CINE / LA MUERTE DE LUIS XIV, DE ALBERT SERRA
Solo alguien embebido de sí mismo puede ser capaz
de hacer películas como las del realizador catalán, o francés, Albert Serra
(Banyolas, 1975). Filmar, casi en tiempo real, la agonía de Luis XIV —tenía que
ser una performance en el Centro Pompidou— es toda una heroicidad y un desafió
al posible espectador. Hacer la película sin salir del aposento real y mediante
una serie de planos secuencias a cámara fija en cuyo escenario panorámico van
entrando los distintos componentes de este drama suntuoso de época, es un
ejercicio de estilo al que nos tiene acostumbrado el director de Pacifiction.
Radicalidad absoluta la de este director que hace sus películas sin pensar en
el espectador.
No sé si la taquilla de sus filmes es suficiente
para que se embarque en nuevos proyectos o bien se sirve de su prestigio de
enfant terrible ganado a pulso, sobre todo en el país vecino, para llevarlos a
cabo. El cine de Albert Serra, moroso, lento, inmensamente aburrido para un
espectador convencional, tiene, sin embargo, algo de hipnótico una vez que se
acepta el juego y uno se deja llevar por él sin ofrecer resistencia. ¿Genio,
como el mismo llega a definirse en algunas de las entrevistas boutade, o impostor?
El director catalán, o francés, filma con absoluto
rigor en esta ocasión la agonía de Luis XIV, el ocaso del Rey Sol, que ya en
los primeros minutos muestra una movilidad reducida. El monarca, envejecido y
cansado bajo una aparatosa peluca, no se levanta de su lecho mortuorio, solo
ingiere agua y es atendido en todo momento por el servicio y los camareros
puestos a su disposición las veinticuatro horas del día que lo velan. Por su
aposento pasan médicos, que se interesan por su estado de salud —una pierna que
le duele—, profesores de la facultad de medicina de la Sorbona y hasta un
charlatán de feria que ofrece un elixir a base de semen y sangre de toro para
revitalizarlo. La pierna del rey, a pesar de los ungüentos y vendas que le
ponen, se gangrena y el fin es ya irreversible cuando acuden, en sustitución de
los médicos, sacerdotes, obispos y cardenales que lo reconfortan espiritualmente
para pasar a mejor vida.
Albert Serra arma un discurso mortuorio sobre la
degradación física del monarca. ¿Está filmando, por extensión, la decadencia de
una institución inútil y obsoleta como es la monarquía? Puede. La corte, que
rodea la cama, aplaude al Rey Sol en su ocaso absoluto cuando consigue injerir
algún alimento, un pequeño sorbo de caldo; unas damas le piden que las acompañe
fuera de la habitación y él, desde la cama, pide un sombrero para ponérselo y, a
continuación, quitárselo y saludar educadamente a ese grupo femenino. Una
comedia grotesca lo que sucede en esa cama-escenario mientras los nobles
cuchichean entre ellos sobre el futuro del reino y el rey, que sabe que se está
muriendo, se desentiende de las cuestiones de estado y pide que su corazón
repose junto al de su padre.
El yacente, desde el minuto uno de La muerte de
Luis XIV, carece de vida, de expresión, es una simple máscara cerúlea su
rostro y su cuerpo, torpe y deforme, una envoltura molesta que poco a poco va
siendo devastado por la enfermedad. En un momento determinado Luis XIV
reivindica el cerebro sobre ese cuerpo inútil que no sirve para nada ya salvo
proporcionarle dolor. Asistimos en directo a una muerte en primer plano y
Albert Serra nos adjudica ese papel de voyeur para el que está hecho el cine.
Mientras somos testigos de esa agonía aburrida y
lenta, tan lenta como el ritmo inexistente de la película, del que el director
prescinde a conciencia como seña autoral, no podemos evitar en pensar en la
nuestra y en desear que sea mucho más rápida que la del empelucado monarca
francés. A veces, el mundo exterior se filtra en esa cámara claustrofóbica en
forma de marcha militar que llega desde el jardín del palacio, o conciertos que
los músicos reales dan fuera de la cámara para que le lleguen los acordes y
hagan más plácida el tránsito, pero el rey no les presta mucha atención, como
tampoco a una tormenta cuyos truenos se escuchan. No pasa nada absolutamente en
pantalla más que esa morosa marcha hacia la nada de un cuerpo agotado y falto
de toda sensibilidad en el que se mete ese icono de la nouvelle vague que fue
Jean Pierre Leaud en un papel que no exige de él más esfuerzo físico que el de
poner cara de premuerto y finalmente de muerto en una cama que es su escenario
único. La película termina con la evisceración del cadáver, perdonen el
espóiler. Somos simple y perecedera materia y no queda nada que trascienda
aunque se trate de un rey salvo el legado político o artístico que haya dejado.
¿Tomadura de pelo o genialidad absoluta esa
sucesión de secuencias a cámara fija fotografiadas como si una persistente
bruma invadiera el aposento real y faltara iluminación? Pues no lo sé, pero me
ha mantenido enganchado.
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