PAISAJE CON PAISANAJE
EL SUEÑO DE TÁNGER (1)
Fotos y texto José Luis Muñoz
Mientras el ferry, prácticamente vacío, me aproxima a Tánger y su perfil montañoso se recorta nítidamente en el cercano horizonte me pregunto por los cientos, miles, de esperanzas y sueños sepultados para siempre en esos doce kilómetros que separan un mundo de otro, tantos cadáveres varados en las playas de la otra orilla o arrastrados por las corrientes hacia el Atlántico, tanto dolor y tanta muerte por un falso paraíso con el que sueñan en un continente maldito.Desde cualquier punto de la ciudad alta se divisa la costa de España, tan cerca y tan lejos según el pasaporte que se tenga en la mano. La ciudad no puede ocultar su pátina europea en las construcciones, en sus avenidas. Me imagino a Paul Bowles desembarcando en su puerto. Busco su espíritu refinado por la ciudad. Lo encuentro en muchos cafés, alrededor de hombres que fuman sus pipas de agua y saborean su taza de té.Las banderas rojas marroquíes con su estrella verde ondean en las plazas de la ciudad. Sopla en la ciudad el viento que bate Tarifa, la ciudad hermana de enfrente. Pero no se vislumbra patriotismo en ninguna esquina de la ciudad, ni orgullo patrio sino resignación. Tánger es francófona pero todos chapurrean el español y se muestran amistosos con el recién llegado. En cada esquina salen amigos que quieren hacerte de guía.Dos jóvenes ataviadas con pañuelos descienden, muy sonrientes, por una calle de la ciudad próxima al mercado de la antigua medina. La indumentaria de estas dos chicas es curiosa. Una luce un gran blusón blanco, anudado a la cintura por una correa negra, y unos pantalones tejanos; y la otra, una versión sui géneris del traje de faralá bajo el que asoman amplios pantalones blancos. Van cogidas de las manos y la que no lleva gafas aferra su bolso que cuelga de su hombro. Seguro que están hablando de la timidez de sus chicos. Cuando entro en el mercado todo el pescado está vendido. Es lo que sucede por venir a estas horas, pasadas las dos del mediodía. La desolación de los puestos coincide con el estado indescriptible del suelo, lleno de tripas, espinas, agua, papeles y grumos de sal. Los vendedores recogen sus pertrechos hasta el día siguiente, cerrando la jornada con un éxito total. La luz entra por unas rendijas laterales. No es muy distinto este mercado a cualquiera de los de la orilla de enfrente. Estas mujeres bereberes venden quesos frescos de cabra que tienen muy buen aspecto. Tocadas con enormes sombreros, que las protegen del sol en el campo, bajan cada día a la ciudad a ofrecer sus productos. También tienen leche fresca de cabra en envases de plástico.Que estamos entre el Mediterráneo y el Atlántico es buena prueba este surtido puesto de venta de toda clase de aceitunas de todos los colores, tamaños y sabores, que componen una verdadera muralla tras la que se refugia el joven vendedor.Los últimos compradores del día vuelven a su casa con cestos. Un puesto de flores frente a una ristra de salchichas de pollo. Un anuncio de Coca Cola y Knorr y un tipo sentado sobre una caja de bebidas vacía. Empiezo a experimentar hambre y decido guiarme por el olfato.Un amigo, que se convierte en mi guía, me lleva a este restaurante. La Mamounia se llama y está dentro de las callejuelas de la Medina. Soy su único comensal. Es tarde, pero me dan de comer. Hay un menú del día apetecible que incluye cuscús sin caldo, pastela de pichón, tajine de cordero y dulces árabes regados con miel. Todo exquisito y bien de precio: 11 euros. Apetece un vino, o una cerveza, pero debo contentarme con dos fantas de naranja, muy coloreadas, y frías. Luego té. En Tánger es mucho más fácil fumar un cigarrillo de grifa que echarse al coleto una cerveza. El amigo, un tipo delgado, con bigote, permanece sentado a prudente distancia mientras como. Fuma y ayuna. Solo al final me pregunta si fue de mi agrado el restaurante. Le digo que sí, que mucho. Sonríe entre las volutas de su cigarrillo. Esta mujer, ataviada con la tradicional usanza marroquí, lleva colgado a la espalda a su hijo que, por las dimensiones de sus piernas, está en edad de andar