CINE / MANTÉN LA VISTA EN EL DÓNUT, NO EN EL AGUJERO

 


Dicen que los artistas alcanzan la eternidad, pero lo cierto es que solo sus obras son eternas y ellos mueren como todos los mortales. Escribo este obituario noqueado por la noticia de la muerte de David Lynch (1946-2025) que siguió fumando hasta el último momento (en las escenas de sus películas irrepetibles se olía el tabaco, se veía el humo, como si resucitaran los filmes noir de los 50 en los que todos los personajes masculinos fumaban y bebían whisky) y él empezó a hacerlo a los ocho años, con pantalón corto. Me pellizco hasta sangrar porque ya no podremos disfrutar de su cine los que lo amábamos por su rareza y nos fascinaban sus imágenes que nos trasladaban a una dimensión tan extraña como desconocida. Un cineasta que genera adjetivo: lynchiano. Pocos alcanzan esa categoría. Un cineasta adictivo. Un viaje lisérgico cada una de sus películas sin ingerir ningún ácido.


Topé con David Lynch en Cabeza borradora, una pesadilla angustiante, en blanco y negro, que atrapaba de forma misteriosa, en un ya lejano 1977. Te succionaba el cerebro la estrambótica película que bebía de Kafka y tenía textura industrial. Era como si Francis Bacon dejara los pinceles y se pusiera a rodar una película. Marca de la casa, pensé luego, cuando empecé a conocerlo. No había que entender nada, solo dejarte transportar por sus imágenes y sonidos en una ceremonia inmersiva. El hombre elefante casi se puede considerar, a pesar de la monstruosa caracterización de John Hurt como John Merrick, una de sus películas más tradicionales, aunque por allí pivotaba Tod Browning y sus criaturas circenses de La parada de los monstruos en medio de un reparto de campanillas en donde estaban Anthony Hopkins, Anne Bancroft (su marido Mel Brooks produciendo) y John Gielgud, y un Oscar a su espalda. Esta fue su película más clásica junto a Una historia verdadera, que realizó mucho más tarde quizá para demostrar que también era capaz de narrar una película con pies y cabeza, que se entendiera, salir de su alucinada zona de confort personalísima.


No sé quién le convenció, o sí (Dino de Laurentis), para llevar a la pantalla grande la novela futurista de Frank Herbert Dune, pero de ese megaproyecto salió escaldado: no era un Ridley Scott para jugar a épica futurista, ni un Denis Villeneuve que lo hizo infinitamente mejor muchos años después. Ese Dune, que fue un fracaso rotundo, estaba mal rodada y tenía un diseño de vestuario de lo más cutre, podría haber hundido su carrera, pero no. Dos años después se saca esa espina cinematográfica con las pinzas de una de sus películas más magistrales e hipnóticas, un cruce entre fantasía y género negro: Blue Velvet. Con ella regresaba al inicio, a esa Cabeza borradora, se dejaba llevar por el instinto, prescindía de toda lógica, utilizaba una tonalidad de pesadilla, unos azules y rojos brillantes y electrizantes, sacaba partido a una femme fatal y sensual que era Isabella Rossellini, que enamoraba y de la que se enamoró el propio genio, y se alió con la música de Angelo Badalamenti con quien formaba un tándem perfecto. ¿Recuerdan esa oreja cortada con hormigas que salían de su interior? ¿El regante que muere de un ataque al corazón manguera en mano? ¿Los bomberos que saludan desde sus camiones? Los jardines de casas felices de urbanizaciones perfectas ocultan secretos siniestros y personajes perversos. Mucho Dalí en esa película mágica e hipnótica. Allí te luciste, James Stewart marciano, estabas muy inspirado y eso que solo fumabas ese tabaco que te ha llevado bajo tierra. Pero luego vino Corazón salvaje, bastante floja por cierto a pesar de su violencia arrolladora a lo Gaspar Noe de Irreversible y la Palma de Oro que consiguió en el Festival de Cannes, fallida quizá debido a sus protagonistas que te distanciaban de la pantalla, a esa Laura Dern, a la que nunca le vi ninguna gracia, y a Nicolas Cage, puede que el peor actor norteamericano vivo a la altura de Víctor Mature muerto. David Lynch no era tan perfeccionista como lo fue Kubrick, a quien admiraba tanto como a Jacques Tati, Werner Herzog o Ingmar Bergman. El genio desbarraba de vez en cuando. Pero luego renacía.  


