DIARIO DE UN ESCRITOR
La Graciosa, 22 de enero de 2012
Me hice con una bici renqueante. No había otra. Mañana me la cambiarán porque habían alquilado las buenas y sólo les quedaba ésa, la renqueante. La conseguí en un restaurante. Aquí los restaurantes no sólo hacen comidas, del mismo modo que todos los isleños alquilan sus cuatro por cuatro o se ofrecen a llevarte de excursión. Pero antes de alquilar esa bici que chirría desayuné lo de todos los días, y sin Ana Pastor. Bueno, hoy es domingo y estaría en su casa con su afortunada pareja. Tengo el síndrome de domingo, no cuando me levanto, pero sí cuando oscurece.
Vinieron unos operarios a arreglar la antena y el resultado es que no veo una sola cadena española y sí doscientos canales extranjeros. Me inclino por Rusia Today, RT. Qué hace un canal ruso emitiendo en castellano es para mí un enigma. Hablan maravillas del zar Putin, por supuesto, y alertan del demonio americano. Como en la guerra fría. Predicen una confrontación China-USA. Curioso, porque ya lo anticipé en una novela. Y hablando de novelas, antes de montar en la bici, empiezo Los crímenes de La Graciosa, el arranque, el primer capítulo, que no quiere decir que la deje a medias, que no siga, que me canse, que me aburra, que se meta en medio otra historia. De hecho hasta que no pasan de las cien páginas el nasciturus no tiene garantizada su vida. Ahora simplemente es un espermatozoide tonto a la busca de su óvulo. Que lo fecunde no depende de mí. ¿O sí?
Monto en la bici renqueante a las 11 de la mañana. Hoy el día como ayer, con luces y sombras, con sol y nubes. Como mi existencia. El camino, una pista ancha habilitada para que circulen cuatro por cuatros, me lleva justo a ese punto entre los volcanes Montaña del Mojón y La Aguja Grande al que llegué andando campo a través ayer. Tomo una pista que sale a la izquierda y señala Montaña Amarilla a cinco kilómetros. Por el camino me detengo ante un corral. Por fin sé de dónde proceden unas malditas y pesadísimas moscas que si la toman con uno no hay quien se las saque de encima: cabras. Me saludan y sacan sus cabezas del cercado para que les haga unas cuantas fotos. Y luego sigo el camino, bordeando ya el mar.
En Bajo del Corral un surfista busca su ola perfecta. Me detengo a admirarlo. Cabalga sobre olas medianas y descabalga de ellas cuando se aproxima mucho a la costa repleta de cantos rodados negros de lava. Y vuelve a buscar su ola, a cabalgarla y a bailar por su filo de espuma antes de perder el equilibrio y zambullirse en las aguas agitadas. Pienso en el hijo de una buena amiga, y en esa buena amiga. Y sigo camino.
La pista, a veces, la invade la arena y las ruedas de la bici se encallan en ella y me desequilibran. No me voy al suelo de milagro. Ahora sale el sol y me unto, precavido, con protección Aloe Vera 30 que compré en un supermercado de Caleta del Sebo y se me mete en los ojos, como siempre me sucede: un incordio. Y sigo pedaleando, a ciegas y con los ojos escocidos, y deteniéndome cada vez que quiero capturar una imagen: cada dos minutos.
El camino termina en Punta del Pobre. A saber a qué pobre se refieren. El origen del los topónimos es siempre un misterio. Desde ese punto diviso con claridad la cala de aguas tranquilas y transparentes en la que me bañé sin ropa el primer día, la de La Cocina, y la impresionante Montaña Amarilla, el volcán de pared sulfurosa. Decido subirlo. Lo dejo todo metido en la cesta de la bici, incluida la camiseta, y sólo me llevo conmigo la cámara de fotos. Desde ese lado, abrupto, no hay senda, así es que la trazo yo a ojo. Alcanzo trabajosamente la cresta de la primera montaña y voy a la conquista de la segunda, la definitiva. Es una subida de 172 metros. Se haría bien si no fuera por lo resbaladizo del terreno, por la gravilla volcánica que sobre las paredes de azufre amarillas me hacen trastabillar constantemente. Pero no me caigo. A medida que asciendo la panorámica es más espectacular. La Punta del Pobre la veo a vista de pájaro y ya no distingo mi bicicleta. Asciendo rápido, sin dudar, por la empinada ladera amarilla sin pensar en el regreso, que será más problemático, pero he aprendido en esta octava vida a pensar sólo en el presente, y el presente es este ascenso bajo un sol de muerte, y el descenso ya veré cómo lo hago. A la media hora de subida corono la cima. Vale la pena el esfuerzo y el riesgo de un arañazo. Desde Montaña Amarilla se ve toda la isla de un extremo a otro, todos sus conos volcánicos, todas sus llanuras sombreadas por las nubes, los núcleos poblacionales de Pedro Barba y Caleta del Sebo con sus casas encaladas, las playas ribeteadas por la espuma de las olas. Recorro la cima de un extremo a otro, saco fotos y emprendo el descenso que, en efecto, es bastante más complicado. La pendiente de la ladera de azufre y la maldita gravilla de piedra volcánica negra que la recubre hacen que los resbalones sean continuos. Decido bajar de lado, despacio y tanteando donde coloco el pie, y en alguno de sus tramos, cuando veo que voy a bajar rodando montaña abajo, me sujeto con las dos manos a la tierra, busco las escasas plantas que no tengan espinos, alguna roca voluminosa que no amenace moverse y voy descendiendo sin percances, sin rasguños, sin torceduras de pie hasta La Punta del Pobre.
