PAISAJES

ESPEJOS Y COCOTEROS,
CIVILIZACIÓN Y SELVA.

José Luis Muñoz (texto y fotos)


Amanece en el Dowtown, el centro financiero de la ciudad, en donde los rascacielos de los hoteles compiten en belleza y altura con los de los bancos que aguantaron el embate de la crisis. Ya, a esa hora, el cromatismo del cielo resulta espectacular con esos tonos pastel que recupera, de nuevo, al atardecer. Silencioso, el bus monorraíl, emprende el rito de sus viajes periódicos por su entramado de puentes que surcan la ciudad y se entrecruzan con las numerosas autopistas.
Si tuviéramos que contabilizar los rascacielos de Miami nunca acabaríamos. Ni tampoco si nos dedicáramos a la tarea ingente de contar los cocoteros que invaden la ciudad. No digamos llevar un censo de multimillonarios en base a las elegantes villas o los espectaculares yates. Las hojas de palma se fusionan maravillosamente con las superficies espejeantes de los rascacielos. La naturaleza, en la ciudad, convive en armonía con la civilización que, inteligentemente, la tiene como una de sus divisas.
Las superficies de los rascacielos de cristal son espejos, pero también lienzos en donde la luz se bifurca, en donde la paleta de los colores va del verde de la hierba y las arboledas al azul del mar omnipresente que se refleja en ellos. Existe una paleta de azules y verdes, más suaves bermellones, que hacen de Miami paraíso del cromatismo urbano. Los rascacielos son cuadros cambiantes de un colorido extraordinario.
Miami no es un desordenado conglomerado de monstruos de cincuenta pisos o más. Miami no es la barbaridad urbanística que rige en nuestro Levante, sin ir más lejos, en donde la jungla del asfalto ha destrozado la naturaleza y ha convertido nuestro paisaje costero en un erial irrecuperable. Los rascacielos de la ciudad más populosa de Florida armonizan, unos con otros, se prestan sus superficies, para multiplicarse hasta el infinito, y ofrecen sus terrazas a la naturaleza que planta en ellas los omnipresentes cocoteros.
El bus monorraíl pasa entre dos rascacielos y salva el río Miami que desemboca en el Dowtown. A lo lejos, enmarcado entre cocoteros, un avión se dispone a aterrizar en el céntrico aeropuerto. En la ciudad los aviones, que surcan permanentemente el cielo, ya forman parte del paisaje y es difícil tomar una fotografía sin que esos impresionantes pájaros de acero no se cuelen en la instantánea.
El monorraíl es una apuesta decidida de la ciudad para no contaminar. La atmósfera de la ciudad está siempre limpia. Hay escasos atascos y los coches circulan a una velocidad moderada. El respeto de estos hacia el peatón o el ciclista es máxima. Nadie toca el claxon, ningún coche expele por su tubo de escape el humo contaminante que reina en otras muchas grandes urbes del mundo.
El río Miami, navegable, serpentea por buena parte de la ciudad hasta su desembocadura. En su curso amarran los yates de lujo, auténticas viviendas flotantes de dos, tres, cuatro pisos. El tráfico fluvial es continúo por esa autopista de agua en la que se besa el mar con el río.



A veces las superficies de los rascacielos ofrecen una versión deformada de lo que reflejan, transforman la realidad y la hacen suya en su cambiante lienzo en donde siempre hay la imagen estilizada de un cocotero.

La edificación comercial de la ciudad, aunque lejos de la espectacularidad de Nueva York o Chicago, es de una belleza sin paliativos.
Un enorme vacío circular une estos dos bloques de viviendas que, sin ese artificio ornamental, carecería de todo encanto. Ese techado inútil conforma una gigantesca puerta con lucernario que enmarca el siempre azul cielo de la ciudad. En cualquier lugar del Dowtown la naturaleza está presente. Los parques se alternan con las zonas edificadas. La selva es pródiga y resistente. No por casualidad estamos en el estado de Florida que indica que todo fruto que cae a tierra florece y fructifica. Hasta la faz de los bancos, generalmente antipáticos en otras urbes, se hace más humana en la ciudad. Unos rascacielos tiemblan y se retuercen en la piel de vidrio de uno de los edificios financieros de la ciudad que, a su vez, se reflejará en el siguiente espéculo urbano, y así, hasta el infinito, esa sucesión de civilización y naturaleza hermanadas.
Las aves son los otros habitantes de la ciudad. Las hay de todas clases y tamaños. Cuervos marinos, enormes buitres, águilas, gaviotas, palomas. ..Por las alturas de los rascacielos es frecuente verlos volar, ojo avizor, a la busca de alguna presa o alguna carroña. En el edificio azul marino se refleja un halcón.
Los puentes son una constante de la ciudad. Salvan los ríos y los brazos de mar que la rodean. Casi todos son levadizos, como este del Brickel Bridge que se alza para dejar pasar a un velero y detiene, por unos minutos, el tráfico sin que ningún conductor se desespere.
Ornando el Brickel Bridge hay una escultura que homenajea a la etnia que pobló estas zonas pantanosas antes de que las invadiera el hombre blanco: los indios seminolas. El arquero dispara su flecha mientras la mujer protege entre sus brazos a su hijo.
No abundan, y llama la atención, las banderas de barras y estrellas en la ciudad, como si lo hacen en otros lugares del país. Esta, sobre un mástil marino, flamea con la brisa que le llega del Océano frente al Banco de América.
El color de los rascacielos de Brickel Key, una pequeña isla residencial en la desembocadura del río Miami unida a tierra firme por una serie de puentes, armoniza con el mar tranquilo que moja sus cimientos y el cielo que tocan con sus extremos.
En el Dowtown, la torre de uno de los escasos edificios históricos de la ciudad, contrasta con la modernidad que le circunda. Por los alrededores, filas de cocoteros perfectamente alineadas forman una empalizada blanca y la escultura que homenajea a Juan Ponce de León, el primer occidental que llegó a estas costas, refleja la dureza de esos aventureros que se toparon con una naturaleza indómita y lograron sobrevivir y escribir páginas en la historia.

