VIAJES / UNA ISLA, UN PAÍS / GEYSIR
Geysir
Tuvo un
sueño de lo más extraño esa noche. Soñó con un muerto que estaba vivo. Habló
con él como si no hubiera perdido la vida en el aeropuerto de Bangkok hace una década.
Lo invitó, incluso, a un festival literario. Te lo pasarás bien, hay muchos colegas y amigos, le dijo al
escritor muerto que físicamente no era exactamente a como recordaba. Tenía
pelo. Claro, los escritores no mueren, dejan sencillamente de escribir.
Mientras
saborea la mantequilla salada del buffet libre del hotel Kea de Akuryeri se
imagina conduciendo por carreteras nevadas sin ruedas de clavos. El miedo es un
mecanismo mental de supervivencia. Lo
experimentó esa noche de Walpurgis subiendo y bajando puertos.
Pregunta a un amigo por WhatsApp si tiene experiencia de conducir por hielo.
Hielo. Su obsesión desde que una placa estuvo a punto de mandarlo al fondo de
un barranco.
Al
menos no ha nevado, piensa con un suspiro, mirando a la calle desde la ventana
del restaurante del hotel. El día es espléndido en Akureyri. El frío,
espectacular. Cinco bajo cero. Abona la cuenta, se deja la tablet en la
habitación y carga el equipaje en el Hyundai.
El
navegador le indica que para llegar a Geysir, su próximo destino y el nombre
del fenómeno natural que tiene lugar allí, invertirá seis horas. Si no
encuentra dificultades en las carreteras. Géiser es la única voz islandesa de
la RAE. Sale de Akureyri a las nueve en punto y toma la 1, la carretera que
bordea la isla. Parece que llanea. Pero luego sube y se dirige a unas montañas
nevadas. Decide saborear el majestuoso paisaje de volcanes blancos por entre
los que la carretera discurre. Si hay que morir, que sea disfrutando. El
ascenso es suave. Espera que el descenso también lo sea. Se cruza con una
máquina quitanieves, la que ha dejado limpia la carretera 1 y la ha sembrado de
gravilla para que los coches no patinen. Suspira aliviado. Nada que ver con la
ruta del sur al norte. Se detiene, incluso, en los ensanchamientos de la
carretera a hacer fotografías. Las vistas son majestuosas, el cielo blanco se
confunde con las cimas nevadas de las montañas.
La 1
desciende suavemente de ese puerto nevado, tras coronarlo. Abimael circula
con la cuarta marcha mientras busca música islandesa moviendo el dial de la
radio. Björk, por ejemplo. Pero se ha dado cuenta de que en la sección de discos
de la librería Kea de Akureyri no tienen ni un solo CD de la cantante islandesa
que tanto le gusta. Nadie es profeta en su tierra.
Hay
tráfico moderado. Le pasan todoterrenos con ruedas de clavos. Se alterna el sol
con las nubes en el cielo. Luego, el paisaje nevado queda atrás y la carretera
discurre entre montañas medianas espolvoreadas de blanco.
En
Islandia los cambios climatológicos se producen de una forma brusca. Basta
subir cien metros para que cambie el tiempo y con él el paisaje. Cruza una
meseta completamente nevada cuando creía que ya no iba a ver más nieve por el
camino. Pero la calzada está limpia y sólo quedan restos en los arcenes. Hay rocas
volcánicas redondas, seguramente las que salen despedidas por los conos de
explosión, doblemente recubiertas de musgo y nieve.
Lleva
dos horas conduciendo por la 1 en dirección a la capital. Se impone una parada
antes de llegar a destino. No hay una sola población digna de ser llamada así
en todo el trayecto, solo casas aisladas rodeadas de pastos en donde pacen
pequeños caballos de altura algo mayor que los mongoles y las sempiternas
ovejas lanudas, bolas blancas de las que sobresalen puntiagudos hocicos. Ve a
lo lejos el anuncio de un hotel restaurante. Sale de la carretera en un desvío
y aparca el coche delante de un establecimiento con encanto. Lo llevan dos
chicas jóvenes que, además de cocinar, son artistas orfebres. Antes de entrar
en el comedor, en donde hay una pareja, pasa por su tienda, observa los
collares y anillos que elaboran, los cuadros que pintan, las fotos que hacen,
todo a la venta. No le convencen los precios.
La
comida del restaurante tiene el certificado de ecológica. Los animales son de
las dos chicas, los ha visto Abimael por los alrededores antes de franquear la
puerta del local, y certifican que no utilizan vacunas. Las verduras también
las cultivan ellas en un invernadero. Pide una cerveza de centeno, oscura, y
una especie de cerdo mechado sobre una pasta de pizza con trozos de brócoli al
dente. No se entretiene. Quiere llegar a destino antes de que anochezca.
Sigue
conduciendo hacia Reikjavick por la 1. A la altura de Borgarnes la deja y se
mete hacia el interior tras atravesar un fiordo por un largo túnel submarino.
Para los islandeses el paisaje es sagrado y hacer un viaducto sería sacrílego.
Luego reconoce el lago que bordeó el primer día en Islandia para dirigirse a
las cataratas de Gullfoss y la carretera que tomó, estrecha, tortuosa,
bordeando la orilla.
