DIARIO DE UN ESCRITOR
La Graciosa, 20 de enero de 2012
Me despierta un ruido rítmico. Me digo, medio en sueños: el vecino cortando leña. Pero no estoy en Arán, me doy cuenta, cuando abro los ojos. Veinte golpes del cabezal de una cama contra la pared de un dormitorio y un largo gemido final antes del silencio. La pareja de al lado que se da los buenos días. Son jóvenes y rubios, pero no me he quedado con sus caras. De los vecinos de la izquierda sólo he visto la ropa colgada para que se seque: unos sujetadores anticuados y enormes en los que cabe mi cabeza perfectamente.
Despertarse haciendo sexo está bien. Y dormirse, también. Mi quinta vida fue muy sexual, claro: las hormonas saltaban echando chispas. De mi sexta recuerdo un coito ante el espejo de una cocina, mucho antes de que Jack Nicholson lo hiciera con Jessica Lange en El cartero siempre llama dos veces, y otro en un sillón, el último mueble de mi segunda casa. Mi séptima vida fue toda sexo, de principio a fin. En la octava hay fantasmas y ensoñaciones diversas.
Pero volvamos a la realidad. Y la realidad es que Ana Pastor desayuna en Canarias una hora antes que en la península. Hoy la que sufre su cerco es una ejecutiva de una agencia de renting, los que marcan la economía, los que dan órdenes a nuestros nefastos gobiernos de calzonazos. Entre Ana Pastor y los periodistas invitados la ponen a caldo. Deberían prohibir las agencias de calificación. Pero no sólo no las prohíben sino que les pagan por hacer informes nefandos que sirven a oscuros intereses, los mercados.
A las nueve, hora canaria, estoy en la pescadería de la lonja. Hago una pregunta no pertinente al pescadero que es para que no me dirija la palabra. ¿Qué pescado fresco tenemos? Me mira y se apiada de mí por mi aspecto de turista. Aquí todo es fresco, señor. Salgo con un burro bajo el brazo, no un asno sino un pescado isleño que responde a ese nombre. Lo dejo en la nevera de casa y me voy a dar un paseo.
No sé por dónde tirar, así es que cojo un sendero arenoso que me lleva en dirección contraria a la que quería. Tampoco pasa nada. Tengo tiempo. Dispongo seis días por delante para perderme por el norte, el sur, el este y el oeste de la isla. El sendero arenoso me lleva hasta el cementerio del pueblo y luego desciende, hasta el mar. Marea baja. El mar que ha invadido una playa interior que es como una laguna, desagua. Las partes de esa laguna sin agua son un finísimo barro que se traga literalmente los pies. El agua que vuelve al mar está fresca. Cruzo ese río improvisado de cinco metros de ancho que no me llega a la rodilla. Luego, tomo de nuevo la pista arenosa y bordeo dos playas hasta que arribo a una desierta, la playa del Salado, y, como no hay nadie y olvidé el traje de baño en el apartamento, me baño sin ropa. El agua es cristalina. Pura delicia. No había visto nunca un agua tan transparente. Braceo un rato y salgo. Me tiendo en la arena, para secarme, y luego sigo, hasta el volcán que veo al fondo de la isla, en uno de sus extremos, y destaca por una de sus paredes de azufre y de un color siena intenso. A sus pies hay una recóndita y protegida cala, la playa de la Cocina. Desierta. Desciendo y me doy un nuevo baño bajo la impresionante mole volcánica, la montaña Amarilla, que parece grabada a bajorrelieve, un cuadro gigantesco de Barceló. Me seco. Y me doy otro baño. Y me seco. Y me tumbo utilizando como almohada El mar sigue siendo azul, una muy buena novela de Fernando Martínez López que leo cuando no la tengo bajo la nuca.
Regreso a mi apartamento con mucho apetito. Hago a la plancha el burro. Preparo una ensalada de lechuga, tomate y aguacate. Descorcho un malvasía de Lanzarote. El pescado, con muchas espinas, es una delicia, sabroso y suave, de carne blanca. Disfruto comiendo en la terraza, al sol, con la vista del mar y del mirador del Río delante coronando los 425 metros del risco de Famara.
Sopeso hacer la siesta cuando termino de comer. Pero es un crimen con esta tarde soleada. Así es que me pongo de nuevo en marcha, en otra dirección, bordeando la costa por una senda estrecha, delimitada por hileras de piedras volcánicas, que me lleva por paisajes marinos de ensueño y luego se encarama a unos montes y se hace abrupto por momentos hasta que llega a Pedro Barba, el segundo núcleo habitado de la isla, un puñado de casas hermosas de paredes blanqueadas junto a las que crecen palmeras. No hay nadie salvo un isleño que debe estar al cuidado de las casas vacías. Está regando y escuchando música y me lanza una mirada oblicua. Es ya muy tarde para que alguien ande merodeando por esa zona. Así es que, sin descansar, regreso, porque quiero hacer con luz suficiente la senda abrupta que sube y baja montañas. La noche me sorprende en la senda delimitada por piedras volcánicas. El mar es una masa oscura que ruge y espumea. La brisa marina me está enfriando los hueso. Los últimos quinientos metros los hago a ciegas, guiado por el resplandor de Caleta del Sebo en el horizonte, adonde finalmente llego justo para cenar y ver las noticias: tortilla de dos huevos, patatas fritas, queso majorero de Fuerteventura y un yogur griego.
Los vecinos de al lado vuelven a las andadas. Pero esta vez no hay gemido. No hay orgasmo.
