PAISAJES Y PAISANAJES
EL SUEÑO DE TÁNGER 2
Fotos y texto José Luis Muñoz
Por fin descubro al autor de los ladridos. Encaramado a una de las casas vecinas a la muralla, confundido con las almenas, el can, uno de los pocos que hay en la ciudad marroquí, al contrario de los gatos, que abundan por doquier, me ladra oliendo al intruso que hay en mí. Lo fotografío, y sigo. O seguimos, porque el amigo, silencioso, no se desprende de mí, me sigue, o me precede, como una sombra humeante con su cigarrillo prendido.La luz del atardecer crea efectos mágicos, dibuja con sombras las paredes encaladas de la medina que parece despoblada. Rejas y ventanales ojivales son idénticos a uno y otro lado del Estrecho. Entre las sombras, la difusa del perro que me ha ladrado y sigue haciéndolo hasta que deje de olerme.La medina de Tánger tiene una estructura caótica, y ese caos es su principal atractivo. Sin razón aparente, la rampa de una calle es sustituida por una empinada escalera. Calles y casas parecen construidas por sus habitantes, y siguen su lógica caprichosa enfrentada a mi racionalismo heredado de la Barcelona de Ildefons Cerdá. Lo único moderno parece ser esa boca de incendios roja que quizá no tenga agua cuando la necesiten. La chica, vestida con una chilaba morada y cubierta por el yihad, acompaña sonriente al adulto que transporta una caja abierta con ropa. ¿Camisas? Una gran mancha roja en una pared no se sabe qué señala exactamente. Los cables de la luz vuelan de una fachada a otra.Aunque comida por la herrumbre, que devora sus paredes, esta puerta mudéjar lobulada no pierde su elegancia. La fachada del fondo en la que luce, o lucirá cundo se haga de noche, un modesto farol, tiene un aspecto más lamentable. Lentamente se va desmoronando desde hace siglos.La electricidad llega a las casas a través de un entramado anárquico de cables. Cada ventana tiene su techo de teja. Y las azoteas suelen ser almenadas, imitando el porte de la muralla. Tengo fijación por las puertas. Hasta por las feas, como ésta, incapaz de asumir el verde con que está pintada y el reborde rosáceo de su arco. Dos cerraduras. Tres aldabas, dos de anilla y la otra en forma de mano. Un de ellas muy baja, quizá para niños o enanos. Esta historiada aldaba de bronce sí me gusta. Y el azul añil de la puerta que llama. Dentro de su historiado círculo hay un motivo vegetal, o quizá una llama, que se repite en la superficie de abajo del llamador. La pintura ha formado una rugosa superficie.Puerta cerrada a cal y canto con cerrojo. Alguien pintó de azul el historiado arco externo y los bordes de los tres arcos superpuestos. La posición de las aldabas es curiosa, están levantadas. Por si no funcionara el cierre hay un candado. Las puertas de Tánger estén siempre muy bien guardadas.El número 1282 debe indicar el de la vivienda. Me niego a aceptar que se refiera a la edad de una puerta del siglo XIII. Entre los dibujos geométricos de su arco insertaron tableros de damas. Esta aldaba tiene el mismo color que la puerta que abre. La simplicidad de su dibujo grabado, dos líneas que se cruzan en aspa y un juego de puntos equidistantes de las figuras geométricas creadas, es su virtud. Me reprimo de hacerla sonar. La torre de la mequita que culmina la Medina recibe de lleno la luz mágica del atardecer. Esos rayos, hasta que se extingan, tienen una extraña potencia. Su superficie de ladrillos contiene una rica sucesión de arabescos. Hay seis ventanas cegadas con mosaicos en cada un de las paredes del hexagonal minarete. Solo rompe su armonía ese tubo de desagüe que los cristianos hubieran convertido en gárgola mágica. El ocio parece ser una parte esencial de la vida en la ciudad. Ese no hacer nada porque nada cambiará y, por lo tanto, es inútil el esfuerzo. Los niños están en la calle, juegan en ella, como al otro lado del Estrecho hacían sus mayores cincuenta años atrás. Yo, por ejemplo. El pequeño se aguanta la cabeza mientras el mayor parece pensativo, apoyada la espalda en esa puerta azul añil, quizá evaluando el riesgo de coger esa patera que le llevará al paraíso ficticio o a la muerte húmeda. La ropa blanca se orea entre las rejas de esta ventana. El viento que sopla desde Tarifa a Tánger la seca pronto. Una sábana que se ha desprendido de sus humores corporales que han quedado prendidos después de tantas noches de sueño o de amor. La sábana tiene vida propia y se introduce entre la reja de la ventana. El cielo tiene una irreal tonalidad azul, apagada y luminosa.