Una hora más tarde estoy en mi apartamento, hambriento y sediento. Cae una bolsa de patatas fritas y una lata de cerveza Tropical, en la terraza, al sol. Luego, con más calma, hago la ensalada y mientras, pongo la mitad de la sama que sobró del día anterior sobre la plancha al fuego y descorcho una nueva botella de Malvasía, éste mucho más fino que el que terminé. Y suavemente alcoholizado, y bruscamente cansando, me voy a la cama a hacer una siesta de media hora que se prolonga exactamente hora y media.
Y aquí estoy, ante el ordenador, después de tomarme un café, dudando entre hacerme la cena o irme directamente a dormir, digiriendo el síndrome de domingo por la noche. Y no sé por qué, o sí lo sé, quizá, triste. Quiero días sin noches.
Una buena amiga, o quizá no tanto, me envió el enlace de una entrevista del diario Público a Paul Auster. La leo y me reconozco en un buen número de respuestas. También calculo cuántas mañanas me quedan, aunque eso no lo pueda saber nadie. Mis errores me siguen torturando, titulan la entrevista al autor norteamericano. Mis errores me siguen torturando.
Me hice con una bici renqueante. No había otra. Mañana me la cambiarán porque habían alquilado las buenas y sólo les quedaba ésa, la renqueante. La conseguí en un restaurante. Aquí los restaurantes no sólo hacen comidas, del mismo modo que todos los isleños alquilan sus cuatro por cuatro o se ofrecen a llevarte de excursión. Pero antes de alquilar esa bici que chirría desayuné lo de todos los días, y sin Ana Pastor. Bueno, hoy es domingo y estaría en su casa con su afortunada pareja. Tengo el síndrome de domingo, no cuando me levanto, pero sí cuando oscurece.
Vinieron unos operarios a arreglar la antena y el resultado es que no veo una sola cadena española y sí doscientos canales extranjeros. Me inclino por Rusia Today, RT. Qué hace un canal ruso emitiendo en castellano es para mí un enigma. Hablan maravillas del zar Putin, por supuesto, y alertan del demonio americano. Como en la guerra fría. Predicen una confrontación China-USA. Curioso, porque ya lo anticipé en una novela. Y hablando de novelas, antes de montar en la bici, empiezo Los crímenes de La Graciosa, el arranque, el primer capítulo, que no quiere decir que la deje a medias, que no siga, que me canse, que me aburra, que se meta en medio otra historia. De hecho hasta que no pasan de las cien páginas el nasciturus no tiene garantizada su vida. Ahora simplemente es un espermatozoide tonto a la busca de su óvulo. Que lo fecunde no depende de mí. ¿O sí?
Monto en la bici renqueante a las 11 de la mañana. Hoy el día como ayer, con luces y sombras, con sol y nubes. Como mi existencia. El camino, una pista ancha habilitada para que circulen cuatro por cuatros, me lleva justo a ese punto entre los volcanes Montaña del Mojón y La Aguja Grande al que llegué andando campo a través ayer. Tomo una pista que sale a la izquierda y señala Montaña Amarilla a cinco kilómetros. Por el camino me detengo ante un corral. Por fin sé de dónde proceden unas malditas y pesadísimas moscas que si la toman con uno no hay quien se las saque de encima: cabras. Me saludan y sacan sus cabezas del cercado para que les haga unas cuantas fotos. Y luego sigo el camino, bordeando ya el mar.
