EL VIAJE
BAGAN, LA CIUDAD DE LAS DOS MIL PAGODAS
Texto y fotos: José Luis Muñoz
Dos mil pagodas dispuestas en una llanura de apenas cuarenta mil kilómetros cuadrados, en la ribera del río Ayeyarwadi, puede parecer una exageración. Lo es. Son dos mil quinientas.
En el siglo XI, la época de esplendor de Bagán, cuando el reino gobernado por el rey Anawratha comerciaba con China, Ceilán y la India gracias a la importancia de la vía fluvial, eran cinco mil. Durante cientos de años nobles y súbditos aunaron esfuerzos para honrar a Buda y el resultado es esa espectacular planicie que, hasta donde la vista alcanza, aparece poblada de templos y estupas, grandes y pequeños, elegantes y sencillos, majestuosos y minimalistas que sobresalen entre los bosques de acacias y palmeras que brotan de un suelo arenoso, el mismo que los artistas locales emplean para pintar los cuadros de arena sobre lienzos de tela, artesanos que junto a los fabricantes de estuches, jarrones y platos de laca comercian con los secretos de su arte desde tiempos inmemoriales.
Acostumbrado el viajero a las espectaculares y bellísimas estupas recubiertas de pan de oro que se extienden por toda Myanmar, las construcciones de ladrillo de Bagán quizá puedan decepcionarle por su sencillez. Las inclemencias del tiempo borraron todo vestigio del yeso que blanqueaba sus fachadas y sólo algunos pocos pináculos de oro destellan en el horizonte; las delicadas pinturas de su interior desaparecieron y apenas queda algún vestigio mal conservado de ellas. Pero es quizá su minimalismo, en parecida relación a la que se establece entre el románico y el gótico, lo que haga del conjunto monumental de Bagán un espectáculo visual único en el mundo, la armonía con la que esas dos mil quinientas construcciones en ladrillo se integran y embellecen el paisaje hasta convertirlo en un lienzo o en el decorado de un espectáculo por su belleza absoluta.
Imposible visitar todos los templos ─ huecos por dentro, con altares en donde se venera a Buda en forma de esculturas diversas, desde sencillas imágenes a imponentes estatuas de cinco metros de altura recubiertas con pan de oro─ y pagodas ─ macizas, construidas a modo de cajas rusas para preservar alguna reliquia, dientes en el caso de Bagán, de Buda, con sus chedis o campanas centrales ─ por lo que debe uno dejarse llevar por la intuición, y la altura de los monumentos, y perderse por las polvorientas veredas a lomos de las bicicletas que alquilan en los hoteles de la zona o aguantar el traqueteo de las carretas de bueyes que surcan los caminos.
Al atardecer tienen lugar dos espectáculos. Uno precede al otro y se produce inevitablemente todos los días. El de columnas de viajeros dirigiéndose al templo Tathbynnyu, escalando hasta su cima por los empinados escalones, cámara de fotos en ristre, y el del sol que se oculta tras los montes que cierran el paso al Ayeyarwadi y expande una luz mágica al lugar minutos antes de morir y sumir a toda la llanura en una oscuridad total, pero durante los treinta minutos que dura la puesta del sol el viajero se lleva en su retina una imagen imborrable.
Texto y fotos: José Luis Muñoz
Dos mil pagodas dispuestas en una llanura de apenas cuarenta mil kilómetros cuadrados, en la ribera del río Ayeyarwadi, puede parecer una exageración. Lo es. Son dos mil quinientas.
En el siglo XI, la época de esplendor de Bagán, cuando el reino gobernado por el rey Anawratha comerciaba con China, Ceilán y la India gracias a la importancia de la vía fluvial, eran cinco mil. Durante cientos de años nobles y súbditos aunaron esfuerzos para honrar a Buda y el resultado es esa espectacular planicie que, hasta donde la vista alcanza, aparece poblada de templos y estupas, grandes y pequeños, elegantes y sencillos, majestuosos y minimalistas que sobresalen entre los bosques de acacias y palmeras que brotan de un suelo arenoso, el mismo que los artistas locales emplean para pintar los cuadros de arena sobre lienzos de tela, artesanos que junto a los fabricantes de estuches, jarrones y platos de laca comercian con los secretos de su arte desde tiempos inmemoriales.
Acostumbrado el viajero a las espectaculares y bellísimas estupas recubiertas de pan de oro que se extienden por toda Myanmar, las construcciones de ladrillo de Bagán quizá puedan decepcionarle por su sencillez. Las inclemencias del tiempo borraron todo vestigio del yeso que blanqueaba sus fachadas y sólo algunos pocos pináculos de oro destellan en el horizonte; las delicadas pinturas de su interior desaparecieron y apenas queda algún vestigio mal conservado de ellas. Pero es quizá su minimalismo, en parecida relación a la que se establece entre el románico y el gótico, lo que haga del conjunto monumental de Bagán un espectáculo visual único en el mundo, la armonía con la que esas dos mil quinientas construcciones en ladrillo se integran y embellecen el paisaje hasta convertirlo en un lienzo o en el decorado de un espectáculo por su belleza absoluta.
Imposible visitar todos los templos ─ huecos por dentro, con altares en donde se venera a Buda en forma de esculturas diversas, desde sencillas imágenes a imponentes estatuas de cinco metros de altura recubiertas con pan de oro─ y pagodas ─ macizas, construidas a modo de cajas rusas para preservar alguna reliquia, dientes en el caso de Bagán, de Buda, con sus chedis o campanas centrales ─ por lo que debe uno dejarse llevar por la intuición, y la altura de los monumentos, y perderse por las polvorientas veredas a lomos de las bicicletas que alquilan en los hoteles de la zona o aguantar el traqueteo de las carretas de bueyes que surcan los caminos.
Al atardecer tienen lugar dos espectáculos. Uno precede al otro y se produce inevitablemente todos los días. El de columnas de viajeros dirigiéndose al templo Tathbynnyu, escalando hasta su cima por los empinados escalones, cámara de fotos en ristre, y el del sol que se oculta tras los montes que cierran el paso al Ayeyarwadi y expande una luz mágica al lugar minutos antes de morir y sumir a toda la llanura en una oscuridad total, pero durante los treinta minutos que dura la puesta del sol el viajero se lleva en su retina una imagen imborrable.
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