Y llegó en 1990 su consagración absoluta, la serie de culto Twin Peaks que tuvo enganchado a toda una generación de espectadores junto al televisor, capítulo tras capítulo, fascinados por la muerte misteriosa de Laura Palmer, la necrofilia que generaba esa cara pálida emergiendo de una bolsa de plástico mortuoria, la música de Angelo Badalamenti, los ires y venires de ese agente de policía tan extraño y marciano como era Cooper que lo interpretaba un actor de cara difícil y nombre impronunciable, Kyle MacLachlan, y ese pueblo perdido y mágico de la América profunda, Twen Peaks, que eran North Bend y Snoqualmie, en el estado de Washington. David Lynch, para su serie fetiche, recuperaba nada menos que al protagonista olvidado de West Syde Story, el almibarado Richard Beymer, y le regalaba el suculento papel de padre de Laura Palmer. Allí peligró el genio de Missoula, la ciudad del estado de Montana en donde nació, rozó una enorme popularidad que lo pudo pervertir y convertirlo en un realizador convencional. Ya has hecho de las tuyas, David, ahora ponte serio y vuelve al redil. Pero no. Lynch es un Mustang salvaje que galopa a su aire.


Dos años más tarde, con retales de la serie, porque Lynch era de los que no desdeñaban ningún fotograma, era un tacaño fílmico que todo lo aprovechaba, construyó Twin Peaks, camina con el fuego en donde desentrañaba algún misterio oculto en la serie genuina para los que no habían captado ese incesto padre hija y reconstruía la escena del burdel: un padre que se va de putas y encuentra en la cama a su hija. En el fondo en las películas de Lynch pivota siempre lo pecaminoso, hay una cierta seducción por lo prohibido. Y se embarca luego en Carretera perdida, un thriller tan agobiante y asfixiante que cuando la vi en el cine Verdi de Barcelona y salieron los títulos de crédito era incapaz de encontrar la salida, y lo mismo les ocurría al medio centenar de espectadores que llenaba la sala: tan perdidos como su protagonista Bill Pulman. El efecto Lynch trascendía lo estrictamente cinematográfico, se convertía en una vibración muy extraña, en una presencia malsana y vampírica que alteraba las conductas de los espectadores vampirizados y producía escalofríos en la nuca. Eso se repetía en Mulholland Drive, otra fascinante historia en la que brillaban dos bellezas inquietantes por su ambigua sexualidad: Naomi Watts y Laura Harring, una rubia y otra morena y absolutamente carnales ambas. ¿Se besaban y acariciaban o lo he soñado?


Tras la críptica Inland Empire, una pesadilla de casi tres horas, musicada por él mismo, en la que reunía en un reparto espectacular a Laura Dern, Harry Dean Stanton, Jeremy Irons, William H. Macy, Julia Ormond, Mary Steenburgen, Nastassia Kinski y Naomi Watts, se tenía la sensación de que el genio de Montana iba a tirar la toalla. Costaba entrar en esa larguísima película que remitía a la primera que realizó, tenía aires de pesadilla y aterrorizaba en algunos de sus planos. ¿Había conejos delante de un televisor? No lo recuerdo. No se entendía. Pero es que su cine no era para entender, tenía otra dimensión. ¿Filmaba sus sueños? Hubo críticos que lo dieron por amortizado, que dijeron que había llegado demasiado lejos y se había agotado. Lynch ahogado en sus propios delirios. Aún se atrevió con una segunda temporada de Twin Peaks, más desatada, infinitamente más surrealista que la primera, llena de humo y humor, una gozada para lynchianos y adictiva como el tabaco que poco a poco iba matando a su director: setenta años metiendo humo en los pulmones son muchos. ¿Cuántos miles de cigarrillos? Su última obra de ficción es un corto, What Did Jack Do?, de 17 minutos en donde el propio realizador metido a investigador interroga a un mono que ha asesinado a un pájaro. ¿Qué? ¿Seguro que era tabaco lo que fumabas?  


