CINE / EL HIJO DE SAÚL, DE LÁSZLÓ NEMES
EL
HIJO DE SAÚL
László Nemes
¿Hasta
dónde se puede filmar el horror? ¿Cuál es la frontera permitida? Hace décadas, Pier Paolo Pasolini filmó una película
atroz sobre la barbarie fascista, Saló,
que fue el preludio de su brutal asesinato poco después de su estreno. El
húngaro László Nemes va hasta el
límite en El hijo de Saúl, una
película hablada en alemán, el idioma de los verdugos, ruso, polaco, húngaro y
yiddish, el de las víctimas, porque en los campos de exterminio el poliglotismo
existió.
Si
el espectador se abstrae del horror de lo narrado, y de las siempre confusas
imágenes del fondo del fotograma—una opción de estilo muy acertada— puede que crea estar asistiendo a una representación de capitalismo
extremo y salvaje de cómo tratar el excedente productivo (el horror tiene un
lenguaje que no es neutro). Así oímos, por partes de esos capataces eficaces y
eficientes del abnegado pueblo alemán, que servían con entusiasmo a la idea de
una patria aria fuerte y dominadora de todo el mundo, palabras como transporte,
tratamiento, piezas y procesamiento de materias, y asistimos a la explotación
del hombre por el hombre hasta las últimas consecuencias. El engranaje de los
campos de exterminio era perfecto. Todo se aprovechaba al milímetro en esa
fábrica que trataba seres humanos: cenizas, vestidos, maletas, dientes de oro,
pulseras, grasa, piel, cabellos…El matadero era de una eficacia asombrosa. Se
podían procesar hasta mil piezas en poco más de dos horas. El estajanovismo del que hacían gala los productores de la maquinaria
nazi podría servir de ejemplo de explotación intensiva en la que ningún
elemento se desaprovechaba y todo se reciclaba. La materia humana se
descomponía en segundos. Rudolf Höss, el eficaz director de esa empresa, debía
preguntarse por qué lo ahorcaban en el patio de su fábrica si su único empeño
era conseguir un ratio de excelencia.
La
cámara de László Nemes se mete en un
matadero humano, en Auschwitz, donde Dios murió definitivamente y se perdió
todo atisbo de ética humana, y lo hace con los ojos enloquecidos del judío
húngaro Saúl (Ghéza Röhrig, un actor
asombroso que tiene la virtud de interpretar todos los estadios del horror sin
mover un músculo de la cara), un miembro de un sonderkommando cuya tarea es llevar a las remesas de los suyos, que
llegan hacinados en los trenes de la muerte, a las duchas. Saúl, como todos los
demás “afortunados” miembros de esas patrullas de auxiliares, que realizan los
trabajos más desagradables del campo de exterminio (recogida de cadáveres,
incineración de los mismos previa extracción de lo valioso que lleven en su
interior, limpieza de heces, sangre y orina del suelo que dejan los muertos,
recogida de la ropa y maletas que transportan a la idílica Kanadá para su
debida clasificación), postergan días, semanas, meses su condena a muerte. No
hay rebelión en los miembros de los sonderkommandos
sometidos a la disciplina de los kapos, judíos como ellos a los que los nazis
invisten de una cierta autoridad (un brazalete y una cachiporra), ni
cuestionamiento moral de lo que hacen. De forma metódica, como perro pastor,
Saúl, pieza de un engranaje diabólico que convierte a las víctimas en sus
propios verdugos, introduce ese ganado humano que baja de los trenes en esa
estación terminal con la mente en blanco y la mirada alucinada de un autómata.
Él, como sus compañeros, se limita a sobrevivir en ese horror cuando quizá
sería más fácil y menos doloroso sumarse al rebaño humano y perecer en él (y en
un instante de duda lo intenta, pero es rescatado de la muerte a un paso de
ella).