por su cuenta. Parece imperturbable al peso de su mochila. La fotografío entre plato y plato, desde la terraza de mi restaurante. Este maravilloso gato es el otro cliente de La Mamounia. Es un gato educado y bien criado, alimentado con las sobras del cuscús, nada que ver con los gatos callejeros. Tiene aspecto de no querer pisar la calle porque dentro del restaurante tiene su vida solucionada. Hay un halo de luz mágico que ilumina su pelaje y la baldosa sobre la que sus almohadilladas pezuñas parecen a punto de ensayar un ballet. Es elegante. Le brilla el bigote. Dan ganas de cruzar con él el Estrecho de vuelta a la península. Dos jóvenes marroquíes sonrientes y cogidas del brazo. Visten con esas feas chilabas que no permiten nunca adivinar la forma de sus cuerpos y las cubren de arriba abajo.Este pasadizo de la vieja medina sirve para que en sus paredes cuelguen las alfombras que se venden en la tienda del fondo. Jóvenes desocupados, como casi todos, dejan pasar las horas. El amigo me precede unos metros y, de cuando en cuando se vuelve, para que no me pierda. De él.El tuerto regenta una peluquería. La silla para el cliente, vacía, permanece en la calle. No seré yo quien ponga el cuello bajo el filo de su navaja de este pequeño y enjuto Polifemo desocupado. Nadie entra. Tampoco parece importar mucho. Los jóvenes juegan, ruidosos, en las estrechas calles de la medina que nada tienen que ver con las de otras ciudades de Marruecos, mucho más caóticas, tortuosas y abarrotadas. Hay un balón por medio, al que dan patadas. El amigo saluda a la gente del barrio. Parece conocerlos a todos. Grupo de mujeres con chilabas que parecen sacos. Ni sus colores son hermosos. La coquetería parece algo ajeno a las mujeres de esta ciudad. Seguramente las tres estén casadas y ésa pueda ser la razón. Una vez que tienen marido no hay razón para mostrarse hermosas.Hay colores maravillosos en los rincones de esta medina, como este fresa de helado, un amplio zócalo sobre el encalado blanco de las paredes, con el que se pinta también los escalones que desembocan en tres viviendas. Callejear por Tánger es un ejercicio estimulante y lleno de sorpresas. El amigo se apoya en una esquina y fuma mientras yo disparo mi máquina de fotos.La bata y las zapatillas de esta muchacha parecen de estar por casa. A falta de cinto, para que no se abra, está la mano que la sujeta. Habla con alguien que desciende por esa calle escalonada. Pasa por delante de una mesilla redonda de patas largas en donde alguien dejó olvidados dos paquetes de cigarrillos. Cuando pase más tarde, de regreso al hotel, la chica no estará pero sí los cigarrillos por lo que deduzco que son paquetes vacíos.Las niñas bajan por las escaleras con la despreocupación de la infancia. La más pequeña sale de campo y queda partida por el medio, como por una cimitarra. Con pantalones una, y con falda la otra que, dentro de pocos años, deberán sustituir por la preceptiva chilaba de la que ninguna mujer se salva. El amigo les hace un gesto amistoso. ¿Cómo se debe llamar? Ahmed. Maravillosas palmeras mediterráneas asoman por encima de los muros blancos de esta regia casa. Reciben una luz del atardecer ya en declive. Canto, por dentro, mientras hago las fotos, una hermosa canción de Serrat que las loa. Ahmed me habla en un español pausado de los dueños de esa vivienda, ingleses. Dos hermosas ventanas gemelas que dan al jardín de la casa. El desconchado de la pared, lejos de afear el muro, lo embellece. Las palmeras exhiben su ramaje estilizado por esos ojos. Ladra un perro. Parece hacerlo desde la parte más elevada de la medina. Ahmed tira el cigarrillo al suelo.La casa me gusta. Podría vivir en ella. Ofrece infinitas posibilidades de retrato. Ese verde que ciega unas ventanas conjuga con el azul de las cortinas de las de al lado. Las ramas de la palmera sobresalen por encima del techo. Comprendo a Paul Bowles, el americano varado, que deshizo sus maletas para siempre en esta ciudad. Busco retazos del cielo protector en el azul que tengo por techo. Sigo escuchado a un perro ladrar, el mismo, porque apenas hay perros en la ciudad, todos flacos y con