VIAJES / UNA ISLA, UN PAÍS / BLANCO
Blanco
Tiene
Islandia una paleta de colores bien definida. El blanco es uno de ellos. El de
los glaciares perpetuos. El de sus montañas nevadas. El blanco puede ser tan
bello como aterrador.
Decide
Abimael ir al norte de la isla cuando se despierta en ese idílico hotel cabaña
de madera con singulares vistas sobre el fiordo y unta rebanadas de pan de
centeno con mantequilla salada y mermelada de naranja. La oronda chica
islandesa le prepara café aguado, americano. Al menos se lo sirve en taza de
loza. Y los huevos revueltos de gallinas que no ha visto por ninguna parte, que
deben importar, están algo resecos. Todo lo perdona por la comodidad de la
habitación.
Son
casi trescientos kilómetros los que le separan de Akureyri. El navegador le
indica que deberá invertir en ello seis horas. Serán muchas más, pero él no lo
sabe. Serán más porque será difícil que por el camino no se vaya deteniendo,
baje del coche e intente captar con su Cannon paisajes de ensueño.
La ruta
1 serpentea por una costa recortada y tanto se aleja de los volcanes marítimos
como de un horizonte de tierras volcánicas. A veces la carretera cruza campos
de lava solidificada en los que crece una vegetación rala resistente a las
fuertes corrientes de viento. Ha desistido de contar ríos, y los puentes en una
dirección que los cruzan, y las cataratas que se despeñan desde cimas de
vértigo. Se detuvo en una que el viento barría como la cola de un caballo y el
agua pulverizada formaba un incesante arco iris al ser rozada por el sol. La
carretera bordea el mar embravecido, unas veces, o plácidas lagunas saladas a
resguardo por barreras volcánicas que actúan como escolleras. El viento va y
viene a su antojo, así es que, contra su costumbre, nuestro viajero conduce con
las dos manos aferradas al volante por el medio de la estrecha carretera si no
viene nadie en dirección contraria (y no viene nadie), para que el viento, en
la hipótesis de una ráfaga traicionera, no le saque de la calzada y lo arroje a
una laguna, a un lago o a un río.
Luce en
el cielo un azul perfecto cuando descubre el lago de los cisnes. ¿Acaso estuvo Tchaikowski
aquí para componer su celebérrimo ballet? Detiene el coche en un pequeño ensanchamiento
junto a la gigantesca laguna salada de Alftafjördur, que se comunica con el mar, asombrado por lo
que ven sus ojos. Miles de cisnes, sí, miles, él que creyó que el cisne era un
animal solitario, bogan en cerrada formación por esa laguna herida por el sol y
barrida por un viento gélido. Algunos están en la orilla. Otros en el centro
del lago. Unos aletean agitando sus enormes alas para emprender el vuelo. El
silencio absoluto lo rompen el viento huracanado y el graznido de las aves. A
medida que Abimael Koczinsky se acerca a esas elegantes aves acuáticas, ellas,
como si intuyeran su curiosidad, se alejan hacia el centro del lago. Podría
estar horas sentado en una de las orillas, de espaldas a los volcanes
de paredes de ceniza ocre, contemplando las evoluciones de las aves, pero tiene
mucho camino por delante y regresa al coche, la cabeza baja, como si embistiera
al viento. Y cuando se pone en marcha determina que Islandia está poblada, por
este orden, por chinos, corderos y cisnes. Luego están los islandeses, en minoría:
3 habitantes por kilómetro cuadrado. Y a Abimael le viene el recuerdo de otro
territorio despoblado: Alaska. Islandia podría ser Alaska sin bosques boreales
y con volcanes.
La ruta
1 trepa por acantilados vertiginosos y abajo el mar brama con fuerza removiendo
piedras y arena volcánica. La costa recortada tiene una forma caprichosa, como
mordida a bocados por ese mar nunca quieto que azota las costas y lleva en sus
entrañas ese bacalao que todavía no ha probado. La hierba larga que no cortan
los corderos se agita junto al mar. Se detiene en un mirador, y luego lo hace
en un aparcamiento a pie de playa. Abrir la puerta del coche es un esfuerzo
titánico, una lucha a brazo partido contra el viento que sopla huracanado y multiplica
la sensación de frío de los cinco grados reales a menos diez. El mar bate
furioso contra la arena y dos rocas ciclópeas plantadas por una de las muchas
erupciones de la isla en una playa, como todas las de Islandia, en la que nadie
se baña a no ser que quiera perder la vida.
Sigue
camino mientras reflexiona sobre ese pequeño país que forma parte de la OTAN sin
tener ejército y apenas policía, que dejó caer los bancos y por ellos fue
noticia, que permitía matar a los balleneros vascos hasta el año 2015 en la que
esa ley del rey de Dinamarca Cristián XIV se derogó 400 años después de promulgarse.
El único asesinato masivo, la única masacre de la que se tiene noticia en
Islandia, fue contra los vascos de un ballenero que naufragó en sus costas: sus
32 supervivientes fueron pasados a cuchillo por orden de Ari Magnússon, el jefe
de la zona. La cacería de los pescadores vascos, otrora bien recibidos por los
isleños con quienes comerciaban a cambio de pescar ballenas y extraerles la
grasa, roza el relato de terror. Uno a uno los infortunados euskaldunes, que
incluso habían dejado alguna palabra en euskera en la isla, fueron perseguidos,
mutilados a hachazos, descabezados, desventrados y arrojados al mar por una
turba de vikingos islandeses sedientos de sangre. Ahora los vascos son bien
recibidos por los afables islandeses que olvidaron derogar esa ley que permitía
asesinarlos hasta hace poco más de tres años y en 2015 se abrazaron
descendientes de los asesinos y de las víctimas para sellar definitivamente el
conflicto. Ahí hay una novela, piensa el
viajero que, cuando regresé a su país, indagará si el gobierno de Islandia
concede una beca a un escritor español que quiera escribir un libro sobre el
suceso.
