DIARIO DE UN ESCRITOR

Vancouver, 28 de mayo de 2013


        
         Llegamos al aeropuerto de Anchorage a trancas y barrancas, pues no es nada fácil encontrar el parking en donde se deben dejar los coches de alquiler, así es que damos tres vueltas, aparcamos el coche en un aparcamiento equivocado y por fin damos con el acertado. Facturar el equipaje es también toda una odisea, y no porque pesara más de la cuenta nuestras maletas, que eso también sucedía y tenía la consecuencia molesta de tener que abrigarnos más de la cuenta, gorro ruso incluido, sino porque la American Air Lines, para comodidad de sus pasajeros, ha establecido que cada uno de ellos facture y extraiga su tarjeta, un papelillo transparente, de embarque por máquina. El autoservicio es uno de los inventos más nefastos de esta sociedad tramposa en la que nos ha tocado vivir: elimina empleos, suprime gastos a las empresas que no redundan en el precio de sus productos y, sobre todo, obliga al cliente a trabajar gratis para ellas. Así es que me cago en el autoservicio, para ser muy franco, y creo que si todos los consumidores hiciéramos una huelga de celo las cosas cambiarían, pero es muy difícil ponerse de acuerdo en algo y así nos va, poniendo gasolina en las estaciones de servicio (¿qué servicio?) a diez bajo cero cuando los hace.
            La American Air Lines es una compañía modélica en más cosas. Por ejemplo, no avisa en los paneles informativos del cambio de puerta de embarque de nuestro vuelo a Seattle y nos enteramos de que nuestro avión está a punto de despegar in extremis: somos los últimos pasajeros en ocupar sus asientos después de haber llegado al aeropuerto con tres horas de antelación. Y rezamos, mientras el avión despega, que el vuelo vaya a Seattle y no a otro sitio porque con las prisas no preguntamos a las azafatas el destino de este cuatrimotor.
            Anchorage y sus alrededores desaparecen bajo un mar de nubes mientras nos elevamos en el cielo. Alaska se difumina para una próxima ocasión, si se presenta, y me llevo de allí escenarios y personajes de esa posible novela negra que me está dando vueltas en la cabeza desde hace un par de años.
El cansancio de los últimos días de jet lag en Alaska me abruma, así es que Intento conciliar el sueño durante las tres horas y media que dura el trayecto y me pierdo la bebida que tan amablemente ofrecen como refrigerio American Air Lines.
            Pisamos Seattle a las 4 am, tras un aterrizaje suave. Con sueño considerable esperamos pacientemente a que ese autobús que pasa ojo avizor por el aeropuerto nos vea y nos lleve al parking en donde dejamos aparcado el Hyundai fucsia. Pese a lo intempestiva de la hora hay una actividad considerable y buena parte de las tiendas del aeropuerto ya están abiertas o quizá es que no se cerraron, Está nublado, pero amanece, o quizá es que aquí tampoco oscurece del todo porque seguimos estando muy al norte. Un autobús conducido por un norteamericano de origen asiático nos recoge a los pocos minutos y nos lleva al parking que esta vez no nos parece tan lejano.
Después de tanto tiempo sin conducir su coche, MJ se ha olvidado de que el suyo tiene marchas, así es que recorremos el parking a trompicones hasta que se habitúa a pisar el embrague en vez del freno. Yo estoy tan muerto de sueño que ni me ofrezco para llevar el Hyundai hasta la frontera.
            —El próximo coche que compre será automático.
            La carretera que lleva a Canadá es la famosa 5 North, que cruza todo el Oeste de sur a norte desde Tijuana y que tan bien conocemos desde que ha empezado este largo viaje. El paisaje que cruzamos es de un verde absoluto: prados alfombrados a los que suceden bosques tupidos de abetos robustos. Está nublado y pronto comienza a llover a cántaros. Poco antes de llegar al puente que se derrumbó tomamos una carretera alternativa. Y con lluvia pasamos la frontera en coche, sin bajarnos de él, gracias a un policía poco dispuesto a cotejar nuestras caras con las de los pasaportes y menos a revisar el coche, por suerte para nosotros que llevamos el maletero atiborrado de maletas, bultos, bolsas, neveras y cajas de bebidas. El policía, desde la garita, nos hace preguntas rutinarias.
            —¿A qué ciudad van de Canadá?
            —A Vancouver.
            —¿Cuántos días van a quedarse?
            —Siete.
            —¿Llevan más de doce mil dólares en efectivo?
            —No.
            —¿Traen consigo armas de fuego?
            —No.
            Nos sella los pasaportes y entramos en Canadá. Más complejo será regresar a Estados Unidos.
            No es muy diferente, por lo que veo, esta parte del país del vecino: cambian las banderas, aunque en Canadá hacen menos alarde de patriotismo y son pocas las que ondean. Entramos en Vancouver, tras cruzar su ancho río por un puente más moderno que los de hierro del país vecino cuando diluvia, y no tardamos en encontrar en Marina Drive East (¿o es West?, que en América como no domines bien los puntos cardinales estás perdido) el Motel Súper 8 que en Vancouver es un hotel convencional de pisos.
            No nos dan la habitación hasta pasadas unas horas, a las diez de la mañana, y como llueve y estamos cansados, más que cansados, agotados, los viajeros deciden, excepcionalmente, tomarse un descanso, cerrar los ojos y dormir mientras afuera sigue el diluvio para que esta parte de Canadá tenga un perenne color verde en sus campos y luzca esos extraordinarios bosques de abetos que he visto por la carretera.
            Será por la distancia, pero me aburre tanto la situación política española que a duras penas leo algo en la prensa digital estos días. Así es que entre sueño y sueño, uno breve, de dos horas, para tomar posesión de la cama, y otro largo, de cinco, para recuperarme del todo, me duermo de nuevo leyendo los artículos que especulan sobre la vuelta del caudillo Aznar, gran amigo de Correa y esa turba de malhechores que espero y deseo le arrastre al abismo. 

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