DIARIO DE UN ESCRITOR
Denali 18 de mayo de
2013
Nieva
con fuerza cuando tomamos el coche y dejamos atrás Anchorage, una ciudad al que
a uno podrían deportarle en castigo por algún delito. Antes hay que despejar el
parabrisas y el cristal trasero del coche de nieve que está medio congelada y
cayó por la noche. Enseño a MJ el procedimiento correcto si no se tiene el
instrumental adecuado (la rasqueta): una tarjeta, la Visa o, en nuestro caso,
la de la habitación del hotel. Enseñanzas de vivir en un Valle sepultado por la
nieve en invierno.
La
tormenta que los meteorólogos anunciaron la noche anterior llega con
puntualidad a Anchorage y alrededores. Nieva con inusitada intensidad por la
autopista de dos carriles que comunica la ciudad más importante de Alaska con
Fairbancks y por la que avanzamos con bastante dificultad. Y, contra lo que
uno, en buena lógica, pudiera pensar de un lugar como Alaska , que las máquinas
quitanieves vayan en uno u otro sentido de la carretera barriendo la nieve que
llena la calzada, como sucede en el Valle de Arán, nieve deshecha, trozos de
hielo y sal se acumulan en los dos carriles que pronto se convierten en uno,
porque el de la izquierda permanece completamente helado y todos los coches
toman el de la derecha.
Nieva
cuando pasamos por Wasilia, el pueblo en donde reside Sarah Pallin cuyo breve
currículum político se circunscribía a ser alcaldesa de esa pequeña población
de 12.000 habitantes y gobernadora de Alaska durante un año, puesto que
abandonó en cuanto McCain perdió las elecciones y una comisión anticorrupción
se puso a investigarla.
─ La
muy burra salió por televisión cazando un alce─ dice
MJ mientras dejamos atrás esa población desolada por la nieve─. Y no quieras saber la que se armó. Tuvo que salir luego dando
explicaciones, de que ese alce se lo iba a comer, que lo iba a congelar, que le
gustaba hacer chili con él. ¡Es más burra esa mujer! Sacó la carrera de
periodismo a trancas y barrancas. Cuando la entrevistaban llevaba una chuleta
escrita en la palma de la mano. Se sentía muy orgullosa de estar casada con un
hombre obrero, como casi todos los de Alaska, decía, que no ha ido a la
universidad. Fíjate de lo que presumía la idiota. Desde luego no sé cómo la
escogió McCain. ¿La Pallin? ¿Y quién es esa? Pero luego la buena señora, que no
tiene un pelo de tonta, se forró haciendo un programa sobre Alaska y diciendo
un montón de tonterías. Yo no creo ni en
el aborto ni en los anticonceptivos.
Y su hija de diecisiete años quedó embarazada. Yo acepto todos los hijos que me dé Dios. Uno de mis niños tiene el
síndrome de Down. Vale, burra, pero deja que los demás decidan si quieren
tener o no hijos con el síndrome de Down. ¡Era más burra esa mujer!
Queda claro que MJ no puede ver a
Sarah Pallin.
El tiempo no mejora. Son algo más de
trescientas millas para llegar a Denali. Al paisaje de pinos espigados y algo
pequeños que festonan la carretera, se sucede una llanura despejada que parece
la tundra siberiana y deja ver una
cordillera de impresionantes montañas nevadas desde su base a su cima. Y
entonces se produce el milagro anunciado, lo que ya nunca creí podría volver a
ver en Alaska: sale el sol. Como cosa de magia, durante una hora, hay una pugna
entre esas nubes blancas reacias a desaparecer que descargan toda la nieve que
transportan, y un sol que brega por romper ese círculo nuboso y lo consigue
finalmente cuando son cerca de las doce y nos entra hambre. Entre nubarrones,
desgarrados por el fuerte viento que sopla, helado, aparece un cielo azul y se
cuelan rayos de luz que hacen resplandecer el paisaje.
─Habrá que comer─digo, hambriento, porque el desayuno en el Parkwood Inn, una mustia
magdalena tan pequeña como la estatura de la hawaiana embarazada de recepción,
hace horas que la he digerido y noto el estómago vacío.
El McKinley View Lodge es un cuidado
establecimiento hotelero desde donde se divisa una de las mejores vistas del
monte McKinley, la cima de Estados Unidos y de Alaska, 6194 metros. La camarera
es una simpática joven que habla un español aceptable.
─Hago prácticas─nos dice sonriendo─porque quiero ir a Ecuador y a Perú este verano.
El lunch del McKinley View Lodge es de lo mejor que he comido en el
mes y medio que llevo ya en este país. Pido, porque estoy harto de grasas, una
ensalada vegetal, y me traen una exquisita, con diversos tipos de hojas de
lechuga y espinacas, tomates cherry y aderezada con una vinagreta. Tan buena
está mi ensalada, y la Cesar de MJ, que pedimos, a continuación, un tazón de
sopa de pollo con arroz. Y el remate definitivo es la mejor tarta de manzana
que he comido en mi vida, una apple pie
sencillamente deliciosa, acompañada de un helado de vainilla.