Geyser
aparece en el horizonte quince minutos antes de que llegue, al entrar en el
valle de Huakadalur. Enormes fumarolas que se elevan en el cielo y salen de las
entrañas de la tierra. El hotel Little Geyser está a tiro de piedra del geiser
mayor. Un edificio de chapa metálica, de una sola planta, con tejado a dos
aguas e interior acogedor y confortable con suelo enmoquetado. Le llaman la
atención sus empleados, una docena, muy jóvenes, todos morenos, con aspecto de
no ser islandeses. Y además hablan castellano bastante bien, con acento
gallego. Son portugueses. Un grupo de jóvenes emprendedores que ha conseguido
la concesión de ese hotel durante un cierto tiempo, lo gestionan y se encargan
de su cocina. Abimael Koczinsky les pregunta por qué están en Islandia. Por el sueldo, contesta el recepcionista
alargándole la llave de la habitación 103.
Hay
cosas que no entiende de este país, además de las fachadas de aluminio de las
casas. Es caro porque todo lo importan. En energía se autoabastece gracias a la
producción geotérmica, que además de limpia es barata. Pero, ¿de qué
viven los islandeses? Vale que son muy pocos, eso es una ventaja. Pero no ha
visto grandes flotas pesqueras, a no ser que estén faenando todas, ni grandes
industrias. No entiende por qué no cultivan algo además de patatas. No entiende
por qué apenas hay vacas con la extensión interminable de sus pastos. Las
ovejas y la producción de lana es otra de sus riquezas, de acuerdo. Pero eso no
genera tanto dinero. La clave de ese país es que son pocos, la mitad de cualquier
ciudad media española, y la isla da riqueza suficiente para todos.
Son las
cinco de la tarde y eso quiere decir que todavía puede disfrutar de hora y
media de sol. Deja las maletas en la confortable habitación y cruza la
carretera para ver los geiseres. No admiten comparación con los de Yellowstone,
en Estados Unidos, pero son espectaculares. Huele el ambiente a azufre y grupos
de turistas, cámara en mano, dejan de lado los géiseres más modestos y
rodean el principal. Hay letreros en el suelo que advierten que no se debe
meter la mano en los riachuelos de agua hirviente que salen de las entrañas de
la tierra porque los cien grados de temperatura la quemaría. El agua hierve a
borbotones en una pequeña hondonada, como si fuera una marmita.
No hay que esperar mucho para ver el
espectáculo. Aquí no hay un graderío, como en Yellowstone, pero sí unos cuantos
bancos para sentarse a esperar. El Gran Geysir es metódico. Primero hierve el
agua de la pequeña laguna, humea tanto que envuelve a los espectadores en esa
niebla sulfurosa que huele a huevos podridos, luego se produce un rugido interno
y se eleva un breve chorro de agua; dos minutos más tarde la tierra tiembla y
el geiser expulsa a las alturas un chorro de agua hirviente de ochenta metros
de altura, cuarenta menos que el de Yellowstone, y le siguen un par de réplicas
más modestas. Durante una temporada el Gran Geyser permaneció mudo e inactivo
por culpa de las monedas que los turistas echaban en su piscina y taponaron la
salida del chorro del agua. Durante la última erupción del volcán Ekla, la que
interrumpió todo el tráfico aéreo europeo durante una semana, el Gran Geyser
subió hasta los 120 metros de altura.
Vuelve
Abimael Koczinsky a la confortable habitación del hotel Little Geysir calentado
con la energía geotérmica. Busca entonces la tablet en la maleta y no la encuentra.
Revuelve toda la ropa, la saca, la deja sobre la cama, y sigue sin aparecer la
tablet que olvidó en la habitación 104 del hotel Kea de Akureyka. No tiene
tiempo de coger el coche e ir a buscarla. Escribe un mail al hotel rogando que
se la envíen a su domicilio en España. Decide no hacerse mala sangre con el
asunto. Así es que aspira y espira con fuerza y pronuncia el sonido mágico de
los monjes tibetanos, Ommm, y se echa en la cama.
Duerme
media hora. Se levanta luego y va a cenar al bonito y amplio comedor muy
concurrido en el que hay un enorme telescopio a disposición de los huéspedes. Pide
crema de langosta con nata y platija con risotto de queso. Bebe una Gull que
estaría más fría si la hubieran tenido en el exterior del hotel. La comida es
tan excelente como cara: 8.000 coronas, unos 74 euros. Hay turistas hindúes, un
grupo de yanquis de la tercera edad muy ruidosos (los primeros que ve en
Islandia) y escasos chinos. Está saboreando la platija cuando uno de los
amables camareros portugueses le avisa de que hay una aurora boreal. El comedor
se vacía. Los comensales salen en tropel al exterior, dejando sus platos a
medias y sin importarles los dos grados bajo cero, armados con sus cámaras de
fotos. Y todos contemplan la magia de ese baile de luces blancas en el cielo,
fantasmales, ondulantes, que en foto adquieren un color verde. Islandia es
mágica, acaba reconociendo nuestro viajero, que vuelve al comedor a acabar el
pescado del día y luego vuelve a salir, se sienta en un banco y sigue la
evolución de la primera aurora boreal que ve, y quizá la última, hasta que
desaparece del cielo y retorna la oscuridad.
Una novela estremecedora sobre uno de los asesinos en serie más sanguinarios del nazismo: Aribert Ferdinand Heim. Doctor Muerte. El carnicero de Mauthausen. Una huída que dura 40 años. Un policía que no ceja en darle caza.
Comentarios