David Lynch en estado libérrimo trascendía lo estrictamente cinematográfico y hacía lo que le daba la gana. Lo demostraba en documentales en los que aparecía con su aire de James Stewart bajado de Marte y cigarrillo humeante pegado a la boca paseando su metro ochenta desgarbado de estatura por el taller en donde montaba artefactos, pintaba, componía música y diseñaba muebles alejado ya del cine. Ya había dicho todo lo que tenía que decir. Aún tuvo humor para ponerse un parche en el ojo y ser John Ford en el único plano que valía la pena de Los Fabelman, la espantosa película de Steven Spielberg, lo único que se salvaba de la ñoñería fílmica de su colega, y decía una frase ingeniosa al cierre, a segundos del The End: “Cuando el horizonte está en el fondo es interesante. Cuando el horizonte está arriba es interesante. Cuando el horizonte está en medio es aburrido y soso”. En 2019 la academia de Hollywood le concedía el Oscar Honorífico.


David Lynch es (aunque recién muerto sigue muy vivo en nuestro imaginario) el cineasta de lo inconsciente. Su cine permanece pegado en alguna zona de nuestro cerebro, incrustado, humeante, y resucita con un clic. No sabemos explicar sus argumentos, pero retenemos sus imágenes, las soñamos, nos envuelven sus atmósferas malsanas y sórdidas que nos llevan a nuestras propias zonas oscuras. Podrían escribirse tratados sesudos sobre los significados de las cortinas rojas, los enanos, las sombras, el ajedrezado de los suelos…Y quizá se carcajearía como le pasaba a Luis Buñuel cuando algún sesudo crítico psicoanalizaba sus películas. No aspiró a gustar al gran público este director que hacía cine pensando en sí mismo porque cuando pensaba en el receptor (Dune) desbarraba. Era / es un excéntrico que se permitió el cine norteamericano y que quedó arrinconado por propia voluntad porque no se plegaba a una industria de encefalograma plano, palomitas y superhéroes. David Lynch seguía firmemente aferrado a su mundo, fiel a él, enloquecido con sus fotogramas, enloqueciendo a sus espectadores. No tendremos más películas alucinógenas de este creador inclasificable. “Mantén la vista en el dónut, no en el agujero”, dicen que dijo, y es una de sus frases brillantes. John Ford preguntó si alguien tenía un cigarro antes de meter el pie en la tumba. David Lynch se desvaneció como sus protagonistas misteriosos en una ciudad de Los Ángeles humeante, arrasada por el fuego, como en una de sus pesadillas cinematográficas tan lynchianas. ¿Los Ángeles ardiendo de cabo a rabo no es su última película?      

El infierno de Dante, el de una fosa común en donde caen los fusilados, el de un avión que se estrellará, el de un violador que tiene en su esposa un aliado, el de un obediente súbdito que cumple a ciegas las órdenes, el de un atracador al garito de un ruso que se enamora de una prostituta colombiana, el del que se compra un coche infernal y se va al infierno, el de que va a parar sin saber cómo a la ESMA, el del que expone en la mejor galería de Múnich estando vivo, el del cocinero chino cuya paciencia se acaba, el de que no acaba de saber si está ardiendo o todo es una pesadilla, el del que encuentra un cadáver a su lado cuando despierta, el del que le tira los tejos a un travesti sin saberlo, el del padre asesino que adiestra a su hijo en su oficio, el del que ve cómo aparece un cadáver tiempo ha enterrado y revive su siniestra historia, el del que huye de la represión franquista en tren, el del sicario que no pudo matar a un niño, el de esos trenes que van y vienen a lo largo de su vida, el de un sospechoso inspector de policía cubano, el del cazador cazado, el del que ve crecer hierba en una piscina mítica, el del que quiere ser incinerado en el Valle, el del que ve abrir esa última puerta, el del que queda prendado por una rubia en un bar, el del sicario que falla todos los disparos, el del que se pasea por Nueva Orleans, el del que no aprieta el gatillo y el del que aprieta el gatillo y se harta del calor de la Costa del Sol. Todos los infiernos  en un solo libro: "Los infiernos" (Vencejo Ediciones, 2024).









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