DIARIO DE UN ESCRITOR


Three Rivers, 2 de mayo de 2013

 


On the road. De nuevo. En el año en que nací Jack Kerouac terminó de escribir su famosa novela icónica. Fue el suyo un viaje iniciático de carretera, sexo, drogas y Allen Ginsberg con Allen Ginsberg. El mío es muy distinto porque no hay sexo ni drogas. ¿Algún antónimo de iniciático?
Esta noche dormí pocas horas, cinco escasas. Cuestiones de trabajo. Una novela da placer cuando la escribes y displacer cuando la vas a publicar. Leer 220 páginas, aunque las haya escrito uno mismo, causan fatiga. Más si las has escrito tú mismo y el texto no tiene ninguna sorpresa. Descubrir tus propios errores en 200 páginas es una tarea ingrata. Lees tus propios renglones como si fueras el abogado del diablo. Galeradas lo llaman a eso, porque el escritor sufre una tortura parecida al galeote atado al banco de la galera, leyendo una y otra vez los párrafos de su novela, disecándola, oyéndola en su cerebro como una pesadilla. Y siempre, siempre, se cuela una errata, por mucho que un texto lo lean una, dos o tres personas. Así es que empecé a leer El secreto del náufrago a media tarde, después de la cena, y seguí con la novela, medio ciego por la pantalla del ordenador, por la noche, hasta cerca de las dos de la madrugada, hora en la que di por finalizado mi trabajo y lo envié al editor junto a unas cuantas propuestas de portadas sobre cuadros clásicos de naufragios. La red permite trabajar a 10.000 kilómetros de distancia.
On the road. Después de un desayuno de torrijas. Ése es un dulce agradecido. Transformar un pedazo duro de pan, comprado días atrás, sin la más mínima gracia, en algo exquisito requiere maña y amor. Será por la distancia de la patria, si es que tengo patria, pero las que hice esta mañana, con el peor pan posible ahogado en leche desnatada (es decir: agua blanca), rebozadas en huevo batido de gallinas industriales, fritas en aceite de oliva italiano (español envasado y comercializado en Italia), azucaradas y bien espolvoreadas con canela en polvo, nos supieron a gloria bendita. Bebimos zumo de los pomelos exprimidos del jardín de M.J.
El Hyundai fucsia va sobrecargado para este viaje. Dos maletas enormes, con ropa de verano e invierno (en Alaska, Yosemite y Yellowstone el frío será intenso), dos mochilas, los respectivos ordenadores, dos cajas de cervezas Buweiser en lata, una caja de zumo de tomate, otra de naranja, otra de mango, botellines de chocolate con leche, seis latas de sopas Campbell, jamón de York, queso manchego, panecillos, cuatro tubos de patatas Pringles, a las que me he aficionado hasta un paso de la adicción, seis botellas de vino Reisling del Valle de Napa, palos de montañero, zapatillas de deporte, botas, tres cámaras de fotos, prismáticos…nos falta el cuchillo aserrado de supervivencia, que quizá compre en Yosemite o Alaska, y un rifle de repetición. On the road. Y regresamos a los cinco minutos de partir de Escondido, porque M.J. se olvidó de las cadenas del coche y a tiempo de ver como el vecino hindú de dos casas más allá de la suya hace la mudanza para marcharse con su mujer y sus dos niñas pequeñas a no se sabe dónde.
Oh, my goodness! Se va el vecino hindú.
─¿Lo conoces? ¿En qué trabaja? ¿Es informático?
─Oh, no sé en qué trabajaba, pero era muy simpático.
No sabe Mike Demon que esa urbanización de Escondido, San Diego, la trasplanté a Los Ángeles, la ciudad en la que vivía el protagonista de Lluvia de níquel y La Frontera Sur. La literatura son siempre retazos de realidad debidamente transformados.
Pasamos Los Ángeles sin enterarnos. Todas las carreteras, salvo las que van a México, pasan por la ciudad de Mike Demon. Dejamos atrás la contaminada urbe de la que a duras penas se distingue el perfil de los rascacielos del Dowtown. Rodamos por autopistas de seis carriles muy transitadas. Me admiran los camiones de morro afilado, lo bruñidas que van sus carrocerías, lo que brillan sus cubas que reflejan como un espejo las líneas discontinuas de los carriles de las autopistas. Ser camionero es, en este país, un buen oficio. Como ser militar, me digo, cuando pasamos por la base de marines y vemos seis tanquetas artilladas que enfilan un sendero polvoriento en unas maniobras rutinarias.
