DIARIO DE UN ESCRITOR
La Graciosa, 19 de enero de 2012
Chasqueé los dedos y por arte de magia estaba en La Graciosa. Huí del frío y duro norte de cortos días invernales y hachazos a los leños para mantener siempre vivo el fuego, al sur amable que alarga las horas de sol y multiplica el tiempo. Cambié los seis grados negativos por los diecinueve positivos de las Islas Afortunadas en donde siempre es primavera. La Graciosa es una isla, tres volcanes, quinientos habitantes, muchos de ellos pescadores, calles que hacen ascos al asfalto y prefieren que las invadan la arena, playas vírgenes, tan bellas como letales, y un paisaje agreste barrido por el viento. Y me olvidaba de una pareja de la guardia civil en vacaciones perpetúas, matrimonios en luna de miel a los que premian con este apacible destino.
Tomé un barco en el pueblo lanzaroteño de Órzola, topónimo que parece vasco, después de cruzar la isla, que ya no es la cuidada por César Manrique, en una guagua ocupada mayoritariamente por guanches de habla tan cerrada a los que apenas entendía, ni ellos a mí. Las isleñas jóvenes y bellas, de piel muy oscura, tienen rasgos árabes y un hablar dulce que recuerda al de las cubanas, aunque también las hay trigueñas de ojos azules.
Durante la travesía marina de media hora escasa un miembro de la tripulación que estaba ocioso se avino a convertirse en improvisado guía turístico al verme solo en la cubierta de arriba. Me habló del despoblado Roque del Este, cuyo cono perfecto es bien visible una vez que el barco abandona el puerto de Órzola y cabecea sobre un moderado mar de fondo; de la Isla de La Alegranza, habitada por un solitario pescador que se niega a dejarla y exhibe su título de propiedad; y Montaña Clara, el cuarto islote que conforma con La Graciosa el archipiélago de Chinijo, reserva biomarina por donde nadan viejas, abadejos, bocinegros y meros. Me explica el locuaz marino como antiguamente, cuando los isleños carecían de agua corriente, la iban a buscar a una fuente de la vecina Lanzarote a la que accedían jugándose el físico por una pared vertical y la cargaban en enormes cubas de vidrio, o como los pescadores cruzaban a sus mujeres el estrecho que separa ambas islas y éstas debían subir la falda de un empinado monte cargadas con el pescado que habían sacado sus maridos para irlo a vender a Haría caminando quince kilómetros, o de qué manera llegó el agua corriente y la electricidad, hace cuarenta años, por un conducto bajo el mar, de la isla grande a esa diminuta a la que me dirijo buscando sol y agua marina.
Una tal Montse que, con ese nombre, debe de ser catalana aunque no me lo confiesa, me sale a recibir al puerto de Caleta del Sebo en cuanto amarra el trasbordador, y en su cuatro por cuatro, por los caminos arenosos de la población, que parecen del Far West, me lleva hasta el apartamento que contraté vía Internet. Es perfecto: silencioso, bastante amplio y con terraza con vistas al mar y a la impresionante pared del mirador del Río que con sus 467 metros de altura parece que vaya a sepultar la isla. Por el camino Montse me ha ido informando de los horarios de la lonja de pescado, me ha señalado los dos supermercados, los tres bares, los dos restaurantes y un bar de copas musical que hay en el muelle. No veo ninguna iglesia.
El tiempo es distinto aquí abajo, tan al sur. Las horas que mediaron para la puesta de sol se dilataron. Primero cargué de comida en un supermercado y luego me fui a dar un paseo a una playa cercana disparando mi cámara ante cada gaviota encaramada a los tejados y a unos curiosos patos de pico carnoso que deambulaban por la playa buscando alimento bajo las piedras. ¿Patos marinos? Nunca los había visto. Llegué a una despoblada playa en cuanto dejé las últimas casas blanqueadas con los marcos de las puertas azulados del pueblo y me tumbé sobre la arena, junto a unos matojos, a ver cómo desaparecía la luz del sol. Así permanecí una hora hasta que la oscuridad empezó a dominar y una brisa marina bajó la temperatura. Entonces regresé a la que será mi casa por mis próximos siete días, me hice la cena, vi las noticias y me fui raudo a la cama, muerto de sueño.