Recorre
varios fiordos de nombres impronunciables y escritura aún más complicada de un
islandés que viene del noruego. El pequeño de Stoôvarfjörôur, el mayor de
Fáskruôsfjörôur. El respeto por el ecosistema impide a los islandeses trazar monumentales viaductos que los crucen, así es que los sustituyen por pequeños puentes en su
parte más estrecha, y ese afán loable de preservar la belleza natural
del paisaje, una de las riquezas de ese país minúsculo en población, multiplica
por dos la carretera cada vez que llega a un fiordo, porque debe recorrer en
coche cada una de sus dos orillas, pero la visión del paisaje compensa el
tiempo invertido. Y se va parando. Y va haciendo fotos. Y sigue haciendo frío,
que palía con ese anorak que también es forro polar que se compró en Alaska.
Empieza
a atardecer cuando deja la costa tras bordear el último glaciar, y el mayor, el
Reyoarfjörôur, del que hace un sinfín de fotografías de los montes nevados
junto al mar y de sus criaderos de langostas circulares, y la 955 enlaza con la
92 y le lleva a Egilsstaoir. Allí, en las afueras, carga el coche de gasolina de
98 octanos y se toma un café con leche inmundo y un cruasán relleno de jamón de
York a su altura.
Para
llegar a Akureiry tiene que coronar un sinfín de puertos de montaña, y eso
Abimael Koczinsky no lo sabe. La ruta 1 trepa de nuevo y le deja visiones
espectaculares en la retina según escala el primero de ellos por una
pendiente larga y pronunciada que comienza a helarse. La última visión con la
luz del atardecer es la de una luz rosácea, como un halo, una especie de aurora
boreal, que corona una cima volcánica nevada. Y luego, oscuridad total, y más
tarde, pesadilla.
Islandia
decide desafiar al viajero en esa noche larga. Sesenta kilómetros a oscuras,
por una carretera escasamente transitada y helada. La ventisca arrastra la
nieve de los arcenes al asfalto con figuras fantasmagóricas que le hacen pensar
en la magia del país, en sus leyendas y sagas. El polvo de nieve se arremolina
delante de su coche, serpentea por el asfalto. Parece un fantasma blanco, un
espíritu. El coche patina en alguna subida cuando tropieza con un grosor de
nieve considerable, pero marcha relativamente bien sobre la nieve helada que
cruje bajo sus ruedas. Cuando corona el primer puerto en solitario, porque a
esas horas de la noche ya no circula nadie por las carreteras de Islandia,
tiene la sensación de estar en una meseta interminable. La carretera pasa al
lado de un gigantesco lago que no ve pero que intuye nevado. La nieve lo rodea
por todas partes aunque no la vea. Luego empieza a caer con fuerza, a
rachas, y a helar el parabrisas. La recta termina y el descenso es lo peor.
Reduce marchas pero la carretera es una pista deslizante. Roza el freno y el
coche se descontrola. Decide frenar con las marchas. La segunda produce un
ronquido brusco del motor, una violenta sacudida, y el coche tarda tiempo en frenarse en esa
pendiente helada que luego se suaviza y permite seguir con la tercera. Baja un
puerto de montaña y sube otro, peor. Y así uno y otro, una y otra vez, dos
horas interminables en hacer esos sesenta kilómetros que le separan de
Akureyri.
Cuando
divisa las luces de la ciudad que se reflejan en el fiordo de su nombre se
siente a salvo, respira hondo. Prefiere el viajero toparse cara a cara con el oso
psicópata en busca y captura del Valle de Arán que enfrentarse a una pista helada.
El
hotel Kea, en donde tiene la reserva, está en el centro, muy cerca de las
escaleras que conducen a la iglesia que iluminan con luces rosáceas por la noche,
pero el GPS lo envía a las afueras. Parece que no termina nunca la pesadilla.
Vuelve al centro, busca la iglesia y encuentra a su lado el hotel, uno de los
pocos edificios de piedra de la población, un establecimiento con empaque
aunque con un estrambótico servicio de ascensores: para ir al primer piso tiene
que tomar un ascensor que va al tercero, descender, recorrer un largo pasillo y
tomar otro ascensor que lo lleva a su destino. Una tarjeta perforada le abre la
puerta. Se ducha y luego, literalmente, se derrumba en la cama. Infierno
blanco, piensa mientras cierra los ojos bajo el edredón nórdico. Y en sus
pesadillas ve su Hyundai precipitándose al vacío.
Un pueblo de la América profunda, la que vota a Donald Trump, en donde no pasa nada. Unos vecinos encantadores que se llevan muy bien. Hasta que una chica es brutalmente asesinada y todo se tuerce y aflora un mundo de rencores y malas pasiones. Cien por cien Jim Thompson. MALA HIERBA ¿Aún no la has leído? En Amazon, Casa del Libro, Corte Inglés, FNAC.
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