VIAJE
CIVILIZACIÓN
Y TRANVÍAS
Una ciudad
civilizada siempre tiene tranvías. Freiburg, en donde, por no sé qué
circunstancia me hallo sin que la ciudad figurara en la ruta de un viaje poco
planificado. Sus poco más de 200.000 habitantes de la cuarta ciudad más grande de la Badem-Württemberg
se dirigen a sus puestos de trabajo o estudio en silenciosos e impolutos tranvías
o bien utilizan las bicicletas como medio de locomoción. Nunca he visto tantas
bicicletas rodando por el casco antiguo de una ciudad ni tantas aparcadas en
racimos compactos. Madres que llevan a sus hijos en un sidecar; tipos
encorbatados que se dirigen a su oficina; estudiantes con sus carteras a la
espalda; señoras mayores que pedalean con
sus faldas engorrosas y las bolsas de la compra pendientes del manillar…
Freiburg
tiene una catedral gótica milenaria de extraordinaria policromía cuyo
campanario de planta cuadrada y forma octogonal emerge 116 metros sobre todas
las casas del entorno. Me pregunto siempre por qué la policromía se pierde en
las iglesias españolas y se mantiene en las europeas. Misterios. La catedral es
espigada, de piedra rojiza, como buena parte de la arquitectura religiosa de la
zona, con tres naves altísimas y trabajados vitrales que tamizan la luz desde
el Medievo.
En
Freiburg suele hacer siempre sol. El viernes un colorido mercado de comida y
artesanía cubre la superficie de la plaza de la catedral limitada por vistosos
edificios cuyas fachadas lucen colores ocres, rojos encendidos, amarillos
apagados o azules, muy de Salzburgo. No es una casualidad. La ciudad formó
parte de Austria en el siglo XV, cuando se fundó su universidad, y su impronta
se advierte en la arquitectura civil.
De
entre toda la policromía de las fachadas de los edificios de la plaza destaca
el rojo del Munsterplatz, construido por Lienhart Müller entre 1520 y 1532,
decorado con una serie de esculturas y escudos policromados obra del escultor
Han Sixt von Staufen que llaman la atención del visitante.
El olor
vulgar de las salchichas y las choucroutes que venden en puestos callejeros se
mezcla con el del té y las hierbas aromáticas. Un grupo de zíngaros interpreta
un variado repertorio en el que no falta la música de Anton Karas de El tercer hombre. No son los únicos. En
una terraza, frente al edificio de fachada roja del ayuntamiento, datado en
1557, el Rathaus, que suena a Casa de Ratas, dos chicas y un chico de esa etnia
sirven las mesas con su fonético alemán. Pero abundan los rubios, aunque también
se ve algún afgano con testa coronada por turbante, negros, no muchos
orientales, chicas, además de los sempiternos turistas chinos que son ahora los
nuevos ricos que recorren el mundo a golpe de yuan.
Hay
tipos por la calle que me recuerdan a Goering, con sus mejillas rebosantes de
carne, sus vientres inflados y su piel lustrosa. En Alemania se come mucho
cerdo. Y patatas. Una comida sin patatas no es una comida. Y hay otros tipos
que me recuerdan a Goebbels, con sus piernas renqueantes y los huesos marcados
en la cara. Tengo pensamientos retorcidos cuando los veo; pienso en que ninguno
de esos seres enfermizos y deformes existirían de haber triunfado la locura
nacionalsocialista que tanto raigambre tuvo en la muy católica Baviera de
crucifijos en las calles y crucifijos sobre los pechos de las beatas que cantan
el rosario a las cinco de la tarde en la catedral.
Freibourg,
aparentemente, fue respetada por las bombas. Ya sufrió bastante durante la
guerra de los Treinta Años que dejó la ciudad en ruinas. No se aprecian
destrozos en su casco antiguo en donde el paseante ha de tener en cuenta una
frenética circulación de bicicletas y tranvías cuyas vías se entrecruzan
formando complejas telarañas de acero. A la ciudad nueva se accede por tres
enormes puertas casi iguales, la de los Suabos, la de Martín y la de Breisach, coronadas
por macizas torres en cuyo centro las agujas de historiados relojes marcan el
tiempo.
