LITERATURA / PINK CADILLAC MAN, DE DOMINGO ALBERTO MARTÍNEZ
La vida cotidiana en una
prisión imaginaria de Estados Unidos centra Pink Cadillac Man: El
penal Federal de gran seguridad de El Secadero funciona con los automatismos de
un campamento de instrucción militar, o al menos eso es lo que le gustaría a la
alcaldesa Love y los scouts que le bailan el agua. La novela del zaragozano
Domingo Alberto Martínez, premio Alfonso Sancho Saiz del Ayuntamiento de
Jaén, entra dentro del género negro subgénero carcelario. La
penitencia de los Estados Unidos de El Secadero es una prisión federal de alta
seguridad para reclusos masculinos en el corazón de Coyote Flats, al noroeste
de la Riviere. Y a ella va a parar Robinson Sánchez, un cubano condenado
por homicidio: La primera noche que pasé en el penal empapé la cobija de
puro miedo.
Domingo Alberto Martínez (Zaragoza,
1977), colaborador habitual de revistas digitales y páginas web de literatura
como Mercurio, Zenda, Plaza Nueva, Wall Street International o The Barcelona
Review, desmenuza la vida entre rejas, sus rituales — Los guardias les
inspeccionan el interior de la boca con una linterna médica—, sus reyertas
extremadamente violentas, el ambiente sórdido de los que han perdido la
libertad, la promiscuidad racial, las fluctuaciones de poder que se establecen
en ese centro penitenciario. El patio se convierte en un ejercicio de tiro
con rifle a cien yardas. Los puntitos de las miras láser revolotean como
moscardones alrededor de la mesa, se juntan en la cabeza de Parrish. Los
guardias llegan en tropel, tropezando entre ellos.
Hay violencia extrema
entre esos reclusos enjaulados como fieras que se devoran entre ellos: Se
cargaron a un preso ¡no! ¿cómo? Su compañero afiló el cepillo de dientes y se
lo metió por la oreja. Roncaba mucho, explica. Limpia todo la sangre y los
trozos de sesos y deja el cuerpo en la cama para la revista. Y, cómo no,
reina el miedo en esa jungla en la que se impone la ley del más fuerte: Le
tienes miedo a los bolígrafos con hojas de afeitar y a los peines afilados, a
que alguien de repente te hinque uno en las costillas, y al indio pendejo que
te colgó la X cuando le cagaste la madre. Un miedo del que no se libran ni
los guardianes de ese zoológico humano: Los aguaciles recién desembalados le
tienen miedo a los cabezas rapadas del patio, esos forzudos pintados con cruces
gamadas hasta las pestañas y los blandengues dan diente con diente.
Pink Cadillas Man
es, también, un muestrario literario de realismo sucio: Es conveniente
masticar la comida con cuidado y dejar a un lado los escrúpulos porque hay
tropezones para todos los gustos, desde trocitos de cristal y alambres del
estropajo metálico hasta insectos muertos, gusanos, moscas de la fruta, cacas
de rata pasando por algún que otro ingrediente inesperado, como las uñas del
vigilante. O esta descripción sórdida de las prostitutas nocturnas que
parece sacada de Taxi Driver: Es la hora en que se encienden las
farolas, la hora de las prostitutas pintarrajeadas como payasos borrachos y los
tobillos hinchados por los tacones, las putas tristes de pantorrillas
doloridas.
Por esa novela coral
circulan un sinfín de personajes, muchos siniestros —Messer cortaba los
cuerpos de sus víctimas en trozos menudos, los muslos, los brazos, deshuesada
la carne y la trituraba, hacía hamburguesas, albóndigas, tortas de carne, las
freía y lo que no se comía en ese momento, lo guardaba en el congelador. Entre sus
vecinos pasaba por un vegetariano estricto—, algunos grotescos, otros
tristes, que el autor describe de forma precisa: Hay que andarse con ojo con
Parrish, el negro que se miró en el espejo y ve a Lenny Kravitz solo que un
poco más blanco. El resto de los presos lo llama Mariah Carey por el color de
su piel y porque actúa como si encabezará la Billboard Hot 100, la lista de
éxitos. Es, en esto de las descripciones físicas, un verdadero maestro
Domingo Alberto Martínez que siempre mete una cuña humorística en los detalles
físicos: A Dolly lo llaman así por la Parton, porque conoces todos sus
éxitos y los suele andar canturreando. Sobre los hombros y el cuello robustos
se alza un capitel de granito, la barba espesa y roja, el cuerpo es una lámina
de la musculatura humana, un mural cubierto de runas y hachas vikingas,
cenefas, figuras geométricas.
