CINE / EL RENACIDO, DE ALEJANDRO G. IÑÁRRITU
EL RENACIDO
Alejandro G. Iñárritu
Parece
que vuelve a ponerse de moda el western, y que éste vuelve a la tierra de su
origen, a los Estados Unidos, tras una serie de reivindicaciones europeas del
género (Blackthorn, el modélico
western español de Mateo Gil sobre
los últimos años de Butch Cassidy, interpretado por Sam Shepard, en Bolivia; Slow West, el esteticista western del
británico John Mclean interpretado
por el ubicuo Michael Fassbender; o The salvation, el western del danés Kristian Levring que deja el dogma para abrazar uno de los géneros
cinematográficos más clásicos), y sin olvidar a Quentin Tarantino, que, tras rodar Django desencadenado, nos ofrece el soporífero Los malditos ocho, un ejercicio de narcisismo estéril que se sirve
del western para alargar una historia
mínima hija de su proverbial, y nefasta, verborrea. Y ahora el mexicano Alejandro G. Iñárritu (ha desaparecido
el González), después de su éxito en la pasada edición de los Óscar con Birdman, parece empeñado en repetir su
éxito y consolidar su carrera en los Estados Unidos con esta reinterpretación
del western primitivo de una factura tan impecable que deja boquiabierto al
espectador y va a arrasar, con toda seguridad, en la próxima edición de los
premios de la Academia, y con justicia, añadiría yo.
Hay
huellas de Sidney Pollack, y de uno
de los mejores westerns rodados, Las
aventuras de Jeremiah Johnson, interpretado por Robert Redford, en El renacido
(el entorno paisajístico que impone sus leyes; la relación con los nativos,
respetuosa dentro de una rivalidad sangrienta; la soledad del héroe) y de la
película de Richard C. Sarafian El hombre de una tierra salvaje con Richard Harris, de la que el último
film del director de Amores perros es
un remake. Pero también bebe El renacido,
y mucho, del misticismo de Terrence
Malick, y del propio del director mexicano que tiene tantos defensores a
ultranza por su estilo enfático, estético y ético, una opción muy defendible,
como detractores que opinan que siempre se le va la mano en el subrayado excesivo.
Y de Dersu Uzala, la última obra
maestra de Akira Kurosawa, que
seguramente ha tenido in mente el director mexicano mientras rodaba esta
historia épica de supervivencia en condiciones extremas.
Inspirada
en hechos reales, y eso habría que recalcarlo, porque parece imposible la
peripecia del protagonista, pero el hombre es así de obstinado (otro ejemplo
increíble sería Camino a la libertad
de Peter Weir), Alejandro G. Iñárritu (México D.F, 1963) sigue la odisea vital del
cazador de pieles Hugh Glass (Leonardo
DiCaprio), herido brutalmente por un oso (esa secuencia, por sí sola,
sencillamente magistral, ya salva la película y pasa a la historia) y
abandonado moribundo por sus compañeros. El deseo de venganza, y de sobrevivir
a pesar de las terribles adversidades y la dureza del entorno que hacen
insostenible la vida, hacen caminar a ese hombre malherido y de una fortaleza
física sobrecogedora trescientos kilómetros por un territorio hostil plagado de
peligros naturales (ríos y cascadas que tiene que sortear) y humanos (tribus
nativas que desean hacerse con su cabellera) en pos del hombre que lo ha dejado
tirado allí, el cazador John Fitzgerald (un irreconocible Tom Hardy interpreta al malvado).
No
puede haber un guion más simple que el de El
renacido (el director mexicano tuvo en cuenta el libro de Michael Punke El renacido: una novela de venganza), ni una interpretación más
parca en palabras: Leonardo DiCaprio,
privado de la voz por las heridas que le propina el oso, se expresa con
gruñidos y con lenguaje no verbal. Alejandro
G. Iñárritu, en estado absoluto de gracia y con la ayuda de una fotografía
magistral del también mexicano Emmanuel
Lubezki (El Nuevo Mundo y El árbol de la vida de Terrence Malick; Birdman; Gravity de Alfonso Cuarón), la otra estrella de la
producción, y punteada cada imagen con la música minimalista y muy japonesa de Ryuichi Sakamoto, uno de los más
extraordinarios compositores actuales, consigue montar un espectáculo de una
belleza visual sencillamente apabullante y meter al espectador en esos helados
paisajes cercanos al río Yellowstone y a las Montañas Rocosas.
El
protagonista principal de El renacido
es la naturaleza, esa naturaleza indómita y salvaje que se encontraron los
primeros exploradores de ese enorme e inabarcable país que ahora es Estados
Unidos, una naturaleza contra la que difícilmente podían luchar y que
sencillamente los devoraba (los personajes van todos mugrientos, barbudos y
llenos de mocos en su ambientación naturalista y cercana a la realidad; los
alimentos los consumen crudos; los delgados mimbres de su civilización se
desintegran ante la poderosa madre Naturaleza). No espere encontrar el
espectador complejidades psicológicas en los personajes de esta película,
porque todos son seres elementales, sin otra ansia que la supervivencia, y que,
o se integran en ese paisaje tan bello como letal, o perecen devorados por él. El renacido es un espectáculo
cinematográfico de altura, un film eminentemente físico (como lo era En busca del fuego de Jean Jacques Annaud)a disfrutar sin
complejos, con secuencias que quedan en la retina (ese ataque de los nativos
arikaras al grupo de cazadores junto al río del principio, rodado con
impecables planos secuencia y cámara con giros suaves que contrastan con el
dramatismo y la violencia de los filmado; los arikaras persiguiendo a Hugh
Glass por la llanura a caballo mientras intentan aflecharlo la partida de
indios que quieren cazarlo; el caballo despeñándose y sirviendo de refugio ante
la ventisca de nieve; la manada de bisontes en desbandada atacada por los lobos; la pelea a cuchillo con
John Fitzgerald, en la nieve, en la que cada tajo duele) y pueden marcar un
antes y un después dentro del western, creando escuela. El director de 21 gramos filma con
elegancia, y, hasta diría, con una armonía cósmica, las escenas de cruda
violencia que el espectador ve como connaturales dentro de la cosmogonía del
entorno, y en esa esquina se cruza también con el Terrence Malick de La delgada
línea roja, capaz de extraer poesía y humanidad de la violencia y sordidez
de un conflicto bélico.
Alejandro G. Iñarritu
filma la naturaleza salvaje en la que el hombre es una pieza más de ella,
perfectamente integrada, momentos antes de que empezara a destruirla (ya
empieza a destruirla con la caza indiscriminada de animales para el comercio de
las pieles y el sometimiento de los pueblos nativos a los que llegaría a
exterminar) y pone el énfasis en el instinto de supervivencia ante las
adversidades de que hace gala ese solitario protagonista que saca fuerzas de
sus sueños y de su pasado (la esposa que perdió; el hijo asesinado ante sus
ojos, que acuden a él en cuanto cierra los ojos) para realmente renacer de
entre los muertos y cobrar su deuda de sangre.
Una
película física, cien por cien, y en la que el director mexicano se reinventa a
sí mismo y se desafía para próximos proyectos. El mexicano, con sus clubes de
adoradores y detractores, es, sin duda, uno de los grandes a tener en cuenta. Y que sea fuerte El Negro, como el Hugh Glass de su última película, y no se deje
devorar por la industria del Imperio como le ha sucedido a muchos de sus
compatriotas.
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