LITERATURA / PREMIOS Y PREMIADOS
Premios y premiados
No sé
cómo andan las cosas por otros países, pero en el mío podría muy bien
escribirse una historia negra de la literatura que quizá sea mi libro póstumo
porque me cerrará las ya pocas puertas abiertas que tiene uno. Si la corrupción
ha corroído durante decenios la sociedad española, el mundo literario no ha
sido ajeno a ella, es más, diría que se ha revolcado a gusto ante el silencio
cómplice de muchos colegas que aceptan como normal la anomalía.
Los
premios. Hay premios que simplemente son festejos literarios con los que se
promocionan, no los escritores premiados, que también, sino, sobre todo, los
grupos editoriales que los promueven. Planeta hace una gran fiesta literaria alrededor
de su millonario galardón que suele premiar, y eso es un hecho científicamente
probado, la peor novela del autor escogido. El peor Camilo José Cela, el peor Mario
Vargas Llosa se han alzado con el premio que, en sus inicios, descubrió a
autores tan notables como Ana María
Matute o Carmen Kurtz, por
ejemplo. El premio discurre sin sobresaltos hasta que Juan Marsé, el chico de barrio,
dijo que la novela de María de la
Pau Janer, que iba a ganar, era una mierda (sic) y exigió leer otros
finalistas. Allí acabó la relación de Juan
Marsé con Planeta. Algunos colegas que ya no están entre nosotros, como Manuel Vázquez Montalbán o Francisco González Ledesma, lo
obtuvieron y no les pregunté cómo. El Planeta, premio que se cuece a un año
vista y tiene ganador tras arduas negociaciones de cocina, es más que nada un
fiestorro editorial en el que los sucesores del patriarca José Manuel Lara echan
la casa por la ventana. Los 600.000 euros del premio, que jamás recuperan con
la venta del libro premiado, y los millones que les cuesta el show televisivo
gastronómico son un inmenso spot publicitario que recogen todos los medios de
comunicación. Si comes croquetas tienes que besar las manos de quien te las
cocina. Se come bien en el Planeta, eso sí.
Hay
otro premio importante, que le sigue en remuneración económica, que es el RBA
de novela negra. Allí, salvo el que le dieron a Francisco González Ledesma e inauguró el certamen, se premian
autores extranjeros, fundamentalmente de habla inglesa, así es que no hay
disimulo posible pues la novela premiada, y traducida, llega a las librerías
poco después del fallo fiesta del que recuerdo siempre la cola que se forma
ante el cortador de lonchas de jamón, lo más destacable. Harlan Coben, Michael Connelly, Don
Winslow, Ian Rankin, Benjamin Black y Walter Mosley son algunos de los premiados, más la infame novela de
Andrea Camilleri La muerte de Amalia Sacerdote.
Podría parecer que estoy resentido por esos tejemanejes
literarios, pero no puesto que he sido beneficiario de premios como el Azorín,
Tigre Juan, La Sonrisa Vertical, Camilo José Cela, Café Gijón y otros hasta
llegar a 16, y mentiría con alevosía si dijera que mis novelas no premiadas son
peores que las premiadas, más bien es exactamente todo lo contrario. También he
sido invitado a alguno de esos saraos a los que hay que ir con esmoquin
alquilado y uno aguanta estoicamente, en una comida exquisita que no se
disfruta, ser eliminado exactamente a los postres, antes del café y la copa
final que se reservan para el finalista y el ganador; he estado nominado para
algún premio de algún municipio sospechoso que debía lavar dinero negro en él y
hasta he ganado un premio que no se me quiso pagar y hube de litigar judicialmente
para que me lo abonaran tras ocho agotadores y devastadores años.
Los premios amañados provocan a veces situaciones chuscas,
que lo son una vez han pasado. Un importantísimo premio que se falla en
Andalucía se lo llevó uno de mis mejores amigos que tuvo la cortesía de
celebrarlo en privado conmigo una semana antes del fallo sin saber que yo estaba
entre los otros cuatro finalistas. Se me atragantó el vino del brindis. Lo peor
es que lo ganó con una de sus novelas más flojas, él, que es uno de los mejores
escritores que corren por aquí. En otra ocasión fui jurado de un premio, y viendo que se estaba echando encima
la fecha del fallo y no me habían enviado las novelas finalistas para juzgarlas,
llamé muy nervioso a los organizadores que me tranquilizaron diciéndome que me
enviarían la novela finalista. Eso,
que es una chapuza, lo suelen hacer con jurados de premios importantes y el
modus operandi es muy fácil: seleccionan nueve novelas infames, las más infames
de las recibidas, y una menos mala que es la que se llevará el galardón. Hay
ocasiones en que uno peca de díscolo, no traga, rechaza como jurado la novela
que a toda costa quiere premiar el editor que promueve el premio y éste toma
nota y te pone en la lista negra. Tengo que decir que mis relaciones con los
editores, salvo contadas ocasiones, han sido pésimas. Debe de ser que soy un
tipo raro.
Se han premiado novelas que no están escritas, novelas que
se han tenido que plagiar deprisa y corriendo porque su autor tenía la mente
paralizada y sufría el síndrome de la página en blanco. Se han premiado novelas
simplemente para saldar, de una vez por todas, una deuda que el autor había
contraído con la editorial. Se han premiado en un idioma novelas que han sido
escritas en otro y han tenido que ser traducidas. Suelen las editoriales
involucradas en los premios otorgarlos automáticamente a autores de la casa. He
oído ofertas que le han hecho a amigos mediáticos para darles un importante
premio sin que tuvieran la más mínima pericia para encadenar una frase con
otra. No he escrito jamás una novela,
replicó con inocencia una amiga mía a la que le hicieron la oferta tentadora de
ganar uno de los premios mejor remunerados. Da
igual, la escribimos nosotros, fue la respuesta. Hay editoriales que
compran la novela, pero no el autor, porque con otro nombre, el de un famoso,
ese libro venderá más. Otros, por el simple hecho de salir en los medios y
conducir un programa, han sido premiados porque en las ferias del libro los
lectores los buscarán simplemente por ser asiduos a sus programas en los medios.
Podría hablar de los negros,
pero eso es otra historia. De arquitectos que jamás supieron escribir, y suficientes
pruebas hay de ello, y han convertido los libros presuntamente de su autoría en
absolutos best seller gracias a sus
equipos a la sombra que se los escribían siguiendo la estela de los Tom Clancy y compañía, que no son
escritores sino empresas de producción pseudoliteraria. Hay novelas que se
cocinan en las editoriales como productos de marketing y nadie sabe quién las
escribe. Plagios descarados que se descubren porque los negros contratados fueron
poco cuidadosos o se sintieron mal pagados. Hasta podría hablar de algún asunto
turbio fuera de nuestras fronteras. ¿Se cree alguien que un escritor que
escribe una obra maestra como El perfume
sólo sea capaz después de escribir un librito de cuentos infantiles y nada más? Pues yo no.
Las editoriales, las grandes editoriales, salvo muy contadas
excepciones, están enlatando mierda literaria para consumo inmediato que se
añade a ese magma informe de la autoedición, una selva en la que difícilmente
se encuentra algo decente, el trigo entre la paja. Pequeños editores, o
editoriales prestigiosas y solventes que se cuentan con los dedos de una mano, llevan
enarbolando el estandarte de la calidad, forman esa isla de excelencia
literaria ante tanta basura que se publica y se lee y amenaza con ahogar el
arte de la escritura que se nutre de talento y esfuerzo. Empiezan a comercializarse programas
informáticos para escribir una novela. Eso será el fin. Yo no lo quiero ver.
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