aspecto de albergar montañas de pulgas bajo su pelaje. Continuo el ascenso por calles empinadas, trepando la colina sobre la que está edificada la antigua medina, precedido siempre por Ahmed que no me quita el ojo de encima y espera una suculenta propina al final del día.Una de las puertas de la muralla almenada. La antena de un televisor rompe su encanto medieval. La piedra herrumbrosa, como la piel de una cara, muestra el achaque de los años. Nadie le ha hecho un lifting desde quinientos años, solo han colocado un farolito sobre la ojiva de su arco de herradura y una placa de azulejo que campa sobre uno de los escasos grafitis que he visto en la ciudad. CTNM. ¿Un sindicato o una organización política clandestina? Hay otro farol que sale de la torre, del que brota un cable combado, y otro más que emerge de la muralla. Reinaría el silencio más absoluto si no fuera por el ladrido insidioso del perro que debe de estar muy cerca.Por una calle escalonada bajan estas dos estilizadas marroquíes que, pese a vestir a lo occidental, se cuidan de no mostrar ni la más leve porción de su piel que nos sea la de sus rostros descubiertos. Son dos adolescentes hermosas y van conjuntadas. A una las medias moradas le armonizan con la cinta del pelo. La otra lleva un suéter abotonado lila. Observo que se cubren hasta las muñecas. Y que una, oh decepción, lleva pantalón de chándal mientras la otra calza zapatillas de estar por casa. También son conocidas de Ahmed que les sonríe por debajo de su poblado bigote antes de difuminarlas con el humo de su cigarrillo.Por fin el perro que ladra. Centinela entre almenas o puede que en la terraza de una casa vecina. A esta hora el cielo tiene un color intenso y la luz se refleja en una aristocrática casa encalada que tiene ventanas geminadas. Hay más gatos que perros en la ciudad. Y la temperatura baja mientras el viento arrecia. Ahmed se sube las solapas de su chaqueta y hunde sus manos en los bolsillos. Muralla de la medina, me dice. Ya lo sé. No es muy diferente este barrio al Albaicín granadino. Por eso me resulta tan familiar.
Fotos y texto José Luis Muñoz
Mientras el ferry, prácticamente vacío, me aproxima a Tánger y su perfil montañoso se recorta nítidamente en el cercano horizonte me pregunto por los cientos, miles, de esperanzas y sueños sepultados para siempre en esos doce kilómetros que separan un mundo de otro, tantos cadáveres varados en las playas de la otra orilla o arrastrados por las corrientes hacia el Atlántico, tanto dolor y tanta muerte por un falso paraíso con el que sueñan en un continente maldito.Desde cualquier punto de la ciudad alta se divisa la costa de España, tan cerca y tan lejos según el pasaporte que se tenga en la mano. La ciudad no puede ocultar su pátina europea en las construcciones, en sus avenidas. Me imagino a Paul Bowles desembarcando en su puerto. Busco su espíritu refinado por la ciudad. Lo encuentro en muchos cafés, alrededor de hombres que fuman sus pipas de agua y saborean su taza de té.Las banderas rojas marroquíes con su estrella verde ondean en las plazas de la ciudad. Sopla en la ciudad el viento que bate Tarifa, la ciudad hermana de enfrente. Pero no se vislumbra patriotismo en ninguna esquina de la ciudad, ni orgullo patrio sino resignación. Tánger es francófona pero todos chapurrean el español y se muestran amistosos con el recién llegado. En cada esquina salen amigos que quieren hacerte de guía.Dos jóvenes ataviadas con pañuelos descienden, muy sonrientes, por una calle de la ciudad próxima al mercado de la antigua medina. La indumentaria de estas dos chicas es curiosa. Una luce un gran blusón blanco, anudado a la cintura por una correa negra, y unos pantalones tejanos; y la otra, una versión sui géneris del traje de faralá bajo el que asoman amplios pantalones blancos. Van cogidas de las manos y la que no lleva gafas aferra su bolso que cuelga de su hombro. Seguro que están hablando de la timidez de sus chicos. Cuando entro en el mercado todo el pescado está vendido. Es lo que sucede por venir a estas horas, pasadas las dos del mediodía. La desolación de los puestos coincide con el estado