DIARIO DE UN ESCRITOR
En el agua, 15 de mayo
de 2013
No
nos despierta el despertador, que apagamos, sino una voz femenina por el
interfono del Kennicott que avisa que hemos llegado a Yakutak, así que me ducho
a toda prisa, me pongo el traje de campaña y descendemos, esta vez por una
escalerilla, a hacer turismo por ese pueblo de pescadores e industrias
conserveras.
A
las cinco de la madrugada no hay mucha animación, aunque por la luz parezcan
las nueve. Tampoco creo que haya más animación a las nueve, a las doce, a las 6
pm, ni nunca. Según nos alejamos del anclado Kennicott y tomamos una carretera
que bordea la costa, sin que llueva, toda una novedad, comprobamos la impronta
maléfica que deja el hombre en la naturaleza, porque el entorno natural de ese
pueblo pesquero y medio deshabitado en el que el barco, inexplicablemente, hace
una escala de tres horas (algo menos porque llegamos con retraso), porque
Yakutak es una especie de almacén de chatarra oxidada que nadie retira de sus
casas y calles. Las casas, de madera, descuidadas, herrumbrosas, precisan todas
de varias manos de pintura, arreglos en los tejados y en las ventanas. No hay
ni un alma, no ladra un solo perro y un cartel indica la presencia de osos y
otro marca una ruta de escape en caso de tsunami. Los dos muy tranquilizadores.
Yakutak
parece una aldea deshabitada en donde todos sus habitantes han muerto, un
pueblo después de una explosión nuclear, un escenario perfecto para una
película de terror o un film artístico metafísico de Tarkowski. Junto a la
carretera descubrimos el esqueleto (morro, algo de la carlinga, alas y cola) de
un avión de la Segunda Guerra Mundial en el lugar en donde se estrelló y allí
seguirá hasta que la naturaleza, con la ayuda del tiempo, lo desguace. Como
monumento tienen los habitantes de este pueblo fantasma al que irá a parar Cain
Brother, una máquina de tren y dos vagones oxidados sobre unos cuantos metros
de railes con lucecitas para iluminarlos durante las festividades. Un camino de
tierra nos lleva por una pendiente a unos depósitos enormes de petróleo con
conducciones al mar. De nuevo en el mar, desde una posición desde la que podemos
ver a nuestro quejumbroso Kennicott atracado que no ha detenido sus motores,
hay un muelle comercial con una serie de cadáveres: dos embarcaciones medianas,
en venta, que nadie comprará por su estado ruinoso, una de ellas bautizada
pomposamente como Capitán Nemo, la otra sin nombre, con agujeros en la quilla,
con los cristales de la sala de máquinas rotos y cubiertos de musgo. Dos
camionetas destartaladas con aspecto de no haber rodado desde hace veinte años.
Un coche con el parabrisas reventado y las cuatro ruedas pinchadas. Aquí no hay
cementerio de coches, todo el pueblo lo es y cada coche se queda en donde se
estropeó. Más allá, junto a un mar que no se mueve, hay unas oficinas de un
negocio conservero de salmón abiertas porque faltan las puertas y en donde
entro para husmear y comprobar por la cantidad de polvo y telarañas que lo
invaden todo, las viejas máquinas de escribir que dejaron sus empleados en fuga,
los albaranes que hay esparcidos por el suelo mojado de lluvia que entra y los
cristales de las ventanas rotos, que hace mucho dejó de tener actividad.
Abundan
en Yakutak las casas abandonadas y abiertas cuyos inquilinos dejaron los
muebles, camas y demás enseres, porque en el viaje que harían hacia el otro
mundo no se los pudieron llevar, y el resto de sus vecinos, respetuosos, no se
atreven a coger por no invadir sus hogares vacíos que se van desmoronando. Los
visito todos, estupefacto, tomando precauciones por si en alguna de esas casas
vacías medio derrumbadas encuentro un grizly okupa durmiendo.
El
pueblo tiene un comercio, un hangar mediano, en donde se vende de todo, hay
cafetería, consultorio médico y echador de cartas, pero a las seis y media está
cerrado y probablemente su dueño, dado el volumen de clientela posible, se
abstenga de abrir. También tiene gasolinera, con dos surtidores herrumbrosos y
el cartel iluminado de Open, pero no se ve a nadie dentro y un automovilista
desconfiaría del combustible que pueda salir de las mangueras.
Yakutak
puede que sea el pueblo más desolador del mundo que yo conozca. ¿En qué pasa el
tiempo la gente es algo que se me escapa? No hay cine, no hay bar para
emborracharse, no hay sala de bailes, no hay motel para llevar a un ligue,
seguramente ni habrá mujeres. Y las cajas de alcohol llegarán por barco. Quizá las casas vacías en donde he
entrado pertenezcan a inuits que se
suicidaron.
Regresamos
al barco bajo un fuerte aguacero y tras quedar fascinado por una larga
carretera, la ruta de escape por tsunami, flanqueada por enormes abetos y con
una niebla baja que convierte en fantasmal su trazo. Ya se han despertado
algunos inuits que conducen pickups o
los toros del puerto marítimo acumulando cajas de pescado vacías en uno de los
rincones. Un pasajero del barco, uno, el único, un tipo joven y con cara de
loco, se ha bajado en Yakutak con un montón de maletas, mochilas, bolsas de
comida, sacos de dormir y tienda de campaña que un inuit carga en una camioneta. Ese tipo es una novela andante,
tiene, seguramente, una historia que contar, huye de algo o de sí mismo, y
parece tenso y alterado mientras el inuit
con bigote, como todos los inuits
de Yakutak, carga con parsimonia las pertenencias del hombre blanco.