Hablamos de los precios de mis novelas en las librerías de Internet, de esos 3 euros que cuesta Serás gaviota a los increíbles 120 euros a que se cotizan los ejemplares de El Barroco.
─Tienes tres ejemplares de El Barroco. Me los llevaré.
─No si valen 120 euros. Los pondré a la venta.
Hablamos, mientras rodamos, de estrellas que ya no lo son, que se apagaron a millones de años luz de alcanzar la posteridad reafirmando la insoportable levedad de sus seres al hilo de Hollywood que dejamos a nuestras espaldas. De Patrick Swayze, más bailarín que actor, al que un cáncer de páncreas se lo llevó de este mundo; de Demi Moore que ya no interpreta ninguna película; de Cybil Sephard, la guapa actriz de The last picture show y Taxi driver, desaparecida en el olvido; de Candice Bergen, la elegante rubia del western Soldado azul, y de las actrices que han sabido aceptarse tal como son, con sus arrugas, han envejecido dignamente y siguen trabajando como Meryl Streep, Hellen Mirren, Maggie Smith, Vanessa Redgrave…Cine, después de más de cincuenta años, cuando M.J. era una adolescente  de falda plisada que colaba a un niño de pantalón corto en los cines del barrio de Gracia a ver westerns como Apache, con Burt Lancaster de improbable indio de ojos azules, película y momento de la que todavía me acuerdo.
Ponemos gasolina a mitad de camino. A 3,95 USD el galón. Galones, millas, libras y pies en lugar de litros, kilómetros, kilos y metros. Hay un Subway a dos pasos. M.J. ironiza con invitarme a un sándwich de un pie tamaño John Wayne en ese Subway cutre que hay junto a la gasolinera recordándome el infame bocadillo que comí en Chinle. Finalmente nos metemos en un Denny’s. Los Denny’s en donde el solitario Mike Demon se tomaba sus huevos revueltos. Pedimos dos huevos a la plancha acompañados de bacon y patatas rayadas. Para beber agua con hielo y café americano. Tardan en servirnos. Rematamos ese desayuno comida de las dos del mediodía con una más que aceptable tarta de queso.
─Por cierto, ¿adónde vamos?
─Pues anda que estás despistad, niño─M.J. me mira por encima de sus gafas mientras hunde la cucharilla con un trozo de esa tarta de queso y mermelada de frambuesas en su boca─. A Sequoia Park.
On the road. De nuevo. Pasamos por dos poblaciones de vascos. Bakerville y Wasco. Allí se concentraron los pastores de ganado, los más reputados del país, y creo que hasta celebran el Aberri Eguna como buenos euskaldunes y juegan a la pelota vasca en los frontones.
─Podríamos habernos quedado a comer en Bakerville─le digo a M.J. cuando dejamos el rótulo que indica la salida a la ciudad a nuestras espaldas─ Unas angulitas y una merluza a la koskera─sueño.
─¿Comen bien los vascos?
─Son los que mejor comen de España. Supongo que habrán mantenido la tradición en Estados Unidos.
Aquí hay rusos, daneses, noruegos, italianos, gallegos, vascos…Es Estados Unidos, un experimento de mezclar todas las razas y nacionalidades del mundo que ha salido bien dentro de lo que cabe.
Atravesamos una zona agrícola pasado Wasco. Hasta el horizonte se extienden cultivos de arroz, trigo, patatas, naranjos, viñedos…Aquí la agricultura es industrial, nada que ver con los latifundios o minifundios de España. El campo es una fábrica de hortalizas a destajo. Los agricultores son multimillonarios que tienen extensiones tan grandes como la ciudad de Barcelona con los más variados cultivos y usan cosechadoras de cíclope. California es la despensa de Estados Unidos. A los campos de cultivo siguen las vaquerías, recintos vallados en donde miles de vacas frisonas comen pienso en sus pesebres, apelotonándose. No son las vacas felices del Valle de Arán que andan sueltas por las montañas, integradas en su paisaje, y comen hierba fresca a golpe de badajo.