Chasqueé los dedos y por arte de magia estaba en La Graciosa. Huí del frío y duro norte de cortos días invernales y hachazos a los leños para mantener siempre vivo el fuego, al sur amable que alarga las horas de sol y multiplica el tiempo. Cambié los seis grados negativos por los diecinueve positivos de las Islas Afortunadas en donde siempre es primavera. La Graciosa es una isla, tres volcanes, quinientos habitantes, muchos de ellos pescadores, calles que hacen ascos al asfalto y prefieren que las invadan la arena, playas vírgenes, tan bellas como letales, y un paisaje agreste barrido por el viento. Y me olvidaba de una pareja de la guardia civil en vacaciones perpetúas, matrimonios en luna de miel a los que premian con este apacible destino.
Tomé un barco en el pueblo lanzaroteño de Órzola, topónimo que parece vasco, después de cruzar la isla, que ya no es la cuidada por César Manrique, en una guagua ocupada mayoritariamente por guanches de habla tan cerrada a los que apenas entendía, ni ellos a mí. Las isleñas jóvenes y bellas, de piel muy oscura, tienen rasgos árabes y un hablar dulce que recuerda al de las cubanas, aunque también las hay trigueñas de ojos azules.
Durante la travesía marina de media hora escasa un miembro de la tripulación que estaba ocioso se avino a convertirse en improvisado guía turístico al verme solo en la cubierta de arriba. Me habló del despoblado Roque del Este, cuyo cono perfecto es bien visible una vez que el barco abandona el puerto de Órzola y cabecea sobre un moderado mar de fondo; de la Isla de La Alegranza, habitada por un solitario pescador que se niega a dejarla y exhibe su título de propiedad; y Montaña Clara, el cuarto islote que conforma con La Graciosa el archipiélago de Chinijo, reserva biomarina por donde nadan viejas, abadejos, bocinegros y meros. Me explica el locuaz marino como antiguamente, cuando los isleños carecían de agua corriente, la iban a buscar a una fuente de la vecina Lanzarote a la que accedían jugándose el físico por una pared vertical y la cargaban en enormes cubas de vidrio, o como los pescadores cruzaban a sus mujeres el estrecho que separa ambas islas y éstas debían subir la falda de un empinado monte cargadas con el pescado que habían sacado sus maridos para irlo a vender a Haría caminando quince kilómetros, o de qué manera llegó el agua corriente y la electricidad, hace cuarenta años, por un conducto bajo el mar, de la isla grande a esa diminuta a la que me dirijo buscando sol y agua marina.
Una tal Montse que, con ese nombre, debe de ser catalana aunque no me lo confiesa, me sale a recibir al puerto de Caleta del Sebo en cuanto amarra el trasbordador, y en su cuatro por cuatro, por los caminos arenosos de la población, que parecen del Far West, me lleva hasta el apartamento que contraté vía Internet. Es perfecto: silencioso, bastante amplio y con terraza con vistas al mar y a la impresionante pared del mirador del Río que con sus 467 metros de altura parece que vaya a sepultar la isla. Por el camino Montse me ha ido informando de los horarios de la lonja de pescado, me ha señalado los dos supermercados, los tres bares, los dos restaurantes y un bar de copas musical que hay en el muelle. No veo ninguna iglesia.
El tiempo es distinto aquí abajo, tan al sur. Las horas que mediaron para la puesta de sol se dilataron. Primero cargué de comida en un supermercado y luego me fui a dar un paseo a una playa cercana disparando mi cámara ante cada gaviota encaramada a los tejados y a unos curiosos patos de pico carnoso que deambulaban por la playa buscando alimento bajo las piedras. ¿Patos marinos? Nunca los había visto. Llegué a una despoblada playa en cuanto dejé las últimas casas blanqueadas con los marcos de las puertas azulados del pueblo y me tumbé sobre la arena, junto a unos matojos, a ver cómo desaparecía la luz del sol. Así permanecí una hora hasta que la oscuridad empezó a dominar y una brisa marina bajó la temperatura. Entonces regresé a la que será mi casa por mis próximos siete días, me hice la cena, vi las noticias y me fui raudo a la cama, muerto de sueño.
Comentarios
Besos.
Disfrutelo mucho , salud¡¡¡