Una aldaba azul que golpea directamente la puerta. El metal contra la madera no debe de hacer mucho ruido. El estado impecable de la madera indica que nadie llama a esa casa, que es un adorno. Que nadie, sino su dueño, visita esa vivienda. Que seguramente sea su único habitante y no reciba invitados. a al mismo tiempo. Los desconchados no restan, sino que suman. Como en Roma.Sigo con aldabas y puertas. Estas necesitan manos de pintura. La madera se ha renegrido por una capa de mugre que ni siquiera es uniforme. Mientras la miro, y saco la foto, ganas me dan de coger una brocha de pintura y embellecerla de añil. Una historiada puerta azul con la estrella marroquí en su frontispicio, resaltando sobre el abigarrado arabesco. El arco no es muy mudéjar, tiene influencias europeas. Incluso hay columnas de un cierto clasicismo. El claveteado de la puerta es intenso. La boca, raja, del buzón, no está centrada. No hay aldaba visible, por lo que hay que aporrear la puerta para que te abran.La estrella marroquí aparece, también, en los capiteles ornados con entramados vegetales. Sin duda se trata de la vivienda de un prohombre. Un clavo se desprendió de la puerta y dejó su herida en la madera azul. En la columna que parte en dos el frontis se distingue con claridad el 71, el número del portal, y luego una inscripción en árabe. Quien labró la filigrana del frontis metió una flor en la estrella marroquí. Este puerta sintetiza le fusión de las dos culturas, el mestizaje evidente de la ciudad marroquí más europea.Un oscuro y pendiente pasadizo cubierto y un marroquí que sube por él empujando su carrito de niño. Hay luz suficiente al final del túnel, pero no todos los túneles son así. Pienso en los míos.El cielo rosáceo del atardecer planea sobre la ciudad. La finca de primer término tiene formas delicadas y disfruta de buenas vistas sobre la bahía. Un muro con almenas caprichosas la circunda. Donde termina el muro se eleva una celosía blanqueada. La finca tiene, por lo menos, tres espacios separados y un jardín cuidado. También puede que se trate de la vivienda de algunos de los muchos ingleses establecidos en la ciudad cuyas tumbas aparecen en el cementerio cristiano. Le digo al amigo, que no ha perdido contacto visual en ningún momento conmigo y sería un estupendo policía, y quizá lo sea en horas libres, éstas, que quiero tomar café. Que me gustaría ir al café que solía frecuentar Paul Bowles y en donde situó al escritor Bernardo Bertolucci en El cielo protector. No sabe quién es Paul Bowles ni Bertolucci. Sí sabe quién es Barbara Hutton. Hace unos momentos, subiendo, me señaló la mansión de la multimillonaria norteamericana y actriz ocasional.Ya de noche las calles de Tánger se iluminan. Y uno no huele el peligro por ninguna parte. Tenía una visión muy sesgada e irreal de la ciudad que no se corresponde en absoluto con la realidad. Una urbe peligrosa con jóvenes esnifando pegamento y ruido de navajas en sus calles oscuras. El amigo me guía hasta un café en donde se detuvo Kofi Anan y Bill Clinton, cuyas fotos adornan las paredes del local. El líquido de la infusión es oscuro, espeso, muy dulce, hirviente, servido en vaso de cristal floreado que el camarero deposita en el hueco redondo de un soporte de madera que hay junto a la mesa. El café está muy concurrido por jóvenes a los que triplico la edad. Hay una chica sin velo, muy guapa, con los cabellos sueltos, que fuma un cigarrillo de grifa que le pasa su novio. Hay más chicos que fuman grifa a mi alrededor y pienso que si estoy más rato allí, tomándome ese café terroso, me voy a colocar. No