TAMARA DREWE
Stephen Frears
Confieso que la deriva de Stephen Frears (Leicester, 1941) como director la entiendo tanto como la desaparición absoluta de Michael Cimino, castigado por dilapidador, o el olvido de Ken Russell, por excéntrico: misterios cinematográficos los tres entre miles de casos incomprensibles. Que el director de una obra tan redonda y bella, tan extraordinariamente tejida, como Las amistades peligrosas, y de una notable adaptación de la novela negra de Jim Thompson, Los timadores, o una aceptable crónica del cuarto poder, Héroe por accidente, haya pasado a hacer obras menores, casi telefilmes, en su país de origen debe de tener alguna explicación secreta, pero yo no la capto. Quizá que el británico se ha vuelto acomodaticio y le gusta estar en casa con zapatillas y manta sobre las rodillas. Y el asunto es que Frears, aunque en otro tono, con muchísima menos ambición, hace películas pequeñas pero correctas, bien confeccionadas, tocadas por ese inconfundible humor british. En The Queen abordaba un retrato soberbio, lleno de mordacidad, de la reina de Inglaterra en sus horas más críticas gracias, sobre todo, a su intérprete Hellen Mirrow. Pero sabía a poco. Como Tamara Drewe, que sabe a poco de inmediato aunque luego resulte que tiene mucha más sustancia de lo que parece.
En medio de la idílica campiña inglesa, en el condado de Dorset, poblada de verdes pastos, árboles con aspecto de esculturas y cottages de ensueño, la quintaesencia del paisaje victoriano, Nicholas Hardiment (Roger Allam), un escritor policial de éxito, decide rentabilizar su residencia de verano convirtiéndola en un singular albergue para escritores: él seguirá escribiendo, en un cobertizo, y su esposa Beth (Tamsin Greig),se encargará de agasajar a sus especiales clientes. Allí, los colegas, todos mucho menos exitosos que él (una escritora excéntrica se autopublica en internet; Glen McCreavy (Bill Camp), un profesor norteamericano, está bloqueado con un ensayo sobre Thomas Hardy y otros tantos buscan la inspiración en ese enclave bucólico) conviven e intercambian sesudas reflexiones literarias durante las cenas. La llegada de la joven periodista Tamara Drewe (Gemma Arterton), patito feo convertido en cisne vía rinoplastia, para vender su casa natal, alterará la paz de ese parnaso literario y revolucionará a los escritores que quedarán literalmente cegados por la longitud de sus piernas y la brevedad de su pantalón corto. Dos mitómanas adolescentes, maleducadas y embaucadoras, Jody Long (Jessica Barden) y Casey Shaw (Charlotte Christie), que sueñan con llevarse a la alcoba a la estrella de rock Ben Sergeant (Dominic Cooper), que actúa en un prado del lugar con su banda, no tienen más que hacer que fisgonear las idas y venidas de esa gente de ciudad que se ha instalado en su pueblo de mierda; por diversión manipularán a todo el grupo con el envío de mails usurpando la personalidad de la joven periodista y causarán un notable enredo. Y Tamara Drewe, a todo esto, se debatirá entre su antiguo amante, el adúltero escritor Nicholas Hardiment, el bucólico y apuesto granjero Andy Cobb (Luke Evans) o el roquero Ben Sergeant, tres prototipos de hombres diametralmente opuestos.
Aunque parezca un dislate, Frears admite similitudes de Tamara Drewe con otras obras suyas, como The Queen y Las amistades peligrosas (el paralelismo entre el plano del trasero de Gemma Arterton, tumbada en
la cama, mientras Roger Allam lee su libro en el ordenador de su dormitorio después de haberse acostado con ella, y el de Uma Thurman, mientras John Malkowicz escribe una de sus peligrosas cartas, es evidente). Son siempre relaciones peligrosas entre hombres y mujeres, ya sea en la campiña inglesa o en la francesa, dice Frears.
