DIARIO DE UN ESCRITOR
Three Rivers, 3 de mayo de 2013
Hoy tengo
suerte por partida doble, y eso que el desayuno en el motel Sierra Lodge de
Three Rivers, a las 8 de la mañana, no ha sido nada glorioso y la noche, tras
desconectar el aire acondicionado y la nevera, por ruidosas, ha sido
francamente calurosa. Tengo suerte porque, sin proponérmelo, me he topado con
un oso negro. Veinticinco años que llevo en el Valle de Arán, veinticinco osos
que corren por sus laderas y montes, y no me he visto cara a cara con ninguno
hasta que llego a Estados Unidos, al Sequoia Park. Y tengo suerte porque he
salido indemne de ese encuentro con el oso. No es tan fiera la bestia como la
pintan. O quizá ese oso negro era realmente amistoso.
Lo
descubrí en un verde prado húmedo, con río, de Sequoia Park. Un bulto negro que
sobresalía de la hierba alta y que, de lejos, podría ser una piedra. Un bulto
negro que se movía y apuntaba cabeza de oso según me aproximaba a él en
silencio y me situaba a quince metros. No me vio. O me ignoró. Yo sí estaba
atento a sus más mínimos movimientos. Parecía estar comiendo hierba,
plácidamente, como cualquier rumiante. Confieso que sentí emoción y cosquilleo
en el estómago. Aconsejan que te mantengas alejado de ellos, que, cuando los
divises, tomes la dirección contraria sin aspavientos, y allí estaba yo,
haciendo caso omiso de todas las recomendaciones, embobado y contemplando los
pausados movimientos de esa fiera negra que tan mala prensa tiene. No es por
quitar mérito a mi encuentro con el plantígrado, pero no lo vi potencialmente
peligroso. Además me podía más la fascinación que el miedo. Así es que
permanecí diez minutos ante el oso, mirándolo y sin que éste se dignara
mirarme. Mejor su ignorancia. Mejor que no me viera como un salmón en el río o
un cervatillo. Pero, pese a mi admiración y entusiasmo, en cuanto vi que alzaba
la cabeza, porque de pronto reparó en mí, y encaminó sus pasos hacia el sendero
en donde estaba, retrocedí estratégicamente,
me alejé luego a paso más rápido y miré de reojo hacia mi espalda por si me
seguía. El oso tomó el sendero en dirección opuesta y quizá dio un buen susto a
los excursionistas que tropezaran con él.
El oso,
mi encuentro con el oso negro en mi primer paseo por el parque, no me hace
olvidar la belleza y espectacularidad de Sequoia Park y King Canyon, el parque
que hay a continuación, millas y millas de montes de la Sierra Nevada californiana
cubiertos por bosques infinitos que no se acaban nunca y me sitúan en mi
extraordinaria pequeñez ante la naturaleza. Montañas inmensas, faldas escarpadas, cañones, cavernas y los árboles más grandes del mundo. La superficie de los dos parques nacionales es de 865.258 acres. Los parques miden 106 kilómetros de lago por 35 de ancho. Se necesitarían semanas para explorarlo.
Los
secuoyas son a los bosques lo que las catedrales a las ciudades. Estos árboles
milenarios, sí, milenarios (de los 2.500 ejemplares que hay en los dos parques
una buena parte de ellos tienen más de 2.000 años, lo que es muchísimo para un
árbol) alcanzan alturas de rascacielos (cien metros) y suelen tener treinta de
circunferencia de tronco. El secuoya es el árbol que escenifica la desmesura de
la naturaleza de este país desmesurado en todo. Fuerte, resistente al fuego
(todos tienen en sus cortezas las cicatrices que les dejan los incendios) se
alzan por encima de los larguísimos pinos alpinos, que infestan las laderas, y
buscan la luz del sol con sus copas gigantescas que salen de sus troncos a una
altura de vértigo. Uno ve esos árboles, y se compara con ellos, y se tiene
todavía por mucho más pequeño, mucho más insignificante de lo que es. En esos
bosques de gigantes milenarios algunos árboles tienen nombre propio. El Sentinel
y el General Sherman están en Sequoia Park; El General Grant es la atracción de
King Canyon.
No nos
cansamos de ver secuoyas. Los admiramos, los fotografiamos, nos postramos ante
ellos, nos comparemos en altura. Tomamos algunos senderos que parten de una
altitud de 2.000 metros y nos llevan al Museo, una zona del parque en donde se concentran los gigantescos
árboles.
John
Muir, un escocés protector de las bellezas naturales de su país de adopción,
Estados Unidos, que escribió más de 300 artículos y diez libros, descubrió
Sequoia Park hacia 1868. Habitaban, por entonces, en esos bosques infinitos un
par de hermanos ganaderos que buscaron cobijo en un enorme secuoya derribado y
hueco que les sirvió durante años de alojamiento hasta que se construyeron una
cabaña no lejos del milenario General Grant. Por aquel entonces se talaban los
secuoyas, con más razón teniendo en cuenta de que de tan gigantesco árbol salía
perfectamente una casa. John Muir instó a su protección. Y curiosamente, esos
extraños y portentosos árboles que arañan el sol, necesitan de la fuerza
destructora de los incendios forestales, como otras plantas el agua, para sobrevivir:
el fuego limpia de arbustos, matojos y otros árboles que les hacen la
competencia los alrededores, y el fuego propicia que se abran las piñas en
donde se esconden las diminutas semillas que dan como fruto semejantes gigantes
y aseguran su reproducción.
Para
desintoxicarnos de los miles de árboles que vemos, tomamos una carretera
secundaria que nos lleva hasta el inmenso lago Hume, en el corazón de King
Canyon. Debe de haber una convención de cristianos de alguna secta porque en el
poblado (un hotel, unas cuantas cabañas dispersas, una iglesia y unas oficinas)
abundan los carteles con citas bíblicas. En su pequeño puerto fluvial medio
centenar de barcas fuera borda y piraguas esperan que alguien las alquile. En
el medio del lago, flotando sobre sus embarcaciones, unos pescadores echan la
caña. Una cola de tipos hacen cola ante unas oficinas para inscribirse
seguramente en algún concurso de pesca. Me acuerdo de Vidas cruzadas, de Robert Altman, y su secuencia de pesca.
Abandonamos
el lago y regresamos al King Canyon para medirnos con el General Grant de
nuevo. Transito
por el espacioso interior del secuoya derribado que sirvió de alojamiento a los
dos hermanos; admiro a esos gigantes de tronco rojizo y cavidades inmensas, auténticas
cuevas vegetales, en donde caben más de una persona, y que se escapan del visor de mi cámara fotográfica; pierdo
casi el equilibrio intentando abarcarlos con la mirada. Vuelve a sentirse mi ser leve ante tanta
grandiosidad que me rodea.
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