CINE / EYES WIDE SHUT, DE STANLEY KUBRICK
EYES WIDE SHUT
Stanley Kubrick
Stanley Kubrick
Cuando transcendió que Stanley
Kubrick (Nueva York, 1928-St Albans, 1999) estaba enfrascado en un nuevo
trabajo, y que los protagonistas del nuevo film del meticuloso, hasta la
obsesión, director de Barry Lindon, Lolita o 2001: una odisea en el espacio, iban a ser Tom Cruise y Nicole Kidman,
pareja de cine y en la vida real en
aquellos momentos, muchos creyeron ver en ello un mero ejercicio comercial para
conseguir dinero suficiente con que sufragar un proyecto más ambicioso como AI (Inteligencia
Artificial) que finalmente rodaría Steven
Spielberg con guión del director de Senderos
de gloria. Para esta historia centrada sobre la crisis matrimonial, el
infierno de los celos, las obsesiones sexuales nunca consumadas y la
infidelidad conyugal que, en el fondo, es un ferviente alegato a favor del
matrimonio y la moral tradicional, Stanley Kubrick quería contar con un matrimonio auténtico, y Tom
Cruise y Nicole Kidman
desbancaron al tándem Alec Baldwin y Kim Bassinger. Si el matrimonio es la tumba del sexo, Eyes wide shut fue la tumba de la
mediática pareja que se desnudaba, en el sentido más amplio del término, en la
película póstuma del gran maestro.
Eyes wide shut
llegó precedida de una grandiosa campaña publicitaria, que se puso en marcha
nada más empezar el rodaje, por el secretismo de éste y por la meticulosidad ya
mítica del legendario director de Espartaco.
La deserción de Harvey Keitel, que
sería sustituido por Sidney Pollack
en un intento por parte de la productora de ejercer un control sobre un rodaje
descontrolado en metraje y tiempo; el despido de Jennifer Jason Leight, las muchas veces que Tom Cruise tenía que repetir una escena, la especial relación
paterno filial que se estableció entre el director y los protagonistas coparon
titulares de revistas y diarios de medio mundo mientras el rodaje de la
película se eternizaba y Kidman y Cruise fijaban su residencia en
Londres. El director que odiaba volar diseccionó a la pareja protagonista de su
film más polémico tras La naranja
mecánica. Y la guinda la puso el propio Stanley Kubrick con su
repentino fallecimiento, no sin antes haber ultimado el montaje del film y
haber seleccionado el tan comentado tráiler de Nicole Kidman desnuda ante su esposo, Tom Cruise, que la besa y acaricia apasionadamente bajo
la voz de Chris lsaak
interpretando Baby did a bad, bad thing.
Dadas las circunstancias, resultaba casi imposible ver Eyes wide shut, el testamento
cinematográfico de uno de los mayores genios del cine, fuera de todo el contexto
que su gestación había originado a su alrededor, y de ahí que esas expectativas
puedan haber dañado una película tan
insólita como perturbadora. A Stanley Kubrick, que solía hacer obras maestras en todos los géneros que
tocaba (el cine negro con Atraco perfecto;
el cine histórico con Espartaco; la
ciencia- ficción con 2001; el
futurismo distópico con La naranja
mecánica; el bélico con La chaqueta metálica; el terror con El resplandor; el cine de época con Barry Lindon), le faltaba una aproximación al cine erótico,
una película más explícita a nivel visual que la formidable adaptación de Lolita de Vladimir Nabokov, y la excusa perfecta la encontró en la novela
corta Relato soñado de Arthur Schnitzler, un escritor contemporáneo
de Sigmund Freud, al que adapta con
una fidelidad rigurosa tomándose sólo dos pequeñas libertades; ambientarla en
Nueva York, en vez de en Viena, y en la época actual. El texto del autor
austriaco le sirvió de instrumento para adentrarse en los infiernos de la obsesión sexual y los mecanismos del deseo.
