CINE / SIRAT, DE OLIVER LAXE
Puede que sea Oliver Laxe
el adalid del cine de autor español, junto a Albert Serra, como en un pasado lo
fue Julio Medem. Ambos, el catalán y el gallego, hacen cine que incomoda y sacude,
del que el espectador, hipnotizado, como en algunas películas de Lars von Trier
o de Michael Haneke, sale tocado. Cine sin concesiones al espectador. Una de
las funciones del arte es conmover, sacudir y provocar, y estos dos
realizadores, con unos lenguajes cinematográficos muy personales y diferentes,
lo consiguen.
Sirat,
en su parte de película de aventuras, que lo es, remite a una anterior del
director: Mimosas. El escenario desértico e impresionante es parecido.
Un padre, Luis (un extraordinario Sergi López), junto a su hijo Esteban (Bruno
Núñez), va en busca de su hija María desaparecida en una rave en el desierto.
La película empieza así, con una fiesta explosiva en un apartado paraje de Marruecos.
Cientos de personas bailan sin cesar, día y noche, sacuden con sus pies el
polvo del árido paisaje, al ritmo de música electrónica que escupe una batería de
enormes altavoces, como derviches giróvagos hasta llegar al éxtasis (en un
televisor se ve a los peregrinos vestidos de blanco dando vueltas a la Kaaba de
la Meca, por el mismo motivo). La música y la danza como escapatoria lisérgica
a este puto mundo que los rodea y del que huyen. El refugio de los derrotados o
de los que se han cansado de luchar. Un ambiente enrarecido y enloquecido al
que padre e hijo, extraños en ese magma humano poco amable y muy alejado del hipismo
colorido, se van adaptando. Y allí, tras su búsqueda infructuosa, tras repartir
fotos de la chica entre los asistentes, siguen a un reducido grupo que les
habla de otra rave misteriosa en la frontera con Mauritania en donde puede
estar esa hija desparecida. Y padre e hijo emprenden esa aventura por el
desierto, que tiene mucho de conradiana, integrándose en una tribu de tullidos físicos
(a uno de falta una pierna, a otro, un brazo) y emocionales que han grabado en
sus pieles sus gritos de protesta.
Oliver Laxe opta por la
aspereza (la fotografía del desierto está en las antípodas de El cielo
protector, el desierto no es ensoñación sino pesadilla), por el feísmo (los
componentes de ese grupo variopinto que circula en estrambóticos vehículos
adaptados al terreno son físicamente repelentes y remiten a lo postapocalíptico
de Mad Max). El entorno, con sus vientos huracanados, sus tormentas de
arena, sus ríos infranqueables, se convierte en un infierno que deben atravesar
los componentes de esa expedición mística tan enloquecida como la de Fitzcarraldo
de Werner Herzog en busca de ese El Dorado (la rave en Mauritania) que no
se sabe si solo existe en su mente. El río Congo es el desierto del Sahara del
que huyen en estampida los miserables de la tierra sacudidos por las guerras:
en una de las escasas gasolineras del desierto se agolpan cientos de camiones
con refugiados que huyen del caos. Sirat, según la religión islámica, es
el puente que los justos deben cruzar en el día del juicio para llegar al Paraíso,
más delgado que un cabello y más afilado que una espada.
Sirat
duele, como casi todo el cine de Michael Haneke. Sirat, premio del
jurado del último festival de Cannes, como parte del cine de Albert Serra, bebe
también de David Lynch (esos planos de carreteras infinitas y sus líneas discontinuas
captados a alta velocidad; la utilización dramática de la música; la rareza
física de sus personajes que parecen salidos de La parada de los monstruos
de Tod Browning). Oliver Laxe, desde la pantalla, noquea literalmente al
espectador en dos secuencias, cuando la situación de esa expedición cambia para
ir a peor y el drama forma parte consustancial de ella, es una pesadilla de la
que no podrán escapar, engulle al grupo en sus arenas movedizas. Pero en ese
tránsito no hay héroes como sí en Camino a la libertad de Peter Weir,
otra road movie existencial.
La última película del
director de Lo que arde producida por los hermanos Almodóvar es puro
cine. La larga secuencia en la que los tres vehículos escalan por la pista
imposible de una montaña escarpada del Atlas en donde se quedan atascados
produce vértigo, está rodada de forma tan magistral que el espectador se aferra
al brazo de la butaca para no caer al abismo. Las tomas nocturnas de los vehículos
todo terreno rodando por el desierto al ritmo de la música acid house fascinan
por su extraña belleza. Oliver Laxe opta por un cine inmersivo e invasivo que
sumerge al espectador en la aventura y en el drama. Sirat, en desolación,
se anticipa a lo que está sucediendo ahora mismo en el mundo (se habla de esa
tercera guerra mundial que prácticamente tenemos a la vuelta de la esquina sin
que hagamos nada, inconscientes de nosotros, por evitarla). Hay que estar
bailando en una rave infinita, hasta la muerte, para huir del horror, subir por
esa escalera imaginaria que dibujan los reflectores azules en la mole montañosa
al principio del film y huir por esa realidad paralela de la inmundicia de este
mundo. Magistral film el de Oliver Laxe orquestado en torno al dolor y a la
desesperación, experiencia espiritual esta travesía del desierto tan física y
agotadora. Puro cine, aunque duela, y duele muchísimo.
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