SOCIEDAD / LAS FALACIAS DE ISRAEL
El lobby judío es muy
fuerte, y muy rico y extraordinariamente poderoso. Maneja miles de millones de
dólares, es muy influyente dentro de Estados Unidos en donde, además, tiene una
relación muy estrecha con los cristianos evangélicos. De hecho, todos los
presidentes norteamericanos, además de pactar con el lobby petrolero y el
armamentístico, tienen que hacerlo también con el judío que, en cierta medida,
fiscaliza la política exterior del país, uno de cuyos ejes ha sido la defensa a
ultranza de Israel, y esto ha sucedido tanto si gobernaban los demócratas como
los republicanos. Son muchos los que afirman, y me sumo a ello, que Israel es
el estado 51 de Estados Unidos.
Ese lobby judío, en
realidad, es un lobby del estado de Israel. Durante años ha explotado a
conciencia el Holocausto que perpetró el III Reich contra ellos, sin tener en
cuenta que en esa atrocidad fueron asesinados gitanos, eslavos, homosexuales e
izquierdistas, pero esos no interesan a Israel, pasaron a un segundo plano. No
hay que confundir Israel con el pueblo judío. De hecho, existen millones de
judíos que odian al estado de Israel, y más en estos momentos, que no se
identifican con el estado genocida y les causa una vergüenza espantosa que los
confundan, e incluso hay ultraortodoxos, los de Naturei Karta, antisionistas convencidos, que abogan por el
reconocimiento de Palestina y que viven dentro de Israel, pero son una minoría
exigua. Israel gana la batalla de la sangre y la violencia, eso es indudable,
porque posee uno de los ejércitos más formidables del mundo, las Fuerzas de Defensa
Israelí, forjadas en mil batallas victoriosas (han derrotado, pese a su
inferioridad numérica, a todos los países árabes de su entorno) y armadas hasta
los dientes por Estados Unidos, pero la batalla del relato la ha perdido por
completo con la carnicería que está cometiendo en Gaza y mucho dudo que pueda
recuperarla.
El lobby sionista
contraataca en las redes con una serie de mentiras que demuestran el cinismo
institucional de Israel para contrarrestar las imágenes de la barbarie que
provoca su ejército en su masacre sistemática de civiles y de ellas se hace eco
Benjamín Netanyahu, reclamado por la Corte Penal Internacional por crímenes de
guerra. Una de las más flagrantes es que su ejército es el más moral del mundo,
y eso lo desmienten las atroces imágenes que vemos a diario y el especial
ensañamiento con la población civil en esa operación de exterminio que se
parece mucho a la solución final del III Reich, y el trato inhumano que inflige
a sus prisioneros que incluyen torturas y violaciones documentadas y que no han
tenido el más mínimo castigo. Otra, más esperpéntica que esta, y de un cinismo
considerable, es que la hambruna que han decretado sobre la población de Gaza
para exterminar a los sobrevivientes de sus bombardeos y disparos
indiscriminados, es culpa de la ONU que no reparte la comida existente cuando
es bien sabido que ha cerrado la frontera de Rafah e impide que seis mil
camiones pasen a Gaza para salvar a su población. La ayuda con cuentagotas la
reparte ahora una oscura empresa norteamericana, la Fundación Humanitaria para
Gaza, formada por exmilitares que se ejercitan en el tiro al blanco sobre los
gazatíes hambrientos que acuden a suplicar un saco de comida. La presión internacional
ha obligado a Israel a abrir el puesto fronterizo de Rafah y que pasen algunos
de los camiones retenidos, y se lance ayuda humanitaria desde el aire, pero eso
no es suficiente para una población exhausta.