indescriptible del suelo, lleno de tripas, espinas, agua, papeles y grumos de sal. Los vendedores recogen sus pertrechos hasta el día siguiente, cerrando la jornada con un éxito total. La luz entra por unas rendijas laterales. No es muy distinto este mercado a cualquiera de los de la orilla de enfrente. Estas mujeres bereberes venden quesos frescos de cabra que tienen muy buen aspecto. Tocadas con enormes sombreros, que las protegen del sol en el campo, bajan cada día a la ciudad a ofrecer sus productos. También tienen leche fresca de cabra en envases de plástico.Que estamos entre el Mediterráneo y el Atlántico es buena prueba este surtido puesto de venta de toda clase de aceitunas de todos los colores, tamaños y sabores, que componen una verdadera muralla tras la que se refugia el joven vendedor.Los últimos compradores del día vuelven a su casa con cestos. Un puesto de flores frente a una ristra de salchichas de pollo. Un anuncio de Coca Cola y Knorr y un tipo sentado sobre una caja de bebidas vacía. Empiezo a experimentar hambre y decido guiarme por el olfato.Un amigo, que se convierte en mi guía, me lleva a este restaurante. La Mamounia se llama y está dentro de las callejuelas de la Medina. Soy su único comensal. Es tarde, pero me dan de comer. Hay un menú del día apetecible que incluye cuscús sin caldo, pastela de pichón, tajine de cordero y dulces árabes regados con miel. Todo exquisito y bien de precio: 11 euros. Apetece un vino, o una cerveza, pero debo contentarme con dos fantas de naranja, muy coloreadas, y frías. Luego té. En Tánger es mucho más fácil fumar un cigarrillo de grifa que echarse al coleto una cerveza. El amigo, un tipo delgado, con bigote, permanece sentado a prudente distancia mientras como. Fuma y ayuna. Solo al final me pregunta si fue de mi agrado el restaurante. Le digo que sí, que mucho. Sonríe entre las volutas de su cigarrillo. Esta mujer, ataviada con la tradicional usanza marroquí, lleva colgado a la espalda a su hijo que, por las dimensiones de sus piernas, está en edad de andar por su cuenta. Parece imperturbable al peso de su mochila. La fotografío entre plato y plato, desde la terraza de mi restaurante. Este maravilloso gato es el otro cliente de La Mamounia. Es un gato educado y bien criado, alimentado con las sobras del cuscús, nada que ver con los gatos callejeros. Tiene aspecto de no querer pisar la calle porque dentro del restaurante tiene su vida solucionada. Hay un halo de luz mágico que ilumina su pelaje y la baldosa sobre la que sus almohadilladas pezuñas parecen a punto de ensayar un ballet. Es elegante. Le brilla el bigote. Dan ganas de cruzar con él el Estrecho de vuelta a la península. Dos jóvenes marroquíes sonrientes y cogidas del brazo. Visten con esas feas chilabas que no permiten nunca adivinar la forma de sus cuerpos y las cubren de arriba abajo.Este pasadizo de la vieja medina sirve para que en sus paredes cuelguen las alfombras que se venden en la tienda del fondo. Jóvenes desocupados, como casi todos, dejan pasar las horas. El amigo me precede unos metros y, de cuando en cuando se vuelve, para que no me pierda. De él.El tuerto regenta una peluquería. La silla para el cliente, vacía, permanece en la calle. No seré yo quien ponga el cuello bajo el filo de su navaja de este pequeño y enjuto Polifemo desocupado. Nadie entra. Tampoco parece importar mucho. Los jóvenes juegan, ruidosos, en las estrechas calles de la medina que nada tienen que ver con las de otras ciudades de Marruecos, mucho más caóticas, tortuosas y abarrotadas. Hay un balón por medio, al que dan patadas. El amigo saluda a la gente del barrio. Parece conocerlos a todos. Grupo de mujeres con chilabas que parecen sacos. Ni sus colores son hermosos. La coquetería parece algo ajeno a las mujeres de esta ciudad. Seguramente las tres estén casadas y ésa pueda ser la razón. Una vez que tienen marido no hay razón para mostrarse hermosas.Hay colores maravillosos en los rincones de esta medina, como este fresa de helado, un amplio zócalo sobre el encalado blanco de las paredes, con el que se pinta también los escalones que desembocan en tres viviendas. Callejear