Desde el Venetian Causeway, uno de los largos puentes que une Miami Beach con tierra firme, con Miami City, se tiene una visión privilegiada del puerto de la ciudad, de sus grúas y tinglados, de las lanchas motoras que pasan por debajo de sus arcos, camino del mar abierto. A medida que cae el sol, los tonos pastel inundan el mar y el cielo y una luz extraordinaria y mágica se refleja en la cara del skylane de la ciudad. Las nubes, siempre presentes, embellecen el cielo, lo cuartean y favorecen el juego de luces que se produce al atardecer. El sol, antes de morir, dispara su último reflejo entre el angosto paso que se abre entre dos rascacielos, una última llamarada antes de hundirse en el horizonte.
Cuando cae la noche en la ciudad reina la oscuridad más absoluta y andar por las aceras sólo es posible por la luz de los faros de los coches que las iluminan. Los peatones, escasos, se convierten en figuras espectrales que caminan por las anchas aceras. En algunos locales exclusivos del Dowtown, a las seis y media de la tarde, cuando se apaga la luz, ya sirven las cenas, como en éste que luce con una pecera al fondo mientras los comensales disfrutan de los frutos que da el mar. Las bodas son un acontecimiento social de una importancia extrema en la ciudad. El pueblo norteamericano las celebra siempre con entusiasmo y eso que las uniones no suelen durar mucho. Al hotel llegan los novios a bordo de la enorme limusina blanca que refleja luces. Y la novia desciende del coche con su vestido de raso blanco y auxiliada por sus damas que velan para que no lo ensucie y levantan su cola. Para las bodas los habitantes de Miami, como los de todo Estados Unidos, sacan de sus armarios sus mejores galas, sus vestidos excesivos, sus zapatos de tacón más fino, ellas, para concitar la atención de los invitados, y ellos cubren los tatuajes de sus brazos con finas camisas blancas en cuyos cuellos lucen pajaritas. Ese día se olvidan de la crisis, de la hipotecas basura y de los hermanos que mueren en Irak y en Afganistán.
Franjas de neones, anaranjadas y verdes, circundan la silueta de este banco de la ciudad que se alza junto al hotel Hyatt Regency. En la oscuridad que reina por la noche, el banco se convierte en un faro útil para navegantes que hayan perdido su rumbo por las amplias avenidas. Eso es, un faro, que me permite encontrar el camino de regreso al hotel.

Comentarios

Felisa Moreno ha dicho que…
Están muy bien estas fotos de edificios pero me gusta más cuando capturas la imagen de personas y nos cuentas sus posibles historias.
Bien por Miami, ¿no?
Un beso.
José Luis Muñoz ha dicho que…
Pues si, Felisa, tienes toda la razón. Nada como las personas para imaginar las historias.
La experiencia Miami muy agradable. Me iría ahora con ese frío polar que nos ha llegado a sudar un poquito con sus 25 a 30 grados.
Anteayer pensé en ti.Estuve rozando Alcaudete. En las mravillosas Baeza y Úbeda, haciendo turismo. Quedé boquiabierto con ambas ciudades. Me faltó la tuya.
Besos
Luis Vea ha dicho que…
De los hermanos que se mueren en Irak y Afganistán. Muy bueno.
Un abrazo, José Luis.
Luis
José Luis Muñoz ha dicho que…
Por no hablar de los iraquies y afganos que mueren por culpa de esos hermanos metidos donde no les llaman, Luis.
Un abrazo y buen año literario

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