Los medios proisraelitas,
entre ellos un montón que juegan a la desinformación en las redes sociales, venden
como guerra heroica lo que es el asesinato masivo de inocentes desarmados, que
está tipificado por Naciones Unidas como genocidio, y cuelgan fotos en sus
páginas de los aguerridos soldados que caen en combate: unos cuantos centenares,
ochocientos según los últimos cálculos. Sus muertos, escasos, tienen nombre,
funeral y entierro; los más de sesenta mil civiles palestinos son anónimos,
están enterrados bajo lo escombros. También, entre los muertos hay clases, de
primera y de octava: el supremacismo del pueblo de Israel que se cree el
escogido por Dios, también para matar. Las vidas de los palestinos no importan,
ni siquiera las de los niños porque crecerán y se convertirán en adultos y por
eso hay que eliminarlos. Los medios de comunicación que informan de lo que está
sucediendo en Gaza son escasos dentro de Israel y su población, como la de la
Alemania nazi, prefiere mirar hacia otro lado, aunque cada vez son más las
voces que claman por el fin de la barbarie, entre ellos destacados militares
que se han dado cuenta que la operación contra Hamás encubre el exterminio de
Palestina.
Como ejemplo de
banalización del mal, de la que hablaba Ana Arendt en referencia a Adolf
Heichmann, se cuelgan en las redes sociales infinidad de reels, esos videos
cortos musicales de menos de un minuto, de las guerreras israelíes, chicas alegres,
guapas, jóvenes y bien maquilladas, bailando con sus uniformes impecables y con
sus rifles en bandolera, los mismos con los que han disparado a sangre fría a
niños, mujeres y ancianos. Esas militares bailoteando y cantando son guay, son
las heroínas valientes que hacen tan bien el trabajo de exterminio sistemático
de la población de Gaza como sus colegas masculinos. Las escenas, vergonzosas,
de la celebración del dolor ajeno recuerdan a lo que comentaban los pilotos de
Estados Unidos que venían de bombardear Bagdad en la invasión de Irak: era como
fuegos artificiales, era como un árbol de Navidad. La guerra es el mejor escenario para dar
rienda suelta a los demonios que tenemos dentro. Israel se ha convertido en un
exportador de odio.
Cualquier crítica al régimen
nazi-sionista que Israel se ha dado a sí mismo (eso de que los pueblos no saben
lo que hacen y cuáles son los planes de los dirigentes a los que eligen ya no
cuela: Hitler, Netanyahu y Trump fueron votados por sus ciudadanos y estos, al
introducir la papeleta en la urna, sabían lo que iban a hacer) lo tildan con
cinismo de antisemitismo, es su escudo con el que remiten una y otra vez al
Holocausto que sufrieron y ahora perpetran, olvidando que tan semitas, o más,
son los palestinos a los que asesinan. Si se analiza a la mayoría de la
población que vive en Israel se puede ver que tiene muy poco de semita y mucho
de europea. Israel se formó por judíos de procedencia árabe, sefardita y rusa,
fundamentalmente. Ahora, buena parte de los colonos de los asentamientos
ilegales de Cisjordania vienen de América Latina, de Argentina
fundamentalmente, y de Estados Unidos con licencia para matar. Cuando se les
pregunta a los colonos por los títulos de propiedad de las tierras usurpadas a
los palestinos, esgrimen el Antiguo Testamento. La terrible paradoja es que los
descendientes de los judíos de Palestina, los que se resistieron a la diáspora
(hay historiadores que la niegan), son precisamente los actuales palestinos que
se convirtieron al islam durante el imperio otomano y son masacrados por esos
judíos recién llegados.
¿Tenían los judíos el
derecho a establecerse en el actual Israel usurpando la tierra a los
palestinos? ¿Tenían el derecho los ingleses y franceses a colonizar y
exterminar a los aborígenes de América del Norte tal como hacen los israelitas
con los palestinos ahora? Desgraciadamente, a lo largo de la historia, la ley
del más fuerte se ha impuesto siempre, pero lo que sucede ante nuestros ojos,
la dimensión de la barbarie cometida por un pueblo, en teoría, civilizado,
instruido y que alardea de valores democráticos, no tiene precedentes porque
desmonta para siempre el discurso de Occidente como baluarte de los derechos
humanos.
En una entrevista realizada
hace diez años, incluida en el documental Expediente Netanyahu
disponible en Filmin, el ahora primer ministro ya explicitaba lo que iba a
hacer con Palestina, diseñaba su operación de exterminio: Hay que asestar al
pueblo palestino un golpe tan brutal del que no pueda recuperarse. Lo está
haciendo en estos momentos. A la pregunta del periodista que le alertaba de la
posible reacción internacional que tendría semejante medida, la respuesta del
ahora primer ministro fue clara: No la habrá. Ha acertado.
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