PAISANAJE

LOS BIRMANOS
Fotos y textos José Luis Muñoz
La gracia de esta pequeña remera del lago Inle, uno de los más maravillosos enclaves de Birmania, desarma a cualquiera. Se acercó a golpe de remo a nuestra embarcación a charlar con los blancos viajeros y estos buscaron en sus bolsillos un bolígrafo que darle. El maquillaje protector del sol se ha derretido sobre sus mejillas y su diminuta nariz. Parece la niña de un spot televisivo, una pequeña que podría anunciar una chocolatina. Sonríe feliz en la inmensidad de ese lago, sobre su frágil embarcación, con la que a remo llegará a la costa después de haber pescado.
Como todos los birmanos, tengan la edad que tengan, este niño se convierte durante una etapa de su vida, corta o larga ─él lo decidirá y quizá en este momento lo esté haciendo─ en monje budista. Sentado en un banco de un establecimiento de Halaw, una pequeña población montañosa, apura los últimos rayos del sol, absorto y con semblante hierático.
Los niños trabajan desde muy temprana edad para ayudar a la economía familiar. Este muchacho es de origen hindú tal como indican sus rasgos, la negrura de su cabello y el color oscuro de su piel. Ofrece comida rápida en la calle. Su establecimiento es el suelo. Su cocina, un pequeño cubo con carbón encendido con el que mantiene caliente algo frito, indeterminado, quizá carne empanada de pollo. Permanece horas, con las piernas cruzadas, hasta que agote su mercancía o se ponga el sol.
Aunque parezca la reencarnación de un Buda feliz se trata de un niño de origen chino, bien alimentado, lo que no es muy corriente en Birmania, e indudablemente feliz. La minoría china, como las que existen en cualquier parte del mundo, se suele situar bien y se dedica al comercio.
Para protegerse del sol, o del frío, las mujeres birmanas se colocan toallas en la cabeza, aunque ésta parezca que se ha colocado una bayeta sin usar. Va bien abrigada porque en Hallaw la temperatura suele descender mucho al atardecer en el mes de diciembre.
Otro miembro de la comunidad hindú de Birmania, perfectamente integrada en la sociedad. El caballero de cabello cano y enorme dignidad viste un forro polar con la cremallera subida hasta el cuello.
Este no es un birmano cualquiera. Obsérvenlo bien. Y lástima que no lo puedan ver como lo vi yo, disfrutar de su hospitalidad o dejarse seducir por su limpia mirada. Para empezar era mucho más alto de lo habitual en su país: metro ochenta y cinco. Y tenía ochenta y pico años llevados con una dignidad extraordinaria. Un tipo elegante y bien parecido, un gentleman exquisitamente educado que hablaba en susurros mientras sonreía. Nos salió al encuentro mientras paseábamos por una vereda con la intención de buscar un lugar desde contemplar la puesta del sol que en Birmania es siempre garantía de belleza. Y el señor salió a nuestro encuentro y nos ofreció la terracita de su modesto establecimiento de comidas. Era de una amabilidad extraordinaria, de una espiritualidad contagiosa. Hicimos fotos mientras el sol se ponía y él permanecía sonriente a nuestro lado. Luego, aunque no teníamos sed, le pedimos un té. Nos trajo, como acompañamiento, unos sabrosos cacahuetes, pequeños y de cáscara oscura, y un agua para lavarnos los dedos que nosotros creímos el té e ingerimos. Casi nos partimos de risa cuando la hija, una birmana bellísima, nos trajo la tetera. A saber qué pensaría de esos bobos extranjeros, aunque nada transparentó su rostro. Anochecía y refrescaba, y el señor birmano permanecía a nuestro lado intentando comunicarse con nosotros en inglés y enseñándonos un cuaderno en el que algunos viajeros españoles que habían pasado por su establecimiento habían puesto sus comentarios. El último databa de cuatro semanas antes. Un mes sin clientes, fue nuestro rápido pensamiento. Decidimos, entonces, aunque no teníamos hambre, pasar al comedor. No era un comedor habitual, sino una estancia de su casa, con tres mesas de plástico y sus correspondientes sillas y una decoración kistch que pretendía ser occidental. Estaba todo, eso sí, impecablemente limpio, reluciente. Cenamos escogiendo los platos de una carta manuscrita en birmano e inglés sin precios. Y la cena fue exquisita, porque nos la prepararon al momento, vimos como la muchacha sacaba los ingredientes de la nevera familiar y al poco rato nos sedujo el aroma de unos fideos que estaban deliciosos. Y barata, no llegó a dos euros con un plato de pollo a continuación del entrante y la bebida. Fue, sin lugar a dudas, una de las cenas más memorables de mi vida y todo tenía algo de mágico, el lugar, la familia, el niño, nieto del dueño, que jugaba en el suelo mientras nosotros comíamos. Nos despedimos del caballero birmano, que debía de tener algo de británico por las venas, con un apretón de manos, con ambas, y dejamos en su libro de visitas nuestro elogioso comentario. Si pasan por Halawn no dejen de visitarle y anoten algo en su cuaderno.El tocado de esta birmana no es muy sofisticado. Sobre el gorro de lana verde ha enrollado, sin mucha fortuna, un par de toallas a modo de turbante. Se lleva la mano al pecho mientras parece sumida en una enorme tristeza.
De esta bella vendedora de un mercado, rodeada por sus hierbas, me llama la atención su extraordinaria fragilidad. Con sus labios pintados y el maquillaje armónicamente distribuido por sus mejillas, atiende su puesto de verduras bien abrigada.
Esta niña con flequillo no carga con esta gruesa rama de árbol sino que juega con ella, imagino. Está en un mercado y observa a su madre, vendedora de frutas.
Los monos también son birmanos. Están sueltos y no suelen dar problemas. Corretean por las calles, en los templos y se alimentan de los plátanos que les dan los vendedores de fruta.
A los niños les encanta que les hagan fotos. Este par de amigos miran con profesionalidad mi objetivo. El mayor, muy delgado, luce unos ojos enormes que le comen la cara. El pequeño ríe con expresión de pillo. Nunca vi niños tan felices como en este país.
No es habitual tropezar con un mendigo. Pero se distinguen entre la pobreza del ambiente. Los birmanos practican una economía de subsistencia, pero no viven en la miseria en donde sí están inmersos, por ejemplo, buena parte de los hindús. Este hombre, precisamente, es de origen hindú, y cruza una calle de Yangoon palpándose los huesos.
La vendedora de piña está leyendo. Mientras, los trozos de piña esperan a su comprador. Sentada en el suelo pasa todo el día junto a la parte portuaria de la ex capital de Birmania, junto al caudaloso río. Su puesto está bien situado, en la zona de desembarco de los ferrys que van de una orilla a otra por lo que deberá vender la piña antes de que finalice el día.
Absorto, este trabajador pedalea con su falda birmana que lucen todos los hombres menos los policías y militares. Debe de ser un mecánico porque empuña, en una de sus manos, una pequeña llave inglesa que sostiene junto al manillar. Lleva una bicicleta bien pertrechada en la que no falta ni el espejo retrovisor para una conducción más segura por la caótica circulación de la ciudad.
Los musulmanes de Yangoon se caracterizan por sus rasgos indoeuropeos, barbas y cabello teñido con un tinte rojizo. Viven en sus propios barrios, alrededor de las mezquitas.

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