DIARIO DE UN ESCRITOR
Seward, 26 de mayo de 2013
El Swan
Next Inn (creo que ayer, con la premura, no escribí bien el nombre del hotel)
es un establecimiento curioso además de histórico. Bueno, aquí en Estados
Unidos, dada la juventud del país, se considera histórico todo aquel edificio
que tenga más de 75 años, y el Swan Next Inn los tiene. Nick, su encargado, es
un joven guapo, rubio, con bigote y perilla cuidados, esbelto y educado. Habla
perfectamente español porque lo estudió en Seward y lo practicó durante una
estancia en Chile. Él y su mujer llevan este singular hotel de trato familiar y
media docena de habitaciones. Tan familiar que cuando Nick se ausenta, para
irse a tomar una copa, uno de los clientes, un tipo muy agradable que ejerce de
dentista en Texas y viene cada año a Alaska con su mujer tailandesa, se hace
cargo del establecimiento y aloja a los nuevos huéspedes que van llegando al
hotel, cinco chinos, a los que ubica en las habitaciones correspondientes
porque en cada una de las puertas de los cuartos está escrito el nombre de su
ocupante en un pósit. El joven Nick, que ha heredado el hotel de su padre que
fue el que construyó el histórico edificio, delega también en el extrovertido
texano, que habla español porque su madre, boliviana, siempre le habló en ese
idioma, el cuidado de la estufa de leña que arde perennemente en el salón
comedor de estar y caldea el ambiente.
Las
habitaciones del Swan Next Inn son tan singulares como el funcionamiento del
establecimiento: una cama ancha y dos camas volando sobre ésta en una
plataforma de madera a la que se accede por un agujero con trampilla y subiendo
a pulso por una escalera completamente vertical, como la que utilizan los
bomberos, y en cuyos peldaños no cabe el pie entero sino la punta. Podría ser
peor el modo de acceso a esas dos camas superiores y que hubiera una barra
metálica o una cuerda con nudos que precisaran huéspedes atléticos. Obesos,
propensos al vértigo o personas que carezcan de fuerza suficiente en los brazos
para auparse, abstenerse de ir al Swan Next Inn que, por otra parte, es un
lugar entrañable, y lo digo sin segundas intenciones. Así es que yo, esta noche,
trepé a mi “buhardilla” de arriba y me deslicé a cuatro patas hasta mi lecho.
Cometí el error de dejar abierta la trampilla, pero no soy sonámbulo y no caí
por el agujero. Tampoco soy de los que se sientan a medianoche, porque entonces
rompería con la cabeza el techo de madera. Regreso a mi infancia en Alaska, y
no sólo recordando las lecturas de los libros de Jack London.
El
desayuno del Swan Next Inn es casero. La mujer de Nick confecciona unos
bizcochos rellenos de frutas: albaricoque, plátano y frambuesas. Hay también mantequilla
y cereales y por cinco dólares la pareja te puede hacer huevos rellenos y
bacon. A las 12 pm la cafetera de salón está programada para hacer café que se
mantiene caliente hasta la hora del desayuno, de 7 a 9 am. No hay muchos
huéspedes, de modo que todos intiman. El texano tiene en su habitación a dos
tailandesas, una es su mujer y la otra ignoro el parentesco o relación que
tiene con él. Se llama Berge según el pósit que hay pegado sobre la puerta del
cuarto 7 que se abre al salón comedor. La habitación 8 la ocupó ayer una pareja
y un perro; él se pasó la tarde leyendo una novela policiaca, sentado en el
sofá, mientras ella sacó tres veces a pasear a su perro, un hermoso labrador.
Hoy la habitación de la pareja del perro, que marchó de buena mañana, la ocupa
un chino llamado Yang. Pero Berge, el dentista texano, hombre de mediana edad,
mediana estatura y labia elocuente que regenta, no sé cómo, un pequeño hotel de
10 habitaciones en Pataya, Tailandia, ha efectuado el checking de todos los
nuevos huéspedes que han llegado hoy porque Nick se fue a beber su cerveza con
unos amigos a uno de los muchos bares, tantos como iglesias, que tiene Seward
en la Second Avenue, la calle más importante de una cuadrícula de cuatro por
cuatro entre el mar de la bahía y la boscosa montaña poblada por osos negros.
El Swan Next Inn, su dueño y sus huéspedes podrían dar lugar a otra novela, porque
ambiente y personajes no encajan en Brother,
que sería humorística y costumbrista.