Me despierta un ruido rítmico. Me digo, medio en sueños: el vecino cortando leña. Pero no estoy en Arán, me doy cuenta, cuando abro los ojos. Veinte golpes del cabezal de una cama contra la pared de un dormitorio y un largo gemido final antes del silencio. La pareja de al lado que se da los buenos días. Son jóvenes y rubios, pero no me he quedado con sus caras. De los vecinos de la izquierda sólo he visto la ropa colgada para que se seque: unos sujetadores anticuados y enormes en los que cabe mi cabeza perfectamente.
Despertarse haciendo sexo está bien. Y dormirse, también. Mi quinta vida fue muy sexual, claro: las hormonas saltaban echando chispas. De mi sexta recuerdo un coito ante el espejo de una cocina, mucho antes de que Jack Nicholson lo hiciera con Jessica Lange en El cartero siempre llama dos veces, y otro en un sillón, el último mueble de mi segunda casa. Mi séptima vida fue toda sexo, de principio a fin. En la octava hay fantasmas y ensoñaciones diversas.
Pero volvamos a la realidad. Y la realidad es que Ana Pastor desayuna en Canarias una hora antes que en la península. Hoy la que sufre su cerco es una ejecutiva de una agencia de renting, los que marcan la economía, los que dan órdenes a nuestros nefastos gobiernos de calzonazos. Entre Ana Pastor y los periodistas invitados la ponen a caldo. Deberían prohibir las agencias de calificación. Pero no sólo no las prohíben sino que les pagan por hacer informes nefandos que sirven a oscuros intereses, los mercados.
A las nueve, hora canaria, estoy en la pescadería de la lonja. Hago una pregunta no pertinente al pescadero que es para que no me dirija la palabra. ¿Qué pescado fresco tenemos? Me mira y se apiada de mí por mi aspecto de turista. Aquí todo es fresco, señor. Salgo con un burro bajo el brazo, no un asno sino un pescado isleño que responde a ese nombre. Lo dejo en la nevera de casa y me voy a dar un paseo.
No sé por dónde tirar, así es que cojo un sendero arenoso que me lleva en dirección contraria a la que quería. Tampoco pasa nada. Tengo tiempo. Dispongo seis días por delante para perderme por el norte, el sur, el este y el oeste de la isla. El sendero arenoso me lleva hasta el cementerio del pueblo y luego desciende, hasta el mar. Marea baja. El mar que ha invadido una playa interior que es como una laguna, desagua. Las partes de esa laguna sin agua son un finísimo barro que se traga literalmente los pies. El agua que vuelve al mar está fresca. Cruzo ese río improvisado de cinco metros de ancho que no me llega a la rodilla. Luego, tomo de nuevo la pista arenosa y bordeo dos playas hasta que arribo a una desierta, la playa del Salado, y, como no hay nadie y olvidé el traje de baño en el apartamento, me baño sin ropa. El agua es cristalina. Pura delicia. No había visto nunca un agua tan transparente. Braceo un rato y salgo. Me tiendo en la arena, para secarme, y luego sigo, hasta el volcán que veo al fondo de la isla, en uno de sus extremos, y destaca por una de sus paredes de azufre y de un color siena intenso. A sus pies hay una recóndita y protegida cala, la playa de la Cocina. Desierta. Desciendo y me doy un nuevo baño bajo la impresionante mole volcánica, la montaña Amarilla, que parece grabada a bajorrelieve, un cuadro gigantesco de Barceló. Me seco. Y me doy otro baño. Y me seco. Y me tumbo utilizando como almohada El mar sigue siendo azul, una muy buena novela de Fernando Martínez López que leo cuando no la tengo bajo la nuca.
Regreso a mi apartamento con mucho apetito. Hago a la plancha el burro. Preparo una ensalada de lechuga, tomate y aguacate. Descorcho un malvasía de Lanzarote. El pescado, con muchas espinas, es una delicia, sabroso y suave, de carne blanca. Disfruto comiendo en la terraza, al sol, con la vista del mar y del mirador del Río delante coronando los 425 metros del risco de Famara.
Sopeso hacer la siesta cuando termino de comer. Pero es un crimen con esta tarde soleada. Así es que me pongo de nuevo en marcha, en otra dirección, bordeando la costa por una senda estrecha, delimitada por hileras de piedras volcánicas, que me lleva por paisajes marinos de ensueño y luego se encarama a unos montes y se hace abrupto por momentos hasta que llega a Pedro Barba, el segundo núcleo habitado de la isla, un puñado de casas hermosas de paredes blanqueadas junto a las que crecen palmeras. No hay nadie salvo un isleño que debe estar al cuidado de las casas vacías. Está regando y escuchando música y me lanza una mirada oblicua. Es ya muy tarde para que alguien ande merodeando por esa zona. Así es que, sin descansar, regreso, porque quiero hacer con luz suficiente la senda abrupta que sube y baja montañas. La noche me sorprende en la senda delimitada por piedras volcánicas. El mar es una masa oscura que ruge y espumea. La brisa marina me está enfriando los hueso. Los últimos quinientos metros los hago a ciegas, guiado por el resplandor de Caleta del Sebo en el horizonte, adonde finalmente llego justo para cenar y ver las noticias: tortilla de dos huevos, patatas fritas, queso majorero de Fuerteventura y un yogur griego.
Los vecinos de al lado vuelven a las andadas. Pero esta vez no hay gemido. No hay orgasmo.
Comentarios
Muchos besos
Un abrazo, la Graciosa debe ser deliciosa, sòlo la he visto desde el Mirador del río en Lanzarote