László Nemes, un debutante con un
oficio y talento extraordinarios que puede hacerse con el óscar al mejor film
de lengua no inglesa con esta película tras su pase exitoso por el festival de
Cannes y el Globo de Oro que ya ha conseguido, filma a pie de tierra, con primerísimos planos,
la cara de Saúl, su cuello tenso muchas veces, y difuminando todo el horror que
reina a su alrededor, una imágenes desenfocadas resaltadas por los gritos de la
muchedumbre sacrificada y la música de fondo del fragor de los hornos
alimentados día y noche con paletadas de carbón. La cámara es la mirada del
protagonista y enloquece con vaivenes bruscos a derecha e izquierda, en un
intento inútil de no enfocar el horror: Saúl no mira para sobrevivir. Entramos
con él en el infierno de Dante y nos preguntamos, mientras se escuchan los
gritos de las víctimas, los arañazos en las puertas metálicas de las “duchas” que
se cierran para que los gaseen y los pataleos de los que agonizan, si actuaríamos
como él para sobrevivir días, semanas o meses, aferrados a una vida que es
muerte diaria. El instinto de supervivencia, la animalidad, puede sobre
cualquier otra consideración moral. El director se centra en el rostro de un
muerto viviente, su protagonista, y deja al espectador que intuya lo que sucede
en sus tripas. Saúl no se inmuta, ni siquiera cuando ve a su hijo, en el caso
de que ese niño sea realmente su hijo y no la ensoñación delirante de alguien
que ya ha enloquecido—Tú no tienes ningún hijo,
le dice un compañero—, y busca obsesivamente,
entre las remesas de judíos que llegan constantemente al campo, un rabino para
darle digna sepultura. Eso se convierte en el asidero de una cierta
dignificación humana: un niño muerto y el deseo absurdo de enterrarlo y no
entregarlo al fuego de los hornos. Ese niño muerto es lo más vivo que hay en
Auschwitz para Saúl. A través de él, hijo o no, el preso busca su propia
redención.
Los
cadáveres desnudos son arrastrados por el suelo, apilados como simple carne en
los montacargas, elevados hasta los crematorios en donde otros obreros, judíos
como sus víctimas, los introducen en los hornos en una infernal cadena de
producción que no cesa. La cámara enfoca y desenfoca esos montones de carne,
casi nunca rostros, porque los miembros de los sonderkommandos no resistían mirarlos, para ellos también eran
ganado. Están procesando. Paradigma de la eficacia germana aplicada al
asesinato masivo. Nadie lo podía haber hecho mejor que ellos. Una muerte es una tragedia; un millón, o seis, es una estadística, dijo otro monstruo: Stalin.
El hijo de Saúl es una sucesión de
horrores sobre los que la cámara de su director no se recrea de forma morbosa,
porque quizá no sería soportable, así es que el horror está, casi siempre,
fuera de plano, se intuye, lo que puede que sea peor. Quizá el espectador
apriete los dientes, cierre los puños y le entre una locura homicida contra
esos disciplinados verdugos sin entrañas que no ven seres humanos en esos
transportes sino simple ganado. Yo, como espectador, he caído en esa tentación.
La guerra se acaba y hay que acelerar el proceso de exterminio. Cuando los
crematorios no dan abasto, se abren zanjas y resuenan los pistoletazos de los
verdugos que van ejecutando metódicamente a la ristra de seres desnudos que
caen a la fosa y son incinerados. Todo es humo, caos y sangre.
No
hay respiro en la cinta de László Nemes
de la que el espectador no puede huir porque utiliza la pantalla cuadrada para
que la mirada no se pierda en los extremos. Cuando no hay muerte en directo,
hay humillación—ese oficial nazi,
hiriente, con cara de calavera sonriente, que baila con Saúl en la sala de
autopsias para reírse de él ante sus colegas médicos—. Saúl recibe golpes en la espalda, insultos, vaga a
derecha e izquierda con la mirada perdida y la obsesión salvadora de dar
sepultura digna a su hijo.
Los sonderkommandos fueron activos hasta el
final de la guerra y sólo se rebelaron, paradojas de la vida, cuando se
acabaron los transportes, los procesamientos, y supieron que ellos iban a ser
los próximos en ser tratados. ¿Por qué no lo hicieron antes? Porque
sobrevivieron en el infierno algunos meses más que sus víctimas. El ser humano
se aferra a la vida, a veces absurdamente. Saúl sonríe una sola vez: cuando ve
un niño ario, vivo, en un bosque.
Películas
como El hijo de Saúl, incómodas,
crudas y lacerantes, son necesarias a pesar de toda la filmografía y
bibliografía infinita sobre el hecho más atroz perpetrado por el ser humano. En
las antípodas del buenismo de Steven Spielberg y de su excelente La lista de Schindler (Schindler, un
nazi que se apiada de los judíos) o de la esperanzadora El pianista de Roman
Polanski (el oficial nazi que salva al pianista), la película de László Nemes está más próxima a La zona gris de Tim Blake Nelson (el argumento es el mismo, por lo que cabe que
ambas estén contando la misma historia), y debería pasarse en los institutos y
ser materia de estudio y reflexión para futuras generaciones para que no se olviden
del Caín que llevamos dentro. Suena últimamente mucho un mantra que dice que
hay que pasar página. Hay páginas de la historia que no se pueden pasar: el
Holocausto, una de ellas.
Publicado en Tarántula, El Cotidiano y Entretanto Magazine
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