DIARIO DE UN ESCRITOR


Arán, 25 de marzo de 2012
Desgracia. Parece perseguirme en esta recién inaugurada primavera. Empezó por el ordenador y esa misteriosa mancha sanguinolenta que se extendió por su pantalla y me ha provocado ceguera. Siguió por la pérdida irreparable de un relato que busqué durante tres días infructuosamente en sus entrañas. Es lo que pasa con lo virtual. El papel era más difícil de extraviar. Como esa pérdida, la del relato, me tiene varios días sin dormir, voy a reescribirlo, aunque nunca será el mismo. Veré si recuerdo exactamente de qué iba. Siguió mi desgracia cuando me bloquearon la cuenta Hotmail, algo que suelen hacer con frecuencia para tocarme las narices y hacerme perder el tiempo respondiendo a cómo me llamo, cuándo nací, dónde nació mi madre, a quién escribí mis últimos correos, cuál fue el asunto que puse en ellos, etc.. . No fue menos desgracia que ayer me despistará y dejará al fuego (de mi cocina vitrocerámica, así es que de fuego nada) mi legendaria sopa, que se achicharró: suerte que estaba en casa y empecé a oler a quemado. Luego se me borró el diario de un escritor correspondiente al día de ayer. Y el postre fue cuando mi cámara de fotos decidió que dejaba de funcionar y me dejó sin capturar unos cuantos paisajes.
Todo falla a mi alrededor. Quizá como premonición de que, en algún momento, sea yo quien empiece a fallar. Por esa razón, cuando ayer cogí la bicicleta y me fui pedaleando hasta Sant Joan de Torán, una aldea con, literalmente, seis casas y un bar regentado por un vasco y una francesa, tuve mucho cuidado de no derrapar, en el descenso, en las curvas. No puedo permitirme el riesgo de romperme una pierna. Ni la cabeza.
Como es domingo, el pueblo se llenó de franceses. Con ellos, casi todas las mesas del bar estaban ocupadas. Sudé sangre por conseguir una, mi cerveza cotidiana y poder leer El País. Me centré en el enloquecido yihadista de Toulouse. Hacía tanto sol que empecé a añorar el invierno. Aunque iba con manga corta sigo llevando el pantalón de pana y una chaqueta del mismo tejido que deberé colgar ya en el armario. Y regresé a casa, harto de sol, sin tener muy claro qué me iba a hacer para comer. Finalmente fueron macarrones. No es lo mío. Mucho mejores los que me hizo en Vic El Filósofo Rojo. Le pediré el truco. Porque al final todas las recetas tienen su truco. Hasta unos simples macarrones. Les puse ajo, cebolla picada, tomate y la carne, pero no acabaron de estar buenos.
No estoy a la altura de la gloriosa primavera que explota en el Valle y hace crecer el caudal de los ríos con el deshielo. Ese desfase con el tiempo climático es más insufrible que el desfase temporal de hoy por el cambio de hora. No me acabo de aclarar si el día es más corto o más largo. Al final resultó ser más largo. Abro las ventanas, para purificar el aire del interior de la casa y que entre ese maravilloso olor a campo en ebullición, pero también lo hacen las abejas, avispas y demás insectos incordiantes. Escucho los pájaros, los balidos de las ovejas, los golpes de hacha que da mi vecino a sus troncos, y me invade una inexplicable sensación de soledad y desamparo que no tuve en invierno, quizá porque entonces no me lo podía permitir. Disfruto, o sufro, de la quietud. Contemplo cómo la corriente de aire arremolina los papeles de mi escritorio. Y me siento vencido. Y para vencer mi derrota monto de nuevo en la bici y me voy al Portillón, setecientos metros de desnivel en 8 kilómetros. No mejora mi autoestima, sino que empeora, considerablemente, cuando un tipo andando me adelante a mí, que voy en bici. No tengo en consideración que el caminante, pertrechado con sus correspondientes palos, zapatillas deportivas y mallas, es bastante más joven que yo. Así es que para disimular, y que mi humillación no sea tan grande, me detengo en un mirador y le dejo que me pase delante cuando ya me está adelantando. Pero, ¿a quién engañas? A ti no, desde luego, que asumes tu derrota, y al caminante menos, que se debe de estar carcajeando de ese ciclista que sube más lento la cuesta que él.
Permanezco cinco minutos sentado en el mirador, contemplando el pueblo a mis pies, y luego monto de nuevo en la bici. La hibernación de estos meses ha atrofiado mi musculatura. Cuando corono el Portillón, todos los músculos me duelen y el corazón retumba bajo las costillas. Así es que busco una piedra, que ya conozco de otras veces, y me tumbo al sol, a descansar, a contemplar el bosque, a mirar ese Coth de Baretges profusamente nevado que me desafía a alcanzarlo, quizá mañana si me veo con fuerza para ello.
Cuando emprendo el descenso, a tumba abierta (¡que me coja ahora el caminante!) tengo en la cabeza una merienda: chocolate con churros. Y me pongo a hacerla en cuanto dejo la bici en casa y subo al salóncomedorcocina. Y a pesar de mi pericia con los churros no acierto con la harina, me salen rematadamente mal, pero me los como. Tampoco es que el chocolate me quede perfecto: no consigo acabar con los grumos.
La jornada tendría un balance deprimente y desastroso si no fuera por cuatro amigas que se interesaron por mí, acordándose de mi existencia a su manera, y una que me olvidó a lomos de su bicicleta o cantando en el coro. Una chica me escribe casi a diario, desde el lejano México, y nuestras misivas son cada vez más intimas en el convencimiento, por parte de ambos, de que no vamos a superar la virtualidad por culpa de ese inmenso océano que nos separa y yo amenazo cruzar en vuelo transoceánico. Una amiga, o más que amiga, de mi séptima vida me lanza reproches que yo reconduzco hasta hacerme perdonar aunque con gusto la sometería a dura penitencia con látigo y cilicio. También me escribe Mademoiselle Bonnaire, de quien no había vuelto a saber, y me habla de su granja, de que pase un día por ella a comer su foie porque, al parecer, cebó sus ocas y las sacrificó a pesar de sus buenos sentimientos. Aunque la comunicación más estimulante del día, la más cercana, la establezco por teléfono. Quien me llama tiene una voz bonita, de chica de la radio, además de otras muchas virtudes, y me habla de un neologismo que ella ha inventado y me aplica con generosidad cada vez que me ve; le animo a que envíe el palabro a la RAE para su reconocimiento. Así es que no sé por qué me quejo. Sí, porque no estoy a la altura de la primavera.
Por la noche, después de celebrar la victoria de la izquierda en Andalucía y ver una buena película con Lachicadelabici, un calambre brutal me sacude una pierna. A duras penas trepo por la escalera, abro la puerta del nuevo dormitorio, al que me he mudado, y me derrumbo en la cama confiando en que la pierna se arregle mañana. Veremos. Mañana.