El doctor William Harford (Tom Cruise) decide viajar por el perturbador mundo de la sexualidad prohibida a raíz de la
confesión de una fantasía erótica por parte de su esposa Alice (Nicole Kidman) que le cuenta, tras una
fiesta fastuosa en casa de su amigo millonario Victor Ziegler (Sydney Pollack) en la que coquetea con
el aristócrata húngaro Sandor Szavost (Sky
du Mont) y él se hace acompañar por dos jóvenes modelos: la imagen de Alice
haciendo el amor con un marino, en blanco y negro, le acompaña en todo el
periplo a este particular Ulises al que le será difícil no sucumbir a los
cantos de sirena. Harford, atormentado por celos incontrolables, callejea de
noche por la ciudad de Nueva York (recreada
en estudio en Londres pues el cineasta odiaba volar) en busca de sexo de pago. Durante su itinerario, en el
que se limita a ser espectador siempre y nunca actor, es tentado por una bella
prostituta en plena calle, Domino (Vinessa
Shaw), y acompaña a Nick Nightingale (Todd
Field), un pianista y antiguo conocido, hasta la extraña mansión Somerton, en
las afueras, en donde tiene lugar un ritual orgiástico en el se limita a
observar. Una muerte misteriosa y la desaparición de su amigo pianista agudizan
su sentimiento de culpa y la necesidad de buscar la redención a su pecado, no
cometido sino con el deseo, en el matrimonio. ¿Qué haremos ahora?, pregunta un perdido Bill a Alice mientras
compran regalos de Navidad a su hija en la secuencia final. Follar, le responde Alice. El matrimonio
de ficción se salvaba gracias a esa promesa de hacer sexo dentro de los cauces
establecidos, pero el real naufragaba: el tándem Kidman-Cruise se disolvía al estrenarse la película.
Bajo su aparente osadía erótica, que provocó unos ridículos
efectos digitales en su estreno americano para cubrir sus muchos desnudos, y
que realmente no es tal —Stanley Kubrick sigue el modelo Helmut Newton: erotismo gélido y glamuroso contraponiendo mujer
desnuda a hombre vestido, por contraste, y utiliza modelos de cuerpos perfectos,
que deambulan como si estuvieran en una pasarela de moda, con cánones de
belleza europeos de tal forma que parecen vienesas
más que americanas, como el Manhattan impostado de estudio está más cerca de la
capital de Austria que de la ciudad de los rascacielos—
el film tiene una lectura moral bastante diáfana: los vínculos matrimoniales,
la seguridad de la pareja y el hogar, subrayado incluso con colores cálidos, azules muy luminosos, están por encima de esa
sexualidad nociva, promiscua y malsana
(la que se da en la orgía entre personajes enmascarados), castigada con el sida
que padece la bella prostituta Domino, con la que el protagonista desea acostarse (Bill echa mano de la
cartera por servicios que nunca se prestan, que es otra constante del film: la
no consumación de los coitos deseados), o que conduce directamente a la muerte —Bill Harford ante
el cadáver de su misteriosa salvadora (Abigail
Good) en la morgue—, subrayado por rojos agresivos,
los de la sangre, el deseo, el pecado y el infierno.
Eyes wide shut es
pictórica y cromática hasta la extenuación en cada uno de sus planos sobre iluminados
—la casa de Victor
Ziegler en donde tiene lugar la fiesta inicial, con cientos de bombillas que
jalonan una escalinata que parece sacada de la mansión Xanadú de Ciudadano Kane de Orson Welles—, una sobre iluminación que
afecta, también, a los rostros de sus protagonistas. La paleta cromática, y
moral, del pintor Stanley Kubrick es
dual: azul—la
casa de Bill y Alice; la habitación de la hija de ambos; el consultorio médico— equivale a rectitud; rojo a pecado y perversión —la puerta de la vivienda de Domino; el club de jazz en
donde toca el pianista Nick Nightingale; la mesa de billar tras la que Victor
Ziegler trata de convencer a Bill Harford que la muerte de su salvadora ha sido
fortuita; las estancias de la mansión en donde tiene lugar la orgía—. En algunos planos del film, rojo y azul conviven en una
lucha entre virtud y depravación.
