DIARIO DE UN ESCRITOR
Dalles, 7 de mayo de 2013
El
desayuno en Medford, Oregón, fue tan frugal que no existió. Viajar impone a
veces sacrificios. Así es que salimos del Motel 6 a las nueve de la mañana, con
un cielo nublado que amenaza tormenta y el estómago vacío después de cambiar
una rueda del Hyundai fucsia (M.J,. dice que no tiene relieve; yo habría
continuado con ella), trabajo que realizan en un taller mecánico exactamente en
diez minutos (una prueba de la eficacia de este país) y circular dos metros en
contradirección por despiste de la conductora habitual que obedeció a ciegas la
instrucción del GPS de virar a la izquierda.
─Pero…¿qué
haces?
─Nada,
chico, nada, chico, me he equivocado. Esa idota que me dice que girara a la
derecha.
El
susto es pasajero y lo solventamos con buen humor. El cielo sigue encapotado,
pero al menos no descarga. Todo el coche huele a goma de neumático nuevo.
─El
hombre del tiempo asegura que hoy no lloverá.
Hay tal
cantidad de nubes negras sobre el cielo de Medford y los alrededores que temo
que el hombre del tiempo de Oregón se equivoque. Pero el que se equivoca soy
yo, por fortuna.
Dejamos
Medford a nuestras espaldas y seguimos el curso del río Klamath que pasa por
una serie de poblaciones minúsculas de casas de madera pintadas con vivos
colores que tienen sus propios moteles. Aquí hasta el más modesto pueblo tiene
su establecimiento hotelero regentado por Anthony Perkins.
─Podríamos
habernos quedado en uno de esos moteles─le digo a M.J.─. Parecen sumamente
acogedores.
─No
estarán abiertos ahora, fuera de temporada. Poca gente conoce Crater Lake.
Poca gente
lo conoce por suerte, y poca gente encontramos. La carretera deja, pronto, todo
vestigio de civilización para cruzar parte del bosque estatal Umpqua. El
Umpqua, nombre indígena makalak, no
es de los mayores bosques del país, pero sus dimensiones, a ojo de europeo,
resultan sobrecogedoras, inabarcables: casi 4.000 kilómetros cuadrados de pinos
gigantescos cuyas ramas crecen a una altura de unos veinte metros dejando un
tronco limpio apto para la tala y construcción de casas de madera. La sensación
que tengo cruzando esa selva durante una larga hora (y sólo recorremos una
ínfima parte de él) es que me encuentro en un bosque de Finlandia o de Siberia.
Así es que mi cabeza cinéfila, mientras los ojos se deslumbran por esa
abigarrada masa de árboles que pasan por mi lado a velocidad endiablada, se
traslada a Siberiada de Konchakowsky,
un realizador ruso que fue abducido por la industria norteamericana hasta
desaparecer por completo. La arboleda,
en un llano kilométrico, compacta, con los troncos de los árboles pegados unos
a otros, se extiende hasta el horizonte.
─Este
es un lugar ideal para que alguien se esconda y no lo encuentren nunca.
─En un
bosque parecido se escondió Unabomber.
─Te
metes entre los árboles y nunca encuentras la salida porque no tienes una sola
referencia más que copas y más copas de árboles.
Se
producen milagros de vez en cuando. Un marine con estrés postraumático de la
guerra de Afganistán, Jason D. Coper, tirador de élite (cazador de humanos) se perdió en ese bosque y tuvo la suerte de
ser hallado por la policía de Oregón tras pasar 48 horas a la intemperie en
pantalón corto y chanclas. Aquí las chanclas son el calzado habitual. Milagro.
Lo normal es perderse en ese bosque laberíntico y no salir jamás de él.
Mientras
cruzamos el impresionante y silencioso Umpqua Forest recuerdo una de las
mejores secuencias de Muerte entre las
flores de los hermanos Coen: la ejecución en el bosque. Podría muy bien ser
el impresionante bosque de Umpqua el de esa ejemplar película negra. El bosque
de Umpqua será, sin duda, uno de los escenarios de Brother, mi próxima novela. El hermano pequeño, tras huir de
California con su cuñada, buscará refugio en Umpqua hasta que el hambre le haga
salir de él. Brother será una road story que llevará a sus
protagonistas desde California a Alaska, precisamente el viaje que estoy
haciendo.
Crater
Lake es un parque nacional modesto y pequeño si lo comparamos con Sequoia Park,
King Canon, Valle de la Muerte o Yosemite. La entrada cuesta diez dólares frente
a los 20 de los otros parques. La mitad. La empleada de la garita, uniformada y
con sombrero, nos alarga un mapa y el diario del parque con una serie de
recomendaciones y sugerencias.