hay cerveza, pero sí grifa en este Tánger musulmán en donde el 90 por ciento de las mujeres van cubiertas de pies a cabeza. Los tangerinos me han saludado amablemente al entrar, me han deseado paz y felicidad. Bienvenido, me han dicho. Temo que ese café espeso me desvele. Pero es inofensivo, pese a su color.Un sastre cose en su mínima tienda ante el retrato del monarca que está por todas partes. Cuelga una chilaba morada de la pared. Y un par de perchas, y un par de títulos o licencias. Hay una cita en árabe, seguramente del Corán. No parece tener mucho trabajo. La iluminación nocturna pinta de tonos pastel las paredes de la medina. Arcos, cables, resistencias. Luces de las tiendas. Escasos viandantes que se difuminan como fantasmas ante el objetivo de mi cámara. Las calzadas están limpias. Granada, la ciudad que mata a sus poetas y esconde sus ríos, palabras de Enrique Morente, está mucho más sucia.Una frutería modesta en la que destacan un puñado de plátanos y algunos huevos. Parece que también hay cebollas, aunque no estoy seguro de ello. Y más huevos, o envases de huevos, bajo la alacena. Nadie vigila el negocio porque ningún ladrón roba en donde no hay nada. El peluquero está sentado, medio en penumbras tras la escasamente tupida cortina de bolas de madera cuya función es únicamente despertarle, con su ruido, cuando entra un cliente. No ha entrado ninguno en todo el día y se ha entretenido en cortarle los bigotes al gato. El dibujo naif de un chico peinado ilustra sobre su oficio. El suelo es un damero. El peluquero es tan delgado que se le marcan las angulosas rodillas bajo los pantalones. Su oficio no le da para comer.Una tienda en donde hay de todo un poco, y baraka, suerte. El tendero parece muy animado, pero no habla con nadie. Tampoco vende. Tiene botellas de jugos, dulces, higos…Un sinfín de chucherías. Y baraka, mucha baraka. Hasta la vende en caja. La puerta de una de las salidas de la Medina. Aquí hay un poco más de gente. El amigo rumia lo que me pedirá por sus servicios de guía no solicitado mientras fuma su cigarrillo veinte del día. Es un tipo serio y amable, que habla un cadencioso español con escaso acento. Me habla lo justo y no intenta llevarme a ninguna tienda porque capta mi escaso interés por las compras. Una tienda de dátiles, el exquisito fruto de la palmera. Ristras de higos secos cuelgan del techo. No hay vendedor en la tienda. Seguro que está en otra parte, hablando o fumando. La iluminación, dos bombillas colgando de sendos cables.Con cazadora de cuero, desenfocado, mi guía amigo se dispone a dar por finalizada su jornada laboral. Salimos de la medina por esta hermosa puerta de pronunciado arco ojival. Indefectiblemente mis ojos se desvían hacia el escaparate de esta pastelería marroquí., pero supero la tentación y no degusto ninguno de sus aceitosos dulces. Imagino coberturas de hojaldre chascando entre mis dientes y rellenos de pasta de almendras, nueces o pistachos liberados de su interior,Las cinco y cuarto, que serán las 6 y cuarto peninsulares, y noche cerrada en Tánger. El viento zarandea el agua de la fuente que preside la plaza. Jóvenes con atuendos occidentales, y no tan jóvenes tocados con bonete, charlan desafiando al viento del Estrecho. El amigo, que se debe llamar Mohammed, me pide tres euros por los servicios no solicitados. Lo rebajo a dos. Se va gruñendo con las dos monedas en el bolsillo y el cigarrillo en la boca. Yo regreso al hotel en donde me tomaré una cerveza y algunas almendras antes de meterme en la cama. No he visto al fantasma de Bowles. Quizá mañana. No desespero.