Así es
que después de probar los tres tipos de bizcocho que hace por la noche la mujer
de Nick, intentamos llegar al puerto y a la oficina de los barcos que le llevan
a uno por el parque marino de Kenai hasta el glaciar Northwestern. La compañía que
organiza esos cruceros es la Kenai Fiords Tours y tiene su sede en el muelle,
pero no la encontramos, así es que damos unas cuantas vueltas, mientras la hora
de que el barco parta se acerca y el nerviosismo de la conductora se acrecienta
(y el del copiloto, también), hasta que la divisamos donde tiene que estar, en
el muelle. La Kenai Fiords Western no lo pone nada fácil al cliente que aparca
ante sus oficinas para retirar la tarjeta de embarque: el aparcamiento no está
al lado del puerto de Seward, en donde hemos dejado nuestro coche, sino a un
par de millas, así es que perdemos otros quince minutos buscando ese aparcamiento
y eso que nos dan un plano para encontrarlo. Una vez dejas el coche a dos
millas de las oficinas y del muelle, un autobús con un conductor que, como el
del aparcamiento de Seattle, es también un rastreador, recoge a todos los tipos
que dejan el coche allí y los lleva de vuelta nuevamente a la sede de la Kenai
Fiords Western del puerto de Seward de donde acabamos de salir. El conductor,
por si a algún pasajero, con razón, se le cruzan los cables y protesta, lleva a
mano una sólida porra de madera, señal de que más de un viajero de la Kenai Fiords Western no ha
entendido ese protocolo de salida. Una gymkana. ¿No podrían tener un
aparcamiento para los clientes en el mismo puerto, junto a sus oficinas, me pregunto,
y se ahorrarían la flotilla de autocares y el sueldo de los conductores? Pues
no. La lógica no funciona muchas veces en este país. O mi lógica. Pero es, de
momento, la nación más poderosa de la tierra, así es que a lo mejor todas mis
observaciones están equivocadas.
El
precio del viaje en barco, que dura seis horas entre ida y vuelta, no es nada
barato: 175 dólares por persona. Con ese precio uno espera un refrigerio a base
de una caliente sopa clam chowder que
es lo que más apetece cuando se va a visitar un glaciar. Pues no, 175 dólares
te dan derecho a un taco relleno de verdura, una bolsita de zanahorias crudas,
que nadie come y van a engrosar el menú de la siguiente tanda de pasajeros, una
tableta de dulce de cacahuete como postre y un vaso de agua. Esto podría ser la
base de una novela satírica, pero no encaja en Brother.
El Orca, que es nuestro catamarán, está
atestado de pasajeros que van llegando parsimoniosos hasta el último momento,
poco antes de las 11,15 am, hora teórica de la partida. La tripulación la
constituyen siete mujeres que realizan las maniobras del desamarre, las
demostraciones con los salvavidas (Nunca
se tire con ellos al mar, te dicen, con lo que uno se pregunta para qué los
quiere), despachan en el bar las bolsas de patatas y las pastillas contra el
mareo, y el capitán, que es un varón
experto en ornitología y cetáceos cuya voz adormece.
Surcamos
las aguas plácidas y grises de Resurrection Bay con cielo cubierto, nubes
bajas, llovizna y frío. Pasando por las proximidades de Rugged Island avistamos
la primera ballena jorobada que resopla junto a la ladera boscosa de Callisto
Head. No salta, pero concita la atención de los 170 pasajeros que salen todos a
las cubiertas del barco, en tropel, ajenos al frío y a la lluvia, en su intento
de captar la cola del cetáceo.
El
barco se detiene unas pocas millas más adelante, en Agnes Cove, unos farallones
de roca completamente verticales en donde anidan miles de gaviotas que cruzan
una y otra vez el cielo grisáceo y aturden con su constante algarabía. Cuando
el barco se acerca a las paredes, para que veamos de cerca a los pájaros y sus
nidos, a los cormoranes que comparten pared con las gaviotas y un solitario horned puffin de plumaje negro y blanco
y vistoso y gran pico amarillo que parece perdido y aturdido entre tanta
gaviota, somos testigos directos del drama de la naturaleza: un polluelo, cosa
lógica, cae desde la pared del acantilado y desaparece bajo el agua porque ni
sabe volar ni nadar. Y no se produce ninguna reacción, ni de la madre que lo ha
perdido ni de la comunidad de pájaros que superpueblan ese pavoroso acantilado
de cien metros de altura cortado a cuchillo. En la naturaleza no existe el
individuo sino la especie y nosotros seguimos emperrados, afortunadamente, en
apostar por el individuo salvo en los regímenes totalitarios de cualquier
signo, desde Hitler a Pol Pot, que apuestan por la especie y muestran por las
bajas humanas la misma indiferencia que la de esa gigantesca bandada de
gaviotas y cormoranes por el polluelo perdido.
Hay una
colonia de focas considerable, pero el capitán de voz cansina y adormecedora
parece no sentir el más mínimo interés por ellas y El Orca, nombre del barco que si lo pudieran leer ellas las haría
huir en desbandada del peñasco, pasa de largo buscando más aves.
Las
millas que hacemos por mar abierto, por el golfo de Alaska, que suelen ser con
mar alborotado, es plácida. El catamarán apenas se mueve mientras bordea la
alargada Granite Island y se mete en el Northwestern Fiord al final del cual
está el glaciar del mismo nombre.