La
carretera serpentea por bosques nevados a pesar de estar a principios de mayo.
En los arcenes se acumulan grosores de hasta tres metros que van aumentando en
altura según vamos ascendiendo.
El
lago, un antiguo cráter volcánico que entró en erupción hace 7.700 años, es una
circunferencia perfecta, está a 1.882 metros de altitud, tiene una profundidad
de 592 metros (es el más profundo de Estados Unidos), una superficie de 741
kilómetros cuadrados, una anchura de 8 kilómetros y una longitud de 9,6. La
nieve que rodea el lago, de una anchura de unos 3 o 4 metros, está, por
fortuna, bien prensada porque si no desapareceríamos en ella para siempre,
tragados. Un centro de información, el Rim Village, que está abierto, en donde
hay una tienda y un pequeño restaurante rápido ─ en donde
desayunamos una excelente sopa de verduras, un capuchino y un brownie que
entran divinamente en el estómago (las sopas son lo más decente que tiene este
país) ─ tiene una escalera fija que va de una
de las ventanas del segundo piso al suelo, por si la nieve bloquea la puerta, y
la bloquea, claro, con sus cuatro a seis metros de grosor.
El lago
produce una extraña impresión. A M.J., de miedo. Sus aguas, quietas, reflejan
como un perfecto espejo los montes nevados que forman la corona del cráter y un
cielo azul moteado de nubes que por fin se han abierto dejando pasar la luz del
sol. La sensación de vértigo se acrecienta por la pendiente de las laderas
cubiertas de nieve por las que uno se imagina deslizándose hasta caer a las
frías aguas del lago y ser engullidos por ellas. En una de las esquinas del
Crater Lake hay un pequeño islote tapizado de pinos desde la orilla a la cima, la
isla Wizard. Seguimos el contorno del lago andando y en coche, lo que nos
permite la pista que lo rodea y permanece cerrada por la nieve una milla más
allá del Rim Village. La belleza del lago sencillamente me conmueve. Es un
paisaje sereno que queda realzado por el silencio del enclave y la escasa
presencia humana. Cuando marchamos una espesa niebla trepa por el cono
volcánico difuminando sus contornos.
Y de
nuevo On the road, haciendo millas
hacia el norte de Oregón, camino de Dalles, que no Dallas, un pueblo al lado
del río Columbia, vecino al estado de Washington, al que llegamos por una serie
de carreteras pintorescas de paisajes sobrecogedores que cambian bruscamente
del verde típico de uno de los estados más húmedos de EE.UU, con menos días de
sol y más suicidios, conduciendo a veces bajo la lluvia, a veces bajo el sol,
cruzando prados infinitos en donde pacen manadas de vacas más o menos felices
(como las de Arán, pero más feas, todo hay que decirlo), caballos manchados
como los que montan los indios en los westerns y enormes aspersores que
mantienen verde ese paisaje. Cruzamos pueblos diminutos, pero todos con su
motel y su espacio para rodeos (estamos en el salvaje Oeste) y de repente el
paisaje se hace árido, los árboles desaparecen, sustituido por las matas grises
de un par de palmos, la tierra volcánica oscura y sube de repente la
temperatura.
Durante
cincuenta millas nos acompaña, solitario y majestuoso, a nuestra izquierda y
difuminado en el cielo blanquecino por su superficie nevada desde su base a su
cima, el triangular y aislado Mt. Hood.
─Creo
que ese es el monte de la Paramount.
─Pues
quizá sí.
A las
siete de la tarde aparece la ciudad de Dalles, al otro lado del ancho río
Columbia. Encontrar el Motel 6 aquí es mucho más fácil que en Medford. Corremos
paralelos a la vía del tren y del caudaloso río, dejamos a nuestra izquierda el
centro histórico??? y aparcamos el Hyundai fucsia frente a la recepción. Una
empleada oronda nos da las llaves y la clave del wifi que aquí, sí, funciona como es debido.
Por
la noche escuchamos en las noticias que un tipo de 71 años se despeño en
Yosemite cayendo desde trescientos metros al vacío, ayer, cuando estábamos en
el parque.
─Por eso vimos una ambulancia y un coche de policía con la sirena
puesta.
Y
eso mientras el país anda sobrecogido por el hallazgo de esas tres menores,
dadas por muertas después de diez años desaparecidas, y que fueron secuestradas
por, no podía ser de otro modo, una Bellísima
persona, título de una de las mejores novelas de Andreu Martín.
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