CINE
GATSBY
Baz Luhrmann
Uno de las novelas fundamentales de
la literatura norteamericana de todos los tiempos es El gran Gatsby. Supo en ella plasmar Scott Fitzgerald, cuya vida
fue todo menos un camino de rosas (Zelda, su esposa, internada en un
psiquiátrico por esquizofrénica; él rechazado en Hollywood y con poca fortuna
como escritor acabó cayendo en brazos del alcoholismo), el dislate social y
económico que precedió a la Gran Depresión a través de su protagonista, Jay
Gatsby, un multimillonario de maneras exquisitas perdidamente enamorado de una
mujer mal casada con un paleto sin educación ni cultura. De la novela de
Fitzgerald, que no fue ningún éxito de ventas cuando se publicó pero sí cuando
se reeditó en los años cincuenta, se han realizado, con la presente, seis
versiones cinematográficas, entre ellas una muda, de la que no se guarda copia
alguna, y un telefilme, y Gatsby, que muchos creen que era lo que Fitzgerald
quiso ser y no consiguió, su alter ego deseado, ha sido interpretado, entre
otros, por Alan Ladd y Robert Redford, siendo la versión de Jack Clayton la que
es considerada como la más canónica. Luhrmann, director con patina de
iconoclasta que se atrevió con Shakespeare (Romeo + Julieta, que ya son ganas de epatar hasta en el título) se acerca al texto de Fitzgerald con su peculiar
estética pop-kitsch.
Al
australiano de imágenes lisérgicas que hace películas como si fueran musicales
sin partitura ni actores que canten, o
se le ama o se le detesta con la misma inmoderación de su cine. Luhrmann, a la
hora de concitar adhesiones o fugas, equivaldría a un Ken Russell, director desmelenado
de los setenta/ochenta que convirtió la hipérbole y lo kistch en sus señas de
identidad. El director de Australia y
Moulin Rouge no admite términos
medios. Su forma de hacer cine, con imágenes que son espasmos y dejan poco
espacio para la reflexión, funcionaba medianamente en esas dos películas con
voluntad inequívoca de espectáculo visual puro y duro, pero desbarra en Gatsby, porque poner los fuegos
artificiales de Luhrmann, eso, fuegos artificiales, artificiales, subrayo, al
servicio de un texto literario tan extraordinario y hondo como el de Scott
Fitzgerald es poner a un elefante en una cacharrería. La película de Luhrmann
marea en sus números espectaculares, en esas fiestas orgiásticas que Gatsby da
en su palacio decadente, su Xanadú irreal en Long Island, enfrente al de su
amada en la otra orilla del río, en esas idas y venidas por un New York digital
y con tomas absurdas para lucimiento del 3D para las que están rodadas, pero
eso, lo artificial, es, con mucho, lo mejor de la película, aunque al final
aburra tanta apoteosis, porque cuando Luhrmann se deja de espectáculos pirotécnicos
y quiere ahondar en los sentimientos de los personajes, introducir al espectador
en la romántica relación entre Gatsby (Leonardo DiCaprio) y Daysi (Carey
Mulligan), entre los que no hay la más mínima química, la película desbarra y
uno desea que Luhrmann regrese de nuevo a los fuegos artificiales y a las
imágenes digitalizadas. Si el espectador, además, tiene fresca en su memoria la
cuidada y respetuosa película que rodara Jack Clayton en 1974 sobre una de las
cumbres literarias de la literatura norteamericana de todos los tiempos, se
dará cuenta de que el sobreactuado Leonardo Di Caprio no le llega a la suela del
zapato a Robert Redford, que ése sí que era un Gatsby creíble, que Carey
Mulligan no resiste la comparación con la frágil Mia Farrow en su papel de
Daysi y que el narrador y testigo Nick Carraway, interpretado en la versión de
Luhrmann por un blando Toby McGuire, es una triste caricatura del comedido Sam
Waterston. Todo lo que en el film del australiano suena a impostura y superficialidad
(hasta el castillo de Gastby parece sacado de Disneylandia o Las Vegas), era en
el de Clayton hondura y credibilidad. No era Leonardo Di Caprio el actor más
indicado para este Gatsby; le falta
clase y saber estar a su interpretación, se le nota encorsetado en un traje que
le viene pequeño en todos los sentidos. Una sola mirada y una sola frase en
labios de un Redford modélico y elegante, que estaba en la cima de su carrera
interpretativa y al que los trajes blancos le conferían un irresistible aspecto
de dandy, eran suficientes para definir a su personaje en la versión de Clayton.
DiCaprio en Gatsby no es más que un
chiquillo de clase baja disfrazado de multimillonario. Y ahí, en los
personajes, Luhrmann, el rey de lo kistch, fracasa de forma estrepitosa, porque
ninguno de ellos es creíble. Mucho ruido y pocas nueces.
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