Fotos y texto José Luis Muñoz
Por fin descubro al autor de los ladridos. Encaramado a una de las casas vecinas a la muralla, confundido con las almenas, el can, uno de los pocos que hay en la ciudad marroquí, al contrario de los gatos, que abundan por doquier, me ladra oliendo al intruso que hay en mí. Lo fotografío, y sigo. O seguimos, porque el amigo, silencioso, no se desprende de mí, me sigue, o me precede, como una sombra humeante con su cigarrillo prendido.La luz del atardecer crea efectos mágicos, dibuja con sombras las paredes encaladas de la medina que parece despoblada. Rejas y ventanales ojivales son idénticos a uno y otro lado del Estrecho. Entre las sombras, la difusa del perro que me ha ladrado y sigue haciéndolo hasta que deje de olerme.La medina de Tánger tiene una estructura caótica, y ese caos es su principal atractivo. Sin razón aparente, la rampa de una calle es sustituida por una empinada escalera. Calles y casas parecen construidas por sus habitantes, y siguen su lógica caprichosa enfrentada a mi racionalismo heredado de la Barcelona de Ildefons Cerdá. Lo único moderno parece ser esa boca de incendios roja que quizá no tenga agua cuando la necesiten. La chica, vestida con una chilaba morada y cubierta por el yihad, acompaña sonriente al adulto que transporta una caja abierta con ropa. ¿Camisas? Una gran mancha roja en una pared no se sabe qué señala exactamente. Los cables de la luz vuelan de una fachada a otra.Aunque comida por la herrumbre, que devora sus paredes, esta puerta mudéjar lobulada no pierde su elegancia. La fachada del fondo en la que luce, o lucirá cundo se haga de noche, un modesto farol, tiene un aspecto más lamentable. Lentamente se va desmoronando desde hace siglos.La electricidad llega a las casas a través de un entramado anárquico de cables. Cada ventana tiene su techo de teja. Y las azoteas suelen ser almenadas, imitando el porte de la muralla. Tengo fijación por las puertas. Hasta por las feas, como ésta, incapaz de asumir el verde con que está pintada y el reborde rosáceo de su arco. Dos cerraduras. Tres aldabas, dos de anilla y la otra en forma de mano. Un de ellas muy baja, quizá para niños o enanos. Esta historiada aldaba de bronce sí me gusta. Y el azul añil de la puerta que llama. Dentro de su historiado círculo hay un motivo vegetal, o quizá una llama, que se repite en la superficie de abajo del llamador. La pintura ha formado una rugosa superficie.Puerta cerrada a cal y canto con cerrojo. Alguien pintó de azul el historiado arco externo y los bordes de los tres arcos superpuestos. La posición de las aldabas es curiosa, están levantadas. Por si no funcionara el cierre hay un candado. Las puertas de Tánger estén siempre muy bien guardadas.El número 1282 debe indicar el de la vivienda. Me niego a aceptar que se refiera a la edad de una puerta del siglo XIII. Entre los dibujos geométricos de su arco insertaron tableros de damas. Esta aldaba tiene el mismo color que la puerta que abre. La simplicidad de su dibujo grabado, dos líneas que se cruzan en aspa y un juego de puntos equidistantes de las figuras geométricas creadas, es su virtud. Me reprimo de hacerla sonar. La torre de la mequita que culmina la Medina recibe de lleno la luz mágica del atardecer. Esos rayos, hasta que se extingan, tienen una extraña potencia. Su superficie de ladrillos contiene una rica sucesión de arabescos. Hay seis ventanas cegadas con mosaicos en cada un de las paredes del hexagonal minarete. Solo rompe su armonía ese tubo de desagüe que los cristianos hubieran convertido en gárgola mágica. El ocio parece ser una parte esencial de la vida en la ciudad. Ese no hacer nada porque nada cambiará y, por lo tanto, es inútil el esfuerzo. Los niños están en la calle, juegan en ella, como al otro lado del Estrecho hacían sus mayores cincuenta años atrás. Yo, por ejemplo. El pequeño se aguanta la cabeza mientras el mayor parece pensativo, apoyada la espalda en esa puerta azul añil, quizá evaluando el riesgo de coger esa patera que le llevará al paraíso ficticio o a la muerte húmeda. La ropa blanca se orea entre las rejas de esta ventana. El viento que sopla desde Tarifa a Tánger la seca pronto. Una sábana que se ha desprendido de sus humores corporales que han quedado prendidos después de tantas noches de sueño o de amor. La sábana tiene vida propia y se introduce entre la reja de la ventana. El cielo tiene una irreal tonalidad azul, apagada y luminosa.
