterónico, con su cabellera larga color platino,
su cuerpo musculoso y sus modales gamberros, estaba sublime, era un encantador
malote. Su salto a Hollywood, a pesar de ser el ángel que robaba protagonismo a
Harrison Ford en Blade Runner, no acabó de cuajar. La
película de Ridley Scott, la más
celebrada de su director, se convirtió con los años en un film de culto y la
frase del replicante Rutger Hauer, espléndidamente
fotografiado, rescatando de caer al vació a Harrison Ford y su fraseado poético antes de expirar, ya forman
parte de los momentos estelares del séptimo arte. Su carrera en Hollywood se
movió dentro de la discreción. Al mismo tiempo que protagonizaba una película
blanca sobre la Edad Media con Michelle
Pfeiffer, Lady Halcón, a las
órdenes de Richard Donner, ofreció
su contrapunto oscuro en Los señores del
acero, de nuevo con su mentor Paul
Verhoeven, en donde ejercía de malo simpático que salvaba de una violación
múltiple a Jennifer Jason Leigh
violándola y reclamando su exclusividad. Trabajó más veces con el director
holandés, con André Delvaux, hasta
con Sam
Peckinpah en una de sus
obras menores, Clave Omega. Fue un estajanovista
del cine que intervino hasta en 104 películas, casi siempre de secundario, pero
yo no lo volví a ver hasta El molino y la
cruz del polaco Lech Majewski,
que nos introducía en un cuadro de Pieter Brueghel “el Viejo” que el actor holandés interpretaba, pero Rutger Hauer pasará a la historia como
ese replicante perfecto, puro músculo, que antes de expirar recitó un monólogo lírico
en Blade Runner y añadió, por su
cuenta y riesgo: “Todos esos momentos se perderán en el tiempo, como lágrimas
en la lluvia. Es hora de morir”. Quién sabe si esa fue también su última frase antes
de expirar.
Comentarios