Finalmente Tamara Drewe termina siendo un juego cinéfilo destinado a homenajear a Lejos del mundanal ruido, novela y película. Su guión, firmado por Moira Buffini, ha sido extraído de una novela gráfica de Posy Simmond, publicada en tiras semanales en The Guardian, que es una versión puesta al día del drama de Thomas Hardy. El cantante de rock, con los ojos pintados, interpreta el papel del apuesto militar Terence Stamp de la película de John Schlesinger; el granjero rudo, pobre y siempre descamisado que clava postes en el campo es Alan Bates; el escritor adultero y desalmado sería Peter Finch; y Tamara Drewe, Julie Christie, confusa, como aquella, entre el amor de los tres hombres y que, como en la novela de Thomas Hardy y en la película de Schlesinger, se quedará finalmente con el campesino honrado, la opción más aburrida y segura. Y hasta las ovejas que se despeñan por el acantilado acosadas por el perro de Lejos del mundanal ruido las transforma Frears en vacas, locas por el can del roquero que, en una estampida, digna de La conquista del Oeste, hacen justicia en una de las secuencias que más chirrían del conjunto. Suerte que no introduce zombis. ¿O los zombis son las dos adolescentes que acaban retratándose con el roquero hortera con un teléfono móvil y así cumplen su sueño anhelado?
La última película de Stephen Frears es un vodevil campestre de desvaríos amorosos, un poco al estilo de la shakesperiana El sueño de una noche de verano, regado con gotas de comedia costumbrista y relato coral de arquetipos (escritores ridículos, un joven leñador pobre y guapo, estrella del rock y una muchacha sobrada de hormonas que parece un dibujo sexy de Horacio Altuna o Milo Manara) y salpimentado con sátira, a fin de cuentas una versión moderna de un clásico de la literatura británica y de una de las mejores películas de Schlesinger, un cineasta que hizo el camino inverso al de Stephen Frears, de ahí, quizá, ese exorcismo en vez de intentar hacer una versión seria del original, tarea difícil y muy laboriosa para el director con zapatillas en que se ha convertido. Y hay algo evidente en Tamara Drewe: que Frears se ha divertido, y de paso, nos divierte.
JOSÉ LUIS MUÑOZ
POESÍA
Changdong Lee
Mija Yang (Junghee Yun), una abuela atildada al cuidado de su nieto adolescente, porque su madre trabaja en otra ciudad y no puede tenerlo consigo, se interesa por la poesía y acude a un taller literario para que la enseñen escribirla al mismo tiempo que empieza a sentir pérdidas de memoria consecuencia de un incipiente Alzheimer. Esta pérdida de salud coincide con la violación y el suicidio de una compañera de clase de su nieto y la sospecha de que éste puede estar involucrado en ello, lo que no produce en el abúlico adolescente el más mínimo sentimiento de culpa. Ante este cúmulo de adversidades la mujer consigue, finalmente, trasladar la congoja y el dolor que siente por dentro, mimetizándose con la víctima de ese violación, una chica cristiana llamada Agnese, a un poema que será leído en el taller literario, en su ausencia, ante la admiración de su profesor que lo pone como ejemplo de lo que es poesía: ver las cosas de verdad, directamente.
El quinto largometraje de Changdong Lee (Pez verde, Bombón de menta, Oasis, Sol secreto), película minimalista y de trazado muy simple, obtiene de su sencillez su principal virtud, pero de ahí deriva también su mayor defecto. Su ausencia de pretensiones, el nulo énfasis en el hecho más dramático de la historia, el que Mija Yang tenga que bregar con un nieto violador sin sentimiento de culpa en coincidencia con su demencia senil, más algunos tramos del film claramente prescindibles (los spitchs que se marcen todos y cada uno de los alumnos del taller literario, por ejemplo, sobre sus propias vidas) merman este film demasiado sencillo, tanto que se olvida y deja huella escasa en el espectador.
Lo mejor de la película de Lee es, sin duda, la protagonista femenina, magníficamente interpretada por Junghee Yun, una de las más destacadas actrices de la cinematografía surcoreana, que imprime humanismo y ternura a su papel de Mija Yang, un ejemplo de abuela abnegada muy típico de nuestros días, y que tiene una relación conmovedora con Mr. Kang (Hira Kim), el impedido anciano al que cuida para ganarse la vida.
JOSÉ LUIS MUÑOZ
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