CINE / COLD WAR, DE PAWELL PAWILKOWSKI
COLD WAR
Pawell Pawilkowski
Parece
haber dos Pawell Pawilkowski (Varsovia, 1957); uno que desarrolló el grueso
de su carrera en el Reino Unido, en donde se formó — Oculta pasión, con Ethan Hawke y Kristin Scott Thomas; Mi
verano de amor con Emily Blunt y
Paddy Considine; The Stringer, Last Resort, etc. — y el que vuelve a sus orígenes polacos. El primero
pasaba sin pena ni gloria; el segundo acapara todos los premios y el respeto de
la crítica.
Cold War o los desgarros de esa enfermedad llamada
amor. Inevitablemente le viene a uno a la cabeza Lunas de hiel de Roman
Polanski, Lo importante es amar
de Andrej Zulawski o Tres colores de Krzysztof Kieslowski, y son tres directores polacos, casualmente o
no. Pawell Pawilkowski, tras el
éxito internacional de Ida, Óscar a
la mejor película extranjera, compone (porque la música en la película es
fundamental) un film sobre el sinsentido del amor entre un profesor y
compositor, Wiktor (Tomasz Kot), y
una voluptuosa y desinhibida muchacha de campo llamada Zula (Joanna Kulig, que ya había intervenido
en Ida y Oculta pasión del director polaco), que, para redimir una pena de
cárcel por intento de asesinato de su padre, ingresa en una escuela de danza y
música tradicional para exaltar el folklore patriótico. Una historia de amor que perdura entre
encuentros y desencuentros, simultaneándose con otras parejas —¿Con quién has estado? le pregunta a Wiktor su amante francesa; Con la mujer de mi vida, le responde sin tapujos—, y ante la que finalmente
acabarán sucumbiendo como en una tragedia griega en la que los personajes no
escapan a su destino.
Pawell Pawilkowski, a través de la magia del relato
amoroso, repasa la historia de Polonia desde la década de los cuarenta, recién
acabada la Segunda Guerra Mundial, bajo
la tutela del camarada Stalin, a la década de los cincuenta. Lo político
impregna la música —el
folklore campesino debe orientarse hacia el panegírico propagandístico y
socialista— y las relaciones sentimentales —Wiktor se exilia en Francia,
huyendo del realismo socialista; los amantes se reencuentran en las giras
internacionales que la compañía de danza efectúa en el extranjero—.
La más
perfecta historia de amor es la que jamás se materializa. Los dos amantes
apenas convivirán un corto periodo en una modesta buhardilla de París después
de que el músico haya cruzado al Berlín occidental, esperando en vano que ella
lo acompañe, cuando todavía no había
muro. Wiktor, enamorado de la voz de su amante, se empeña que grabe un disco
con canciones de la poetisa Juliette (Jeanne
Balibar). Zula sospecha un affaire sentimental entre su profesor de música
y la estilizada francesa y como venganza juega a la promiscuidad durante una
fiesta —baile
enloquecido con todos los varones—, se acuesta con el productor discográfico
Michel (Cédric Kahn) y desaparece
tras la grabación del disco. Wiktor da rienda suelta a su dolor desbarrando con
un solo de trompeta en la cava de jazz en donde toca habitualmente: la música
como transmisora de emociones y paliativa del dolor.
La
música es muy importante en un film que se abre con las imágenes insólitas de
unos campesinos que tocan sus rudimentarios instrumentos mientras entonan
canciones populares y Wiktor y su ayudante Irena (Agata Kulesza, la suicida de Ida)
graban sus sonidos en un magnetofón. Zula sale de ese ambiente, pero es
especial. ¿Por qué apuñalaste a tu padre?
le pregunta, antes del roce físico, un Wiktor ya fascinado por su
descubrimiento artístico. Porque me
tomaba por mi madre, contesta. Y, en otro momento le pregunta ella a él: ¿Le interesan mis cualidades musicales o yo
en general? Wiktor y Zula, desde el primer cruce de miradas en la academia,
cuando ella canta ante él y la seleccionadora Irena, con quien éste tiene una
relación, están condenados a enamorarse a pesar de ser incompatibles, y ahí
está el conflicto.
El film
sobre estos dos enamorados tormentosos y distantes, intermitentes, llega a su
cenit cuando Zula, con una espantosa peluca morena y muchos kilos de más,
interpreta un vulgar vodevil mexicano sobre un escenario de segunda fila. Han
pasado años y la voluptuosa campesina se ha casado con Kaczmarek (Borys Szyc), el oligarca del régimen
que siempre estuvo allí y le ha acompañado en sus giras, el contacto
imprescindible para sacar a Wiktor del gulag a que ha sido condenado por
antipatriota cuando decide regresar a Polonia por amor. Los amantes se citan en
los lavabos del teatro. Sálvame de esto,
le ruega ella, con desesperación, mientras se desprende de la peluca morena. Y
los dos se salvan y se condenan por amor.
Pawell Pawilkowski vuelve al blanco y negro,
porque no encontraba otro color para retratar esa época gris de su país, de la
que huye Wiktor a través de su afición por el jazz (el ansia de libertad a
través de la música anárquica frente a la rigidez del realismo socialista) y a la
pantalla cuadrada que hace converger la mirada del espectador sobre los
personajes sin distracciones laterales.
En el
plano interpretativo el director polaco consigue de sus actores miradas de
intensidad dramática que hace que huelguen muchas veces las palabras. El rostro
pétreo y varonil de Tomasz Kot es el
contrapunto perfecto a la espontaneidad y sensualidad que transmite el de Joanna Kulig. Cuando Zula baila en un
escenario europeo y descubre entre los espectadores a Wiktor su rostro trasmuta,
pierde la sonrisa impostada. Los dos protagonistas eclipsan al resto del
reparto.
Quizá Cold War, título irónico sobre la guerra fría, no llegue al perfeccionismo
y la emotividad de Ida por el abuso
de la elipse (Wiktor en el gulag, por ejemplo, y sin solución de continuidad en
el cabaret en la siguiente secuencia), la reiteración encuentro/desencuentro de
la pareja protagonista y un final que, desde mi punto de vista, chirria, pero constata que el premiado Pawell Pawilkowski es uno de los
directores más interesantes del momento mientras siga haciendo cine en su
Polonia natal.
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