Una aldaba azul que golpea directamente la puerta. El metal contra la madera no debe de hacer mucho ruido. El estado impecable de la madera indica que nadie llama a esa casa, que es un adorno. Que nadie, sino su dueño, visita esa vivienda. Que seguramente sea su único habitante y no reciba invitados. a al mismo tiempo. Los desconchados no restan, sino que suman. Como en Roma.Sigo con aldabas y puertas. Estas necesitan manos de pintura. La madera se ha renegrido por una capa de mugre que ni siquiera es uniforme. Mientras la miro, y saco la foto, ganas me dan de coger una brocha de pintura y embellecerla de añil. Una historiada puerta azul con la estrella marroquí en su frontispicio, resaltando sobre el abigarrado arabesco. El arco no es muy mudéjar, tiene influencias europeas. Incluso hay columnas de un cierto clasicismo. El claveteado de la puerta es intenso. La boca, raja, del buzón, no está centrada. No hay aldaba visible, por lo que hay que aporrear la puerta para que te abran.La estrella marroquí aparece, también, en los capiteles ornados con entramados vegetales. Sin duda se trata de la vivienda de un prohombre. Un clavo se desprendió de la puerta y dejó su herida en la madera azul. En la columna que parte en dos el frontis se distingue con claridad el 71, el número del portal, y luego una inscripción en árabe. Quien labró la filigrana del frontis metió una flor en la estrella marroquí. Este puerta sintetiza le fusión de las dos culturas, el mestizaje evidente de la ciudad marroquí más europea.Un oscuro y pendiente pasadizo cubierto y un marroquí que sube por él empujando su carrito de niño. Hay luz suficiente al final del túnel, pero no todos los túneles son así. Pienso en los míos.El cielo rosáceo del atardecer planea sobre la ciudad. La finca de primer término tiene formas delicadas y disfruta de buenas vistas sobre la bahía. Un muro con almenas caprichosas la circunda. Donde termina el muro se eleva una celosía blanqueada. La finca tiene, por lo menos, tres espacios separados y un jardín cuidado. También puede que se trate de la vivienda de algunos de los muchos ingleses establecidos en la ciudad cuyas tumbas aparecen en el cementerio cristiano. Le digo al amigo, que no ha perdido contacto visual en ningún momento conmigo y sería un estupendo policía, y quizá lo sea en horas libres, éstas, que quiero tomar café. Que me gustaría ir al café que solía frecuentar Paul Bowles y en donde situó al escritor Bernardo Bertolucci en El cielo protector. No sabe quién es Paul Bowles ni Bertolucci. Sí sabe quién es Barbara Hutton. Hace unos momentos, subiendo, me señaló la mansión de la multimillonaria norteamericana y actriz ocasional.Ya de noche las calles de Tánger se iluminan. Y uno no huele el peligro por ninguna parte. Tenía una visión muy sesgada e irreal de la ciudad que no se corresponde en absoluto con la realidad. Una urbe peligrosa con jóvenes esnifando pegamento y ruido de navajas en sus calles oscuras. El amigo me guía hasta un café en donde se detuvo Kofi Anan y Bill Clinton, cuyas fotos adornan las paredes del local. El líquido de la infusión es oscuro, espeso, muy dulce, hirviente, servido en vaso de cristal floreado que el camarero deposita en el hueco redondo de un soporte de madera que hay junto a la mesa. El café está muy concurrido por jóvenes a los que triplico la edad. Hay una chica sin velo, muy guapa, con los cabellos sueltos, que fuma un cigarrillo de grifa que le pasa su novio. Hay más chicos que fuman grifa a mi alrededor y pienso que si estoy más rato allí, tomándome ese café terroso, me voy a colocar. No hay cerveza, pero sí