Comentarios

Anónimo ha dicho que…
Este comentario ha sido eliminado por el autor.
Anónimo ha dicho que…
Lo de los aparatos , es ley de Murphi, no hay dos sin tres...Fastidia si, cuando uno tras otro se estropean.
Pero...Bah, bah ¡¡ Menos lobos caperucito. Que vive usted cúal marajá en su idilico Valle, y goza del incondicional aprecio de su "Club de fans".
José Luis Muñoz ha dicho que…
Oiga, loba. Bueno, hoy el día va mejor. De momento he recuperado el hotmail, después de responder que no tengo intención de asesinar al presidente de USA, y no se ha roto nada ni se ha estropeado ningún electrodoméstico. ¡Suerte de mi impagable club de fans que me ayudan a sobrellevar las adversidades!
MarianGardi ha dicho que…
Eres un magnifico escritor que hasta de lo negativo cotidiano saca partido.
Yo soy una más de tus fans.
Me encanta tu transparencia literaria.
El jueves estuve en la exposición de nuestra amiga común María Gallego, me quedé con uno de sus cuadros. Fue ella la que me dijo que venias, a ver si te veo. Dime por donde estarás. O me das un toque y tomamos un café, o una caña.
Un abrazo José Luis.
José Luis Muñoz ha dicho que…
Gracias, Marian. Encantado de tomar esa caña. Mi visita se retrasa a mayo. La hago coincidir con la presentación de mi próxima novela. Queria que fuera después de Semana Santa, pero no ha podido ser. Tengo muchas ganas de ver, abrazar y charlas con los buenos amigos que quedaron en Granada. Ganas de pasear de nuevo por la ciudad. Besos
Fernando Martínez López ha dicho que…
Esa desazonadora sensación de que lo que antes se arreglaba por sí solo ya no lo hace con la misma facilidad (me refiero a los achaques), pero aún estamos para muchas guerras, incluso las de subir cuestas con la bicicleta a mayor velocidad que los paseantes. Lo de la tecnología son rachas, amigo. Un fuerte abrazo desde Almería.

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