VIAJES / UNA ISLA, UN PAÍS/ BAJO EL VOLCÁN
Bajo el volcán
Mientras
desayuna de forma opípara en ese Little Hotel regentado por portugueses y
disfruta con los primeros huevos (importados) fritos de Islandia, Abimael
Koczinsky repara que aún no se ha metido en el interior de ningún cráter en esa
isla volcánica por excelencia, así es que cuando carga las maletas en su Hyundai
gris de alquiler, tras abonar una factura de 16.000 coronas del hotel y
felicitar a ese grupo de emprendedores portugueses que lo regenta, va en su busca.
Hoy el
día sigue siendo tan perfecto como ayer. Además se ha levantado con una buena
noticia: el hotel Kea de Akureyri ha localizado la tablet olvidada en la
habitación y se la enviará por correo. Eso espera porque confía en la honradez
islandesa y no es vasco. Peor habría sido dejar el ordenador. Deja atrás las
fumarolas de Geysir a su espalda y circula hacia Selfoss por una carretera de
ancho perfecto, la 35. El navegador le indica que invertirá en hacer esos 62
kilómetros unos 48 minutos. De cuando en cuando detiene el coche para hacer
fotografías a los pequeños caballos islandeses y las ovejas. Echa de menos los
cisnes de las zonas costeras aunque ve un par de solitarios ejemplares comiendo
hierba. También se detiene cuando cruza el puente sobre el río Sogid, que
parece un lago, y reduce a cincuenta kilómetros la velocidad estándar 90 km/h de
su coche cuando pasa por las poblaciones. En esa zona de Islandia los radares
son frecuentes y si las multas están a la altura de los precios pueden ser
terroríficas.
A
veinte kilómetros de Selfoss está el cráter Kerid, un volcán de manual que es
de propiedad privada. Si en el resto del mundo uno puede tener una parcela, si
tiene dinero para pagarla, en Islandia se puede comprar un volcán. El Kerid
tiene una altura modesta, 55 metros, y un perímetro de 270 metros por 170.
Abimael Koczinsky, tras aparcar el coche, paga escrupulosamente las 200 coronas
de la entrada a una señora refugiada en una taquilla, seguramente la dueña, e
inicia su paseo circular por la cumbre de ese volcán redondo de explosión en
cuyo fondo hay un precioso lago de aguas color turquesa de una profundidad
máxima de 17 metros en el que a lo mejor se bañan los islandeses en verano. El
sendero que bordea al lago alterna la tierra negra con la roja. El musgo y
otras plantas crecen alrededor de ese volcán perfecto.
Un
sendero escalonado invita al viajero a bajar hasta el fondo de ese fenómeno
dormido de la naturaleza que no tiene ningún tipo de actividad. La sensación de
frío intenso desaparece en cuanto encuentra Abimael Koczinsky el cobijo de las paredes
casi verticales del cráter. El agua turquesa de su lago es transparente. Lo
bordea por una senda estrecha hasta dar la vuelta completa y asciende luego
hacia el parking.
De
nuevo en el coche circula hacia Reykjavik y le sorprende, entre otras muchas,
una enorme fumarola que surge de uno de los montes volcánicos. Coge un desvío y
hacia ella se dirige. No se trata de un geiser sino de la central geotérmica de
Hellisheidi, la más moderna de Islandia, una fábrica de energía volcánica
perteneciente a la empresa pública Orkuveita
Reykjavikur cuyo vanguardista edificio completamente acristalado, para
aprovechar la luz solar, es en sí una obra de arte.
Aparca
nuestro viajero en una explanada, que huele a huevos podridos y está barrida por
las fumarolas del volcán, y entra en el gigantesco edificio para asistir a una charla
abierta sobre energía geotérmica. Una alta muchacha islandesa rubia, que
también se encarga de la tienda de souvenirs de la fábrica en donde se venden
puffins, sal volcánica, mermeladas y libros de fotos, ilustra al grupo de
visitantes sobre el milagro islandés que le hace depender sólo un diez por
ciento de los combustibles fósiles contaminantes, fundamentalmente para los
vehículos. Mediante un sistema de perforaciones en la caldera del volcán en
donde se asienta la planta geotérmica, se inyecta agua a presión, se calienta a
temperaturas incalculables y es enviada por conducción a Reykjavik para su
utilización doméstica en calefacciones, cocinas y el calentamiento de las
calzadas de las calles para que no se hielen en el crudo invierno. El queso de
la energía del país que es isla se divide entre un 71% de energía hidroeléctrica,
la producida por los ríos y saltos de
agua, y un 29% de geotérmica, la de los
volcanes, por lo que cabe afirmar que Islandia, primer país del mundo en
consumo per cápita de energía (10 veces más que España), es el menos
contaminado del planeta.
Tras su
doble inmersión vulcanológica decide nuestro viajero que ha llegado la hora de
despedirse de ese país mágico, hermoso, rabiosamente caro y gentes pacíficas y
cultivadas, así es que vuelve hacia atrás, y aprovechando el buen tiempo
regresa a la catarata Gullfoss, cascada dorada literalmente.
De
nuevo se queda paralizado ante ese abismo de agua atronador tan bello como
grandioso. Y en esa segunda visita a esa portentosa catarata descubre a una
nueva heroína islandesa: Sigridur Tomasdóttir, de la que hay una placa
conmemorativa,. Esa vikinga de rasgos endurecidos por el
frío fue la segunda de 13 hermanos, una luchadora
que caminó descalza desde Gulfoss a Reykjavik para evitar que la extraordinaria
catarata fuera convertida en presa hidroeléctrica y amenazó con tirarse de
cabeza a ella si no lo conseguía. Venció, trazó los itinerarios para los
visitantes de esa maravilla de Islandia y murió plácidamente a los 87 años.
Regresa
a Reykjavik ya, entra en la ciudad cuando anochece, encuentra a la primera su
hotel Baron Foss, a un paso del paseo marítimo, deja el equipaje y se va a
cenar a un restaurante del centro. Nada mejor que una crema de langosta para
despedirse de un país de ensueño, uno de los más extraordinarios que ha visitado,
maravilloso como diría alguien que conoce. Y brinda consigo mismo, afortunado
por haberlo conocido. Si Dios existe, Islandia es su obra maestra.
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