grifa en este Tánger musulmán en donde el 90 por ciento de las mujeres van cubiertas de pies a cabeza. Los tangerinos me han saludado amablemente al entrar, me han deseado paz y felicidad. Bienvenido, me han dicho. Temo que ese café espeso me desvele. Pero es inofensivo, pese a su color.Un sastre cose en su mínima tienda ante el retrato del monarca que está por todas partes. Cuelga una chilaba morada de la pared. Y un par de perchas, y un par de títulos o licencias. Hay una cita en árabe, seguramente del Corán. No parece tener mucho trabajo. La iluminación nocturna pinta de tonos pastel las paredes de la medina. Arcos, cables, resistencias. Luces de las tiendas. Escasos viandantes que se difuminan como fantasmas ante el objetivo de mi cámara. Las calzadas están limpias. Granada, la ciudad que mata a sus poetas y esconde sus ríos, palabras de Enrique Morente, está mucho más sucia.Una frutería modesta en la que destacan un puñado de plátanos y algunos huevos. Parece que también hay cebollas, aunque no estoy seguro de ello. Y más huevos, o envases de huevos, bajo la alacena. Nadie vigila el negocio porque ningún ladrón roba en donde no hay nada. El peluquero está sentado, medio en penumbras tras la escasamente tupida cortina de bolas de madera cuya función es únicamente despertarle, con su ruido, cuando entra un cliente. No ha entrado ninguno en todo el día y se ha entretenido en cortarle los bigotes al gato. El dibujo naif de un chico peinado ilustra sobre su oficio. El suelo es un damero. El peluquero es tan delgado que se le marcan las angulosas rodillas bajo los pantalones. Su oficio no le da para comer.Una tienda en donde hay de todo un poco, y baraka, suerte. El tendero parece muy animado, pero no habla con nadie. Tampoco vende. Tiene botellas de jugos, dulces, higos…Un sinfín de chucherías. Y baraka, mucha baraka. Hasta la vende en caja. La puerta de una de las salidas de la Medina. Aquí hay un poco más de gente. El amigo rumia lo que me pedirá por sus servicios de guía no solicitado mientras fuma su cigarrillo veinte del día. Es un tipo serio y amable, que habla un cadencioso español con escaso acento. Me habla lo justo y no intenta llevarme a ninguna tienda porque capta mi escaso interés por las compras. Una tienda de dátiles, el exquisito fruto de la palmera. Ristras de higos secos cuelgan del techo. No hay vendedor en la tienda. Seguro que está en otra parte, hablando o fumando. La iluminación, dos bombillas colgando de sendos cables.Con cazadora de cuero, desenfocado, mi guía amigo se dispone a dar por finalizada su jornada laboral. Salimos de la medina por esta hermosa puerta de pronunciado arco ojival. Indefectiblemente mis ojos se desvían hacia el escaparate de esta pastelería marroquí., pero supero la tentación y no degusto ninguno de sus aceitosos dulces. Imagino coberturas de hojaldre chascando entre mis dientes y rellenos de pasta de almendras, nueces o pistachos liberados de su interior,Las cinco y cuarto, que serán las 6 y cuarto peninsulares, y noche cerrada en Tánger. El viento zarandea el agua de la fuente que preside la plaza. Jóvenes con atuendos occidentales, y no tan jóvenes tocados con bonete, charlan desafiando al viento del Estrecho. El amigo, que se debe llamar Mohammed, me pide tres euros por los servicios no solicitados. Lo rebajo a dos. Se va gruñendo con las dos monedas en el bolsillo y el cigarrillo en la boca. Yo regreso al hotel en donde me tomaré una cerveza y algunas almendras antes de meterme en la cama. No he visto al fantasma de Bowles. Quizá mañana. No desespero.
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