Pese a algunas deficiencias de un guión, que alcanza el
clímax en su ecuador y se desinfla en su parte final, la torpeza de algunas
secuencias —Marion (Marie Richardson) confesando su pasión al Dr. Hadfor ante el
cadáver de su padre, un apunte que parece inacabado y desubicado en el contexto
del film—, el excesivo alargamiento de
otras —el baile inicial en la que una Nicole Kidman borracha coquetea con un
aristócrata húngaro—,
la superficialidad de buena parte de sus diálogos —buscada por el director—
y la interpretación de Tom Cruise,
que nunca llega a hacer creíble su papel de doctor (Stanley Kubrick se desafiaba a sí mismo contratando actores mediocres
en algunos de sus films, como Ryan O’Neal
en Barry Lindon), la película tiene,
al menos, dos ramalazos de genialidad
que por sí solos la justifican: el monólogo de Nicole Kidman, que hace ostentación de sus fantasías eróticas ante
un aturdido Tom Cruise, bajo los efectos de un cigarrillo de marihuana —extraordinaria su gestualidad, su risa, su mirada,
mientras su cuerpo, en ropa interior transparente, se desmadeja—, y la aterradora
secuencia de la orgía, de una plasticidad impecable, hilvanada a través de
ágiles planos en los que la cámara subjetiva acompaña al doctor Harford por cada una de las habitaciones del palacio
en donde tiene lugar el espectacular ritual sexual que parece ejercitado de
forma coreográfica, con movimientos automatizados de los fornicadores, contrapunteado
con la música efectista de György Ligeti
y esas inquietantes notas de pìano.
¿Intuía Stanley Kubrick que estaba haciendo su obra
póstuma? Lo cierto es que la muerte planea sobre muchos planos de esta lúgubre
película —Bill Harford en la morgue, abatido
ante su salvadora muerta; recibiendo el beso Marion Nathanson (Marie Richardson) ante el cadáver de su
padre en la cama— y
al estudioso de su filmografía no le costará descubrir una serie de guiños
autorreferenciales en Eyes wide shut:
el grupo de gamberros que golpea a Tom
Cruise en la calle al grito de “marica” (La naranja mecánica); Milich (Rade
Serbedzija), el dueño de la tienda de disfraces que le alquila uno a Bill,
que vende a su hija (Leelee Sobieski)
a los dos pervertidos orientales (Lolita); la suntuosidad de las escenas de la orgía,
planificadas como cuadros pictóricos de época (Barry Lindon); Tom Cruise
bajando las escaleras de la cava de jazz bajo una luz intensamente roja para
reunirse con el misterioso pianista (El
resplandor).
Eyes wide shut se revela
como una película inquietante y malsana, que sabe mantener ese tono de
pesadilla creciente —los movimientos, las
conversaciones y las situaciones de los personajes buscan premeditadamente la
irrealidad, están deliberadamente impostadas—
y cala hondo en el espectador por la
multiplicidad de sus lecturas e interpretaciones y la simbología de las imágenes,
así es que en ese calidoscopio complejo que es el último suspiro de un genio
irrepetible, de un enloquecido amante del lenguaje cinematográfico, el espectador
descubre aspectos nuevos cada vez que se enfrenta a una película que exige
muchos visionados. Eyes wide shut, ojos siempre cerrados literalmente, es
también una fábula sobre el poder, despiadado, inhumano y caníbal, que no duda en comprar cuerpos
femeninos, y si es preciso disponer de ellos hasta las últimas consecuencias,
en una búsqueda por reinventar un placer sexual que nace de la dominación y la
cosificación del cuerpo femenino. ¿Una secta masónica bajo los antifaces
inquietantes de los participantes de la orgía, los miembros del club Bildelberg
desestresándose después de organizar el caos mundial a su antojo o una de esas
fiestas salvajes en las que participaba el presidente del FMI Dominique Strauss-Kahn?
Eyes wide shut,
que recibió críticas demoledoras tras su estreno, es un broche insólito,
complejo y arriesgado que cierra la más
meticulosa carrera cinematográfica jamás conocida. El postrer sueño de uno de
los grandes del cine. Un testamento en toda regla que no deja de fascinar por
su factura perfecta y minuciosa y por lo que se esconde entre sus imágenes.
Comentarios