La primera: que en el
país de la libertad haya más cárceles que universidades. Es vergonzoso y hay
que decirlo. La novela es una crítica feroz al sistema
penitenciario norteamericano —La mayoría de la gente trata mejor a sus
tarántulas de compañía de lo que tratamos en este país a los presos—, a la
popular pena de muerte que forma parte del ADN del país como la Coca-Cola de su
dieta —Y las farmacias hacen lo posible para escurrir el bulto. A nadie le
gusta que lo relacionen con la pena de muerte. Mala imagen de marca. Lápiz en
mano, al penal le sale más a cuenta la barbacoa—, a la brutalidad de ese
castigo bíblico: ¿Y si le salen los ojos de las cuencas? Los ojos ardiendo
como teas, ¡oh Dios mío! ¿Y si la frente empieza a humear y le explota la
cabeza?
Pero Pink Cadillac
Flamingo es, sobre todo, un artefacto literario libérrimo, quizá no una
novela en sentido estricto —Esto no es una novela, es el título de un
libro anteriormente editado también por West Indies— en la que el autor
experimenta constantemente con el lenguaje, juega con él, obtiene, de su
retorcimiento imágenes brillantes literariamente hablando —Mientras la noche
de la ciudad, esa gorda y perezosa anaconda los sigue y los acaricia, los
envuelve con sus anillos de humo—, metáforas atrevidas —Sus palabras
eran como cucharadas de caldo espeso y caliente / Los murciélagos chillan,
azules de humo./ La tierra es fresca y fragante, acaba de llover, es un lagarto
con ojos de piedra, un beso de azúcar./ Tengo el cuerpo pesado, la carne me
gotea como si fuera de cera— juega constantemente con las onomatopeyas —Quince
horas de yes, sir, no, sir y el cric crac de las esposas. / El radio
despertador chilla, ñieeek-ñieeek-ñieeek. / El cielo está despejado, como la
frente de Kojak ¡bang! —y exhibe un sentido del humor tan negro como
surrealista: Cuando Sony echa pie a la acera, el veterano está roncando
abrazado a una boca de incendios, satisfecho como una ladilla en un burdel de
Saigón.
En su demonización del
imperio americano se atreve el zaragozano a criticar, vilipendiar, su joya de
la corona, la ciudad más liberal y abierta de ese país que sufre en la
actualidad sus contradicciones: Nueva York es la ciudad más sucia de América
y en cuanto al olor, poco tiene que envidiar a las megalópolis más nauseabundas
de la India. Apesta a costillas demasiado hechas y vapor de alcantarilla, a
patatas fritas con quitaesmalte y sopa de almejas en descomposición.
Todo un despliegue
literario, a veces excesivo por su ruido, que se salta las convenciones del
hilo narrativo y opta por el mosaico de piezas y la sonoridad del fraseado siempre
dispuesto a impactar en el lector. Hay mucho escepticismo y pesimismo
existencial en sus casi cuatrocientas páginas, desconfianza en la humanidad: Vivimos
en un mundo en el que el gasolinero más zoquete está convencido de que los
extraterrestres construyeron las pirámides de Egipto y que a JFK lo mató, qué s
yo, Fu-Manchú. Cienciología, terraplanistas, antivacunas.
Pink Cadillac Man trasciende
el corsé de la novela negra, subgénero carcelario, para convertirse en un
alegato de creación literaria que, a veces, se pierde en su propia desmesura,
en ese barroquismo del que hace gala de principio a fin y no siempre es fácil
de seguir. ¿Literaria? Sin ninguna duda, y original, algo que es infrecuente.
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