En uno
de los puestos de comida de la plaza de la
catedral hago un descubrimiento extraordinario: panellets. Los típicos dulces catalanes que se comen por Todos los
Santos han llegado a este land de Alemania, o quizá es que siempre estuvieron aquí.
Quizá no sea casual que San Jorge, cuya escultura dorada y un poco ridícula
pisando el dragón marca una de las esquinas de la plaza, sea su patrón. Son
buenos, algo más grandes y los hacen con almendras amargas. Una querida amiga
española me dijo que todas las almendras, salvo las españolas, eran amargas. También
hay castañas asadas que cuecen en unos establecimientos con forma de máquina de
tren a vapor, porque las castañas inundan los suelos de los senderos de la Selva
Negra, como las manzanas, sin que nadie las recoja. En Alemania los cerdos
comen manzanas y los hombres, patatas.
A la
hora del almuerzo la jarra de cerveza que me sirven para acompañar un cuenco de
sopa de zanahoria con curry me confirma que los alemanes, al menos en Freibourg,
toman la bebida de lúpulo a temperatura ambiente. Siempre me pareció que una
cerveza que no está fría es cómo el orín. La alemana es una orina suave.
No se
ven muchas muestras de afecto por las calles. No hay chicos que besen a chicas,
ni que las lleven de la mano, o les hagan arrumacos en los portales de las
casas. Hay alemanes altos, y alemanas rubias, no excesivamente agraciadas.
También hay turcos, muchos, morenos y de aspecto ceñudo y barba cerrada, que
oscurecen la raza aria. Freibourg, por su condición de fronteriza, pasó de
manos francesas a alemanas durante muchos años, del mismo modo que la Alsacia
francesa estuvo en manos alemanas. Hoy, los extranjeros no superan el 15% de
una población cuya media de edad se sitúa en los 40 años.
El
centro de Freibourg es un hervidero de peatones. Han habilitado la ciudad para
ellos y las bicicletas. De cuando en cuando algún ciclista hace peligrar la
seguridad de algún peatón. Veo dos coches de policía, en todo mi paseo, y una
treintena de vagabundos que beben cerveza tumbados en los prados frente a una
iglesia. También hay gente que, simplemente, toma el sol sentada en un banco,
en una escalera de piedra o en la terraza de un bar, junto a un espumoso
capuchino y un pastel.
Pastelerías
las hay a docenas, y parecen todas buenas. Freibourg es un infierno para
diabéticos. Las tartaletas de fruta, crema o chocolate expanden su aroma a las
calles y éste se mezcla con una maravillosa fragancia a herboristería que flota
por toda la ciudad libre de los humos de los tubos de escape. Una chica, tras
un escaparate, extiende sobre el mármol una masa de chocolate fundido que a los
pocos minutos se endurece.
Hay varios
anillos viarios, copados por los tranvías, y luego, dentro de ellos, entre el
cerco de vías de acero, pequeños callejones siempre curvos en donde se bebe
vino Riesling o se toma café, a cuyas aceras abren sus puertas pequeños
hotelitos de dos y tres estrellas que también son restaurantes y de cuyas
cocinas escapan aromas a sopa de carne y col agria.
Esta
pequeña ciudad bávara huele a riqueza porque le viene de muy lejos, de la Edad
Media, cuando los cimientos de la iglesia románica, de la que apenas quedan dos
hileras de arcos interiores, echó a andar. De ella habla la soberbia
ornamentación de la catedral gótica, sus centenares, o quizá miles, de
esculturas que pueblan su interior y se alinean en su fachada exterior. En 1120,
cuando fue fundada por el duque Conrado de Zähringen, la ciudad vivía de las
exportaciones de plata, lana y madera. Pacen rebaños de ovejas por las suaves
laderas inclinadas de las colinas, cuadros perfectos de bucolismo, y ya
escasean los árboles en sus bosques silenciosos en donde crecen todo tipo de
setas a las que los habitantes de la ciudad son muy aficionados.
Freibourg
es tan civilizada como el paisaje domesticado por los cultivos de los
alrededores, los viñedos de uva negra que trepan por las montañas, los maizales
que la circundan y se funden con los pastizales en los que pacen vacas blancas
con manchas marrones productoras de la leche con la que fabrican esos espléndidos
quesos de tamaño rueda de camión.
Una
ciudad con tranvías y un alcalde de origen judío. Civilizada.
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