Subimos
al barco y desayunamos en el bar una tarta de queso y un chocolate caliente. El
Kennicott debería partir a las 8 de Yakutak, pero lo hace quince minutos antes.
Retiran la escalerilla de pasajeros, también la rampa para coches y se separa a
gran velocidad del muelle, huyendo del pueblo maldito. Imagino que soy un
pasajero que se fía de la puntualidad de los horarios de Alaska, da un paseo
por Yakutak para disfrutar del ambiente y regresa tranquilamente a las ocho
menos cuarto, quince minutos antes de la hora de partida, para contemplar como
el barco se pierde en el horizonte, y me recorre un escalofrío de pavor porque
en ese pueblo, fruto del desastre industrial y la pobreza endémica, cuyas mal
llamadas casas destrozan la belleza del paisaje, o le dan otro sesgo, vamos a
ser positivos, no hay un solo motel en donde alojarse y el próximo barco, como
en Conspiración de silencio pasa con
el tren, pasa dentro de quince días. Y mientras Yakutak se pierde en el
horizonte, pero no en mi cabeza, y el
Hennicott enfila la boca de la bahía me preguntó qué será de ese joven airado y
furioso que bajó del barco y tomó esa camioneta del inuit para ir Dios sabe dónde.
Yakutak
pesa en mi mente, y en mi próxima novela, cuando el Hennicott entra en alta mar
y se balancea suavemente con un vaivén metódico. Tomamos posesión de una mesa
del salón de proa con las máquinas de fotos a mano y oteamos el mar a nuestro
alrededor que se encrespa con espuma blanca en olas de un metro a dos. El
capitán, a las nueve de la mañana, avisa de una bandada de orcas y todos los
pasajeros salimos en tropel a cubierta, a pesar del frío reinante, del viento
huracanado y la lluvia que cae. Las vemos resoplar a lo lejos, y alguna se
acerca lo suficiente para que veamos su aleta dorsal negra sobresaliendo de un
agua gris plata. Son un grupo de treinta y siguen el barco durante media hora
hasta que se pierden en la línea del horizonte.
Aparece
entonces el Mount Elias, uno de los más
altos de Alaska, nevado desde su base a su cima, entre nubes, y el gigantesco
glaciar del mismo nombre tan grande como el estado de Rhote Island, una franja
gigantesca de hielo paralela a la línea de tierra y mar.
Nos
visitan más orcas, pero son esquivas, no se acercan al barco como sí hicieron
los delfines el día anterior. Y la gente sale a cubierta, cada vez que hay una
alarma de avistamiento, o entra en la sala, cuando se frustra por no poder
hacer fotos a ningún cetáceo, o no aguanta más el aire helado que barre las
cubiertas del Kennicott.
Blondie
pasa muchas veces por mi lado, con sus tatuajes vistosos en el cuello, sus
peircing en labios y nariz, y sus pantalones rotos por donde asoman sus
rotundos muslos. Parece una avistadora de cetáceos profesional. El vikingo de
luenga barba color platino opta por mirar el mar desde la ventana a pesar de
que tiene una constitución perfecta para aguantar el frío ártico. La mujer que
hace calceta avanza en el jersey que está haciendo. Entre la gente madura hay
lectores de Tom Clancy. Una chica que rasguea mustiamente su guitarra se acerca
a mí para decirme que estuvo en Barcelona, disfrutó en el museo Picasso y que
le gusta España. La pareja que juega a las cartas sigue absorta en sus
partidas, no les agota el cansancio de barajar una y otra vez los sobados
naipes. Un geógrafo y zoólogo nos va informando de los animales y accidentes
geográficos que podemos contemplar si nos alzamos de los asientos. Los
muchachos rusos siguen en manga corta y con sus anticuados pantalones con
tirantes, anticuados y elegantes, al mismo tiempo, que contrastan con el
aspecto de beatniks y homeless de todo el pasaje. Una mujer enorme, de mi
quinta, me persigue a pesar de que le digo una y otra vez que mi inglés es
terrible y le contesto por señas; es tan grande como un gigante y me da miedo
de que me coma.
A
las 12 am, por puro aburrimiento, vamos al bar, vacío a esas horas, a tomarnos
un par de cervezas Amber, lo mejor de Alaska, un plato de chiles con alubias,
que me vuelve a recordar los manjares gastronómicos que degustaba Spencer Tracy
en Conspiración de silencio de John
Sturgess, las famosas alubias con guindillas o guindillas con alubias, y una
pizza espantosa de amarillento queso chedder,
lo que me da excusa para mi eterna queja acerca de la dieta americana que
MJ rebate con ironía diciendo que esa comida es sanísima.
─Sólo
tienes que mirar a tu alrededor para darte cuenta de lo sana que es.
A las 3 pm proyectan unos
documentales sobre Alaska en la sala de cine del barco. Los vemos y no me
duermo. Hemos prometido no cenar ni merendar, y cumplimos la promesa. Hemos
prometido seguir, a partir de mañana, una dieta sana, e intentaremos cumplirla
si eso es posible.
El mar está gris, como el cielo
hasta el horizonte, y llueve. Ya no queda nadie en cubierta para ver los
cetáceos salvo los fumadores que, como en todo el mundo, quizá no mueran por el
tabaco pero sí de pulmonía.
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