VIAJE

EL MAL DE STENDHAL EN BAMBERG

En Bamberg, la jarra que rebosa belleza se desborda y el viajero empieza a sentir en su cabeza los síntomas del mal de Stendhal: ya es incapaz de asimilar más arte en su viaje por Baviera y la Selva Negra. Los tres mil edificios históricos de la ciudad, entre palacios, iglesias y viviendas centenarias, lo explican. 
Bamberg no fue castigada por los bombardeos durante la Segunda Guerra Mundial, o lo fue de forma muy leve. Quizá a los muchachos de la RAF se les pasó que existiera esa joya en el mapa o les apenara destruir las extensiones de viñedos que hay en esa zona vitivinícola por excelencia. Así es que Bamberg, a orillas del Maine y cruzada por algunos brazos del Danubio, como el  Reignit, que la convierten en una pequeña Brujas alemana, está intacta.
Bamberg, Lisboa y Roma comparten algo en común: las tres   están edificadas sobre colinas. Ese es un encanto adicional de la ciudad por si le faltaran. Los edificios de fachadas pastel de cada calle, o los entramados de madera,  enmarcan literalmente un trozo de paisaje otoñal policromo.
Cada colina de Bamberg está tomada por iglesias, para estar más cerca del cielo. Las raíces católicas de Baviera son visibles en centenares de casas que cuidan en hornacinas a sus vírgenes y santos como unos más de la familia. La abadía benedictina de Michaelsberg, con su impresionante iglesia flanqueada por dos espigadas torres, domina la colina más alta de la ciudad patrimonio de la humanidad.
El convento, un edificio robusto de tres plantas, cerca por completo el pequeño castro en el que los monjes habitan disfrutando de una tranquilidad absoluta: pueden filosofar a sus anchas y dudar de la existencia del Espíritu Santo. Desde el enorme jardín que da a su fachada principal se divisan las torres de la catedral románica a vuelo de pájaro. Unos viñedos tupidos cubren de oro la ladera de esa colina. Un exquisito restaurante, el Café am Michaelsberg, extiende su terraza bajo frondosos plátanos que van perdiendo las hojas que forman una alfombra dorada. La sopa de puerros y el vino Reisling, exquisitos y nada caros, se pueden degustar si hay que hacer alguna parada.
 Bajando la colina del convento benedictino se llega a la catedral de los Santos Pedro, Pablo y Jorge. Las espigadas cuatro torres románicas de siete pisos destacan por sus puntiagudas cúpulas de un verde pálido, color muy común y apreciado en los edificios religiosos centroeuropeos.  Las figuras que acompañan a Jesús en el tímpano de su puerta lateral, la de los Príncipes, que se abre en contadas ocasiones solemnes, llaman la atención al observador: se desternillan literalmente de risa, como si el maestro les acabara de contar un chiste o quizá es que hayan bebido más Riesling de la cuenta. La explicación a tan grotescas muecas y risas es otra más seria. A la derecha, cercados por una cadena que lleva el diablo sobre sus hombros, un obispo, un comerciante y una reina se dirigen al infierno; a los de la parte izquierda, que ríen con más ganas, les ha tocado el paraíso. ¿Venganza del escultor?  

El interior del templo, majestuoso y refinado, es gótico de transición, y las naves se sustentan en columnas espigadas de altura considerable. El sepulcro del emperador Enrique II y su esposa Cuningunda, ambos santos y cuyas esculturas también dan la bienvenida a quien entre por la puerta románica de Adán y Eva, es la joya de la corona. Labrado en una sola pieza de mármol, reproduce con esmero en la losa los rasgos de la pareja regia difunta, con expresión de estar durmiendo, y en los laterales se representan escenas destacadas de su vida y milagros, literalmente.
Quienes labraron esa joya por indicación de Tilman Riemenschneider en 1513, artesanos anónimos que trabajaron día y noche para que el sepulcro estuviera dispuesto antes de la defección de sus futuros ocupantes, fueron ciudadanos anónimos, como los que construyeron las catedrales, crearon los arcos o tuvieron la ocurrencia de esculpir partiéndose de risa a los acompañantes de Jesucristo que sorprenden en el Pórtico de los Príncipes.
Hay más detalles que llaman la atención en la majestuosa catedral románica que echa por tierra mi idea de que éste era un arte primitivo y tosco. El jinete de Bamberg vuela sobre un pedestal en una de las naves laterales. Un caballero sobre un tranquilo caballo estático, un animal nada frecuente en catedrales: no recuerdo haber visto otro en el interior. Lo labró en 1235 un artista anónimo. Sobre a quién representa hay muchas teorías. ¿Esteban de Hungría, Conrado III, Constantino el Grande o un Mago? Seguramente a ninguno de estos.

La tercera joya es una figura pequeña, la del mártir irlandés Kilan, imagino, situado en una hornacina y con su propia cabeza en la mano, para recordarnos que fue decapitado en su empeño por cristianizar la región y separar al rey Gorbert y a su esposa Geliana. Ésta última no soportó ser repudiada por su esposo y separó la cabeza del tronco de Kilian y de dos de sus acompañantes, Colman y Totnan. 

De los santos mártires irlandeses debe venir que en una popular cervecería del caso antiguo, en la que siempre hay gente bebiendo en la calle, se sirvan gigantescas pintas de cerveza negra a destajo.

Bajando hacia los canales del río, cruzado por el medio por un doble puente y entre dos aguas, el majestuoso ayuntamiento rococó, el Alte Rathaus, con sus  fachadas cubiertas por refinadas pinturas murales, preside el casco histórico de la ciudad sobre un pequeño islote del río Regnit. Una doble puerta de medio punto cruza el edificio por la parte de su torre de mármol.

Hay relojes por todas partes de Bamberg, como los hoy por toda Baviera, inexorables: en las torres de la catedral, en las de la iglesia convento benedictino, en el Ayuntamiento, en todas y cada una de las iglesias que abundan por la católica ciudad, como la gigantesca y barroca que abre sus puertas a una calle peatonal próxima a la plaza del mercado. El círculo de esos relojes de pared, así como las agujas, son de oro, como el tiempo que se escapa entre los dedos.

 Al anochecer los focos acarician las fachadas color pastel de las calles de Bamberg. Ya casi da uno por finalizada la visita por la ciudad cuando un golpe de suerte me sitúa ante el número 26 de la Schillerplatz, el lugar en donde el escritor alemán E.T.A. Hoffman, y caricaturista, pintor, tenor, dibujante y jurista, pasó unos cuantos años de su vida, cinco. Quizá deba releer Los elixires del diablo, me digo, mientras degusto un café capuchino y una deliciosa tarta de queso con costra de almendra en la terraza de una cafetería del casco antiguo.

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