por Tánger es un ejercicio estimulante y lleno de sorpresas. El amigo se apoya en una esquina y fuma mientras yo disparo mi máquina de fotos.La bata y las zapatillas de esta muchacha parecen de estar por casa. A falta de cinto, para que no se abra, está la mano que la sujeta. Habla con alguien que desciende por esa calle escalonada. Pasa por delante de una mesilla redonda de patas largas en donde alguien dejó olvidados dos paquetes de cigarrillos. Cuando pase más tarde, de regreso al hotel, la chica no estará pero sí los cigarrillos por lo que deduzco que son paquetes vacíos.Las niñas bajan por las escaleras con la despreocupación de la infancia. La más pequeña sale de campo y queda partida por el medio, como por una cimitarra. Con pantalones una, y con falda la otra que, dentro de pocos años, deberán sustituir por la preceptiva chilaba de la que ninguna mujer se salva. El amigo les hace un gesto amistoso. ¿Cómo se debe llamar? Ahmed. Maravillosas palmeras mediterráneas asoman por encima de los muros blancos de esta regia casa. Reciben una luz del atardecer ya en declive. Canto, por dentro, mientras hago las fotos, una hermosa canción de Serrat que las loa. Ahmed me habla en un español pausado de los dueños de esa vivienda, ingleses. Dos hermosas ventanas gemelas que dan al jardín de la casa. El desconchado de la pared, lejos de afear el muro, lo embellece. Las palmeras exhiben su ramaje estilizado por esos ojos. Ladra un perro. Parece hacerlo desde la parte más elevada de la medina. Ahmed tira el cigarrillo al suelo.La casa me gusta. Podría vivir en ella. Ofrece infinitas posibilidades de retrato. Ese verde que ciega unas ventanas conjuga con el azul de las cortinas de las de al lado. Las ramas de la palmera sobresalen por encima del techo. Comprendo a Paul Bowles, el americano varado, que deshizo sus maletas para siempre en esta ciudad. Busco retazos del cielo protector en el azul que tengo por techo. Sigo escuchado a un perro ladrar, el mismo, porque apenas hay perros en la ciudad, todos flacos y con aspecto de albergar montañas de pulgas bajo su pelaje. Continuo el ascenso por calles empinadas, trepando la colina sobre la que está edificada la antigua medina, precedido siempre por Ahmed que no me quita el ojo de encima y espera una suculenta propina al final del día.Una de las puertas de la muralla almenada. La antena de un televisor rompe su encanto medieval. La piedra herrumbrosa, como la piel de una cara, muestra el achaque de los años. Nadie le ha hecho un lifting desde quinientos años, solo han colocado un farolito sobre la ojiva de su arco de herradura y una placa de azulejo que campa sobre uno de los escasos grafitis que he visto en la ciudad. CTNM. ¿Un sindicato o una organización política clandestina? Hay otro farol que sale de la torre, del que brota un cable combado, y otro más que emerge de la muralla. Reinaría el silencio más absoluto si no fuera por el ladrido insidioso del perro que debe de estar muy cerca.Por una calle escalonada bajan estas dos estilizadas marroquíes que, pese a vestir a lo occidental, se cuidan de no mostrar ni la más leve porción de su piel que nos sea la de sus rostros descubiertos. Son dos adolescentes hermosas y van conjuntadas. A una las medias moradas le armonizan con la cinta del pelo. La otra lleva un suéter abotonado lila. Observo que se cubren hasta las muñecas. Y que una, oh decepción, lleva pantalón de chándal mientras la otra calza zapatillas de estar por casa. También son conocidas de Ahmed que les sonríe por debajo de su poblado bigote antes de difuminarlas con el humo de su cigarrillo.Por fin el perro que ladra. Centinela entre almenas o puede que en la terraza de una casa vecina. A esta hora el cielo tiene un color intenso y la luz se refleja en una aristocrática casa encalada que tiene ventanas geminadas. Hay más gatos que perros en la ciudad. Y la temperatura baja mientras el viento arrecia. Ahmed se sube las solapas de su chaqueta y hunde sus manos en los bolsillos. Muralla de la medina, me dice. Ya lo sé. No es muy diferente este barrio al Albaicín granadino. Por eso me resulta tan familiar.
Comentarios