A las cuatro horas de haber iniciado el viaje abandonamos la autopista y tomamos una carretera. El soporífero y seco paisaje que nos ha acompañado durante doscientas millas empieza a cambiar. Aparecen montañas, cubiertas con hierba rala, amarilla, seca, punteadas por árboles, en donde pastan caballos y ganado vacuno. El paisaje, según subimos por una carretera que serpentea entre montes, vira del amarillo seco al verde fresco. Pasamos junto a un pantano alargado encajonado entre montes en donde navegan algunas barcas. Y seguimos subiendo, hasta los tres mil pies de altitud, hasta llegar a Three Rivers, aunque yo sólo vea uno, y una vez en ese pueblo disperso de 2.500 almas desperdigadas por los montes, buscamos el motel Sierra Lodge.  Nos meternos por una carretera privada, siguiendo las instrucciones equivocadas del GPS que nos lleva ante una casa perdida en la montaña en la que hay aparcadas varias pickup. No, eso no tiene pinta de motel, así que volvemos a la carretera antes de que nos reciban a tiros los moradores de esa casa solitaria.
El motel Sierra Lodge es como los que frecuenta Mike Demon. Hay en la recepción una señora oronda y simpática que nos acompaña hasta la habitación, y en su centro, entre los dos bloques de habitaciones, una piscina descubierta, de cinco metros de largo, a cuya orilla toman el sol en traje de baño dos parejas maduras sacadas de una pintura de Hopper. Hace calor. Pero luce un sol sucio, el mismo que nos ha acompañado durante todo el camino desde Escondido a Three Rivers.
─¿Nos acercamos al parque?
─Claro.
─Pero es muy tarde…va a anochecer. Tenemos todo el día de mañana.
─Nos acercamos ─insisto.
Aquí todos los parques nacionales son de pago y Sequoia Park no es una excepción. Una empleada con sombrero canadiense y uniforme de la policía montada expide los billetes en una caseta de madera a la entrada. Nosotros no pagamos nada. M.J. lleva un abono que le permite visitar todos los parques nacionales del país gratis. La empleada uniformada nos alarga un mapa y una especie de periódico que es mejor no leer. En unos de los apartados te informan de todos los grandes riesgos que corres cuando te internes por las zonas boscosas: osos negros que querrán darte un zarpazo; pumas que desearán devorarte; serpientes de cascabel que te inocularan su veneno en el tobillo y resbalones que te llevarán al fondo de los caudalosos ríos.
La carretera serpentea junto a un río que, encajonado entre montañas, se desploma por encima de enormes rocas formando rápidos. Un letrero alerta de que el río puede ser peligroso para el baño. Es evidente que es así. Otro letrero avisa de la presencia de osos negros por la zona. Pero no los vemos ninguna de las veces que detenemos el coche para contemplar las panorámicas del parque al atardecer. Me cuesta creer que en estas montañas de mediana altura, cubiertas por bosques no muy tupidos, merodeen osos, pumas y ciervos mulas.
El paisaje es solemne según vamos ascendiendo curva a curva. El perfil de una montaña nevada de 4.000 pies se dibuja en lontananza, pero el cielo no está azul del todo porque flota una especie de bruma que lo emponzoña y la luz del atardecer es turbia, nada que ver con los atardeceres bellísimos, de oro, de Monument Valley o Bryce Canyon. La vegetación es abundante y se alternan árboles de copas redondeadas con matas propias del desierto parecidas a las pitas de las que emergen enormes flores en forma de palma. No nos da tiempo de llegar a la zona de las sequoias gigantes, situadas en la parte más alta, por lo tardío de la hora, pero en un mirador en donde nos detenemos, cuando ya vamos a dar media vuelta y regresar a nuestro motel de Three Rivers, entreveo, por encima del murete de la carretera, dos afiladas orejas que sobresalen y se mueven.
─Un ciervo ─le digo a M.J., armando la cámara de fotos y yendo a su encuentro.
Nos acercamos en silencio. El animal levanta la cabeza, nos mira, no huye, sigue comiendo indiferente a nuestra presencia. Es una hembra pequeña que no se asusta de nosotros ni cuando yo me acerco con la cámara de fotos y me sitúo a un palmo de ella para hacerle una serie de primeros planos como si se tratara de una artista de cine. Podría alargar el brazo y tocarla y creo que no echaría a correr monte abajo. Me mira fijamente, sin temor, luego come, más tarde se aleja, a paso lento, y se pierde en las profundidades del bosque que la acoge.   
            Ella va a su casa y nosotros a la nuestra.

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