Antes
de llegar, en una de las laderas empinadas cubiertas por nieve y hielo,
descubrimos nuestro primer oso de Alaska, un plantígrado negro que parece tener
enormes dificultades para descender a una playa de lajas oscuras junto al mar
helado y permanece inmóvil, sobre una roca, a la que no se sabe cómo pudo haber
llegado. Lo tiene tan mal para subir por la empinada montaña como para bajar
hasta la orilla del mar. En ese paraje sin vegetación y de temperatura bajo
cero no tiene comida y nos preguntamos cómo saldrá de allí.
El
glaciar Northwestern es más grande que el Columbia y el Mendenhalf de las
afueras de Juneau, que fue el primero que vimos. Altísimas paredes de hielo
azulado que deben medir un centenar de metros de altura constituyen la lengua
de ese río que se heló hace miles de años y va cayendo lentamente sobre un mar
a punto de solidificarse. De nuevo uno se siente pequeño e insignificante,
perecedero e inane, ante esa potencia de agua en estado sólido que seguirá
allí, si el cambio climático no acaba con él, cuando la humanidad haya
desaparecido. El barco se balancea durante quince largos minutos ante ese
espectáculo de la naturaleza mientras cae una lluvia fina, casi hielo, que
traspasa toda la ropa que llevo, forro polar incluido, y me provoca un frío
mortal que me hace buscar refugio en el interior de La Orca.
Regresamos
y ya apenas salimos a cubierta. Ni rastro del oso atascado en aquella montaña. Preferimos
permanecer sentados dentro de La Orca
después de las tres horas que hemos resistido a la intemperie y nos calentamos
las manos, repito, nos calentamos las manos, con un café americano que los de
la Kenai Fiords Western venden a 1 dólar y uno se ha de servir en la máquina.
Ni las ballenas jorobadas, ni las orcas, ni los delfines, ni las bandadas de
pájaros nos sacan del interior del barco hasta arribar de nuevo a Seward
acompañados por la lluvia. Entramos en Alaska con el cielo cubierto y lluvia y
vamos a salir con un tiempo parecido.
Con el
estómago vacío cogemos el coche y volvemos a Seward a buscar un restaurante que
compense la pobreza del lunch.
Encontramos uno a dos calles del hotel, un local chino de interior rojo cuyo
camarero, llamado Yantzé, hace alarde de inventiva, gracia y habilidades circenses.
Hay seis menús familia feliz,
nominados con las letras A, B, C, D, E, F a 13,50 dólares por persona. Cuando
MJ pide un A y un B el chino, que es alto y no tiene un solo pelo en la cabeza,
dice que con ese precio tienen que ser o dos A o dos B.
—Two B—pide
entonces MJ.
—To be or not to be, that is the
question—es la salida del camarero chino shakesperiano al que solo le falta
abrazar una calavera.
Es la primera vez que como en un
restaurante chino en Estados Unidos desde que llegué y la sopa con fideos y huevo,
el rollito de primavera relleno de cangrejo, el cerdo agridulce y el pollo con
almendras me saben a gloria.
Antes
de traernos la cuenta, entre plato y plato, Yantzé, el camarero chino, hace
gala de otras habilidades además de sus dotes para declamar el monólogo de
Hamlet: hace girar sobre un dedo la bandeja en la que trae los platos, se pega
uno de ellos, vacío, a la palma de la mano sin que se le caiga cada vez que la
sacude y nos hace un numerito con unos dados trucados. Y todo por 13,50
dólares. Se despide Yantzé con un Sayonara
japonés cuando le abonamos la cuenta. Tampoco me sirve el chino feliz para Brother. Todo es demasiado festivo en
Seward para una novela negra.
En el
hotel Next Swan Inn el texano Berge
y las dos tailandesas, su mujer y su suegra, engullen comida china que se han
traído de ese restaurante del que hemos salido satisfechos y felices. Mientras
come Berge nos explica su historia, mitad en inglés y mitad en español,
mientras aun chisporrotea el fuego que él se ha encargado de ir avivando
metiendo leños en la estufa de hierro colado. De joven cogió un coche en
Anchorage e intentó subir más al norte hasta el Ártico, pero no había nada, la
nada absoluta, un desierto de cientos de millas con una única gasolinera en el
camino y un modesto hotel para los camioneros que abastecen los pozos
petrolíferos pasando con sus camiones por encima del Ártico helado. Aclara lo
del hotel en Pataya. Es de su mujer y allí irá a vivir cuando se jubile de su
profesión de dentista.
Las once de la noche y empieza a anochecer. En Seward, al
contrario que en Valdez o en Denali, por estar más al sur, hay noche cerrada,
pero ésta llega a las doce, dentro de una hora. Esta es mi última noche en
Alaska. Y me voy habiendo visto un oso negro en apuros, en la distancia, junto
al glaciar Northwestern, y a una cría de cormorán o gaviota que desapareció en
las aguas heladas de un fiordo. Berge ronca con su suegra en el altillo y el
café de la cafetera, como en la noche anterior, está a punto de subir si Nick
la tiene programada a diario.
Comentarios