LITERATURA / EL VIEJO MUERE, LA NIÑA VIVE, DE JULIÁN IBÁÑEZ
EL VIEJO MUERE, LA NIÑA VIVE
Julián Ibáñez
Es Julián Ibáñez (Santander, 1940)—La triple dama, Mi nombre es Novoa, ¿A ti dónde te entierro, hermano?,
Entre trago y trago, La miel y el cuchillo, Que siga el baile, El invierno
oscuro, Perro vagabundo, Giley, El baile ha terminado—el más veterano de los autores de novela negra de España y uno de los
más grandes. De él ha dicho Carlos Zanón
que es nuestro James Ellroy que
ha convertido el paisaje de los alrededores del Tajo, por donde vive, en el
escenario de sus secas y contundentes novelas escritas con un lenguaje muy
personal y un laconismo extraordinario que las hace latir entre los dedos de
los lectores.
Una anécdota simple marca el inicio
de El viejo muere, la niña vive.
Bellón, putero, soplón, macarra y matón de una casa de putas, gigolo de mujeres
a 50 euros el polvo, un buscavidas en toda regla que sobrevive en la jungla
humana, sorprende a una pareja en actitud íntima cuando está limpiando un
chalet y se cree solo. Sospecha que el tipo que está en la ducha con la chica lo
ha visto de refilón y escapa sin el botín. Cuando se entere, por la prensa, de
que la chica que ha visto desnuda es una policía y ha aparecido asesinada en
ese chalet, se complican las cosas. Cuando tiene que dar un golpe con el presunto
asesino, mucho más.
Julián
Ibáñez retrata de forma magistral, y sin esfuerzo aparente, el ambiente
lumpen en el que se mueve su protagonista en una novela en primera persona de
la que Bellón es el narrador. Comí en El
Badén, con vino de corcho. Luego entré en el Mócano a echar una copa y café.
Tenía en la cabeza la foto del chalet, también las palabras informando que
habían matado a una mujer. Una choni. La que yo había visto de espaldas en
pelotas. Mis pensamientos no avanzaban, estaban allí, detenidos, como si fuera
la estación final.
Entre
sus páginas encuentra el lector sorprendentes aciertos. El rostro es un cuaderno de caligrafía usado con multitud de líneas,
únicas para cada persona. O imágenes turbadoras de erotismo. Descansamos como un cuarto de hora, sin
decirnos nada, mirando al techo como si esperáramos que éste se fuera a abrir y
apareciera la mano de Dios para tirarnos de las orejas. Las bragas habían ido a
parar a un tocador y habían quedado colgadas de una botellita, se reflejaban en
el espejo, advertí que la imagen de las bragas en el espejo me excitaba, la
imagen real me dejaba indiferente.
Toda
novela debe tener personajes bien perfilados y Julián Ibáñez los mima a todos:
Murillo, el asesino argentino; Navarro; Azucena, la poli para la que trabaja
Bellón…y Bellón, claro, un tipo callado, ensimismado, delincuente de poca monta
que sobrevive con pequeños golpes (cómo despluma a un gay que cree que va a
darse una fiesta con él). Y toda novela negra precisa de acción: atraco al
empleado de banca; el botín de la bolsa de la pelea de perros con el que se
hace la extraña banda; el golpe final.
El
laconismo también le sirve a Julían
Ibáñez a la hora de las descripciones físicas de sus personajes, a los que
retrata con pinceladas someras. Era una
tía guapa pero no demasiado, estaba bien pero tampoco demasiado, era tirando a
menuda. Pero era la bomba atómica. Algo difícil de describir, algo que a los
tíos seguramente les volvía locos, con pasta o sin pasta, a los tíos que
trabajan como mulas toda la semana y el sábado querían una tía que les
escuchara después de correrse.
Pero
no deja de haber una cierta ternura en ese mundo en el que se mueve Julián
Ibáñez y su personaje Bellón, así es que el territorio de la marginalidad aparece
retratado con cariño. Las putas hablaban
entre ellas mientras follaban, hablaban sobre las letras del piso, sobre los
hijos y sobre adónde iban a ir de vacaciones. Yo me sentaba sobre los rastrojos
y me dedicaba a fumar y a escuchar. Me gustaba oírlas hablar. Era como una conversación
de familia, como si estuviéramos cenando alrededor de la mesa.
No
hace alarde Julián Ibáñez de una violencia tarantiniana,
huye de la hipérbole sangrienta para así hundirnos en el realismo de lo que
narra. No le dio tiempo a sorprenderse.
Le di una patada seca en la espinilla, se dobló y se cayó de bruces contra el
pavimento. Me eché encima de él con la rodilla por delante aplastándole la
columna. No había soltado la pistola. Le cogí del pelo con las dos manos y le
golpeé el rostro contra la acera. Tres o cuatro veces. No soltaba la pistola.
Con
El viejo muere, la niña vive, que
publica la editorial Cuadernos del
Laberinto en su colección Estrella
Negra, Julián Ibáñez, que obtuvo
el premio L’H Confidential y fue finalista del RBA de novela negra, construye
un mundo marginal creíble y muy personal que tiene sus raíces en esa tierra
árida y polvorienta, su territorio, en la que se alternan los polígonos
industriales con sus naves gigantescas, los bares de carretera que son como
tabernas de western y las casas de putas con sus abnegadas trabajadoras.
Una
novela absolutamente recomendable para el más exigente degustador de novela
negra hispana. Como si Juan Madrid
se cruzara con Juan Marsé. O
cómo si el gran Jim Thompson no
hubiera muerto. Julián Ibáñez es un
escritor de culto, uno de los grandes, y, además, un gran tipo.
Comentarios