En Bajo del Corral un surfista busca su ola perfecta. Me detengo a admirarlo. Cabalga sobre olas medianas y descabalga de ellas cuando se aproxima mucho a la costa repleta de cantos rodados negros de lava. Y vuelve a buscar su ola, a cabalgarla y a bailar por su filo de espuma antes de perder el equilibrio y zambullirse en las aguas agitadas. Pienso en el hijo de una buena amiga, y en esa buena amiga. Y sigo camino.
La pista, a veces, la invade la arena y las ruedas de la bici se encallan en ella y me desequilibran. No me voy al suelo de milagro. Ahora sale el sol y me unto, precavido, con protección Aloe Vera 30 que compré en un supermercado de Caleta del Sebo y se me mete en los ojos, como siempre me sucede: un incordio. Y sigo pedaleando, a ciegas y con los ojos escocidos, y deteniéndome cada vez que quiero capturar una imagen: cada dos minutos.
El camino termina en Punta del Pobre. A saber a qué pobre se refieren. El origen del los topónimos es siempre un misterio. Desde ese punto diviso con claridad la cala de aguas tranquilas y transparentes en la que me bañé sin ropa el primer día, la de La Cocina, y la impresionante Montaña Amarilla, el volcán de pared sulfurosa. Decido subirlo. Lo dejo todo metido en la cesta de la bici, incluida la camiseta, y sólo me llevo conmigo la cámara de fotos. Desde ese lado, abrupto, no hay senda, así es que la trazo yo a ojo. Alcanzo trabajosamente la cresta de la primera montaña y voy a la conquista de la segunda, la definitiva. Es una subida de 172 metros. Se haría bien si no fuera por lo resbaladizo del terreno, por la gravilla volcánica que sobre las paredes de azufre amarillas me hacen trastabillar constantemente. Pero no me caigo. A medida que asciendo la panorámica es más espectacular. La Punta del Pobre la veo a vista de pájaro y ya no distingo mi bicicleta. Asciendo rápido, sin dudar, por la empinada ladera amarilla sin pensar en el regreso, que será más problemático, pero he aprendido en esta octava vida a pensar sólo en el presente, y el presente es este ascenso bajo un sol de muerte, y el descenso ya veré cómo lo hago. A la media hora de subida corono la cima. Vale la pena el esfuerzo y el riesgo de un arañazo. Desde Montaña Amarilla se ve toda la isla de un extremo a otro, todos sus conos volcánicos, todas sus llanuras sombreadas por las nubes, los núcleos poblacionales de Pedro Barba y Caleta del Sebo con sus casas encaladas, las playas ribeteadas por la espuma de las olas. Recorro la cima de un extremo a otro, saco fotos y emprendo el descenso que, en efecto, es bastante más complicado. La pendiente de la ladera de azufre y la maldita gravilla de piedra volcánica negra que la recubre hacen que los resbalones sean continuos. Decido bajar de lado, despacio y tanteando donde coloco el pie, y en alguno de sus tramos, cuando veo que voy a bajar rodando montaña abajo, me sujeto con las dos manos a la tierra, busco las escasas plantas que no tengan espinos, alguna roca voluminosa que no amenace moverse y voy descendiendo sin percances, sin rasguños, sin torceduras de pie hasta La Punta del Pobre.
Una hora más tarde estoy en mi apartamento, hambriento y sediento. Cae una bolsa de patatas fritas y una lata de cerveza Tropical, en la terraza, al sol. Luego, con más calma, hago la ensalada y mientras, pongo la mitad de la sama que sobró del día anterior sobre la plancha al fuego y descorcho una nueva botella de Malvasía, éste mucho más fino que el que terminé. Y suavemente alcoholizado, y bruscamente cansando, me voy a la cama a hacer una siesta de media hora que se prolonga exactamente hora y media.
Y aquí estoy, ante el ordenador, después de tomarme un café, dudando entre hacerme la cena o irme directamente a dormir, digiriendo el síndrome de domingo por la noche. Y no sé por qué, o sí lo sé, quizá, triste. Quiero días sin noches.
Una buena amiga, o quizá no tanto, me envió el enlace de una entrevista del diario Público a Paul Auster. La leo y me reconozco en un buen número de respuestas. También calculo cuántas mañanas me quedan, aunque eso no lo pueda saber nadie. Mis errores me siguen torturando, titulan la entrevista al autor norteamericano. Mis errores me siguen torturando.
Comentarios
Engendre una buena trama que nos haga regresar a la Graciosa.
:)