Con mucho más ánimo, el estómago
satisfecho, sol y cielo azul continuamos viaje hacia el norte. La carretera,
según nos acercamos a nuestro destino, mejora, y las panorámicas de las
montañas nevadas de la cordillera de la que forma parte el monte McKinley
resultan tan espectaculares que detenemos el coche en el arcén cada quinientos
metros para tomar fotografías.
Ese paisaje nevado hasta el
infinito, esas montañas impresionantes de roca, esos bosques interminables de
hoja perenne de un verde oscuro, que forman una gruesa franja, y prados y ríos
cubiertos por el manto níveo me retrotraen al paisaje de Arán en otra escala. Disfrutamos
de la belleza de la nieve, después de haberla sufrido, y continuamos viaje con
fuertes rachas de ventisca que llenan la carretera de nieve en polvo.
No sé la temperatura exterior que
debe hacer, pero no creo equivocarme si digo que quizá estemos a menos cinco y
que la sensación de frío se agudiza por el viento. Ese viento que, en un lago
helado, junto al que nos detenemos, hace que dos jóvenes esquíen propulsados
por una cometa que les hace alcanzar velocidades de vértigo sobre la nieve
prensada que cubre el agua helada.
Hay un tramo de la carretera helado,
pero por suerte no es una pendiente. Un par de kilómetros de hielo blanco y
duro por el que, milagrosamente, el coche se desliza sin problemas. Quizá todos
los automóviles en Alaska lleven un tipo de ruedas especiales para no patinar
con hielo o nieve, pero durante el camino hemos visto seis coches panza arriba
fuera de la carretera a causa de ese hielo que incomprensiblemente no retiran
las máquinas quitanieves, quizá porque lo consideran irrelevante para ellos lo
que para nosotros supone un grave riesgo. Todo es relativo. Esta nevada de mayo
no les quita el sueño a los habitantes de la última frontera habituados a menos
cincuenta grados y grosores de nieve de cuatro o cinco metros.
Pasado ese tramo, en el que yo no
puedo disimular mi tensión ─ mis experiencias automovilísticas en pistas heladas
me han creado un justificado trauma─, la carretera
mejora ostensiblemente y ya llegamos sin problemas al Denali Park Hotel, un
motel coqueto cuyo lobby se encuentra en un viejo vagón del ferrocarril de
Alaska habilitado para tal fin.
Entrar en la habitación y sentir el
calor de la calefacción nos reconforta, pero decidimos aprovechar el tiempo,
vestirnos adecuadamente con forros polares, guantes, bufandas, anoraks
impermeables, gorras y capuchas y montar de nuevo para acercarnos al Parque
Nacional de Denali.
Nos dice una empleada del centro de
visitantes del parque, que están a punto de cerrar cuando llegamos a él poco
antes de las cinco de la tarde, que será difícil que veamos grizzlis, afirmación
que nos produce una honda frustración.
Alardea Alaska, con toda razón, con
ser el territorio del mundo con más osos por metro cuadrado; entre blancos
polares, negros y los gigantescos grizzlis, la última frontera tiene cien mil
ejemplares, así es que las posibilidades de encontrarte con uno aumentan
considerablemente. Pero esta tarde no tenemos suerte y en nuestro paseo en
coche por una pista de treinta millas que recorre una parte ínfima del parque,
no vemos más animal que unos alces lejanos comiendo cortezas de árboles en una
montaña y que, al principio, tomamos por osos.
La ausencia de grizzlis la compensa
ampliamente el paisaje. De nueve el éxtasis y todos los matices del blanco ─el de los montes lejanos; el de los prados nevados; el que se acumula
sobre las ramas de los árboles; el que cubre, amarilleando, las superficie de
los lagos y tiende una letal trampa a los incautos; el de la nieve que se
agrieta por el paso de un río; el de las nubes desgajadas que dejaron de ser
amenaza de mal tiempo para ser un adorno, contra el azul del cielo luminoso…
Nos detenemos constantemente y bajamos del coche para saborear intensamente
esos paisajes cuya belleza literalmente hiela. Y regresamos a Denali Park Hotel
a las nueve de la noche, con mucha luz del día por delante, porque en Alaska
nunca acaba de hacerse de noche a medida que vas subiendo hacia el Ártico.
─La luz
prodigiosa─le dijo a MJ, ya dentro de la habitación, cuando
vislumbro un resplandor rosado en un monte nevado que se ve por la ventana de
la habitación─y me calzo las botas, me pongo el jersey sobre el
forro polar, me abrocho el anorak hasta el cuello, me calo la gorra y encima la
capucha y salgo al nevado exterior con la cámara en la mano.
El sol se pone detrás de un
abigarrado bosque de árboles de hoja perenne, esbeltos y no muy grandes, e incendia
el cielo de rojos y violetas que se reflejan en las cumbres de las montañas
opuestas. Un pequeño lago, que era de agua cuando llegamos a las cuatro al
hotel, ahora es hielo compacto. Me muevo despacio hollando cuatro dedos de
nieve que amortiguan mis pisadas por el exterior desierto y silencioso del
motel. Son exactamente las once y media de la noche y el sol no se ha acabado
de poner todavía y quizá no lo haga, permaneciendo en una eterna agonía tras
ese bosque mágico e incendiado. Estoy quince minutos fuera, a la intemperie,
haciendo fotos y grabando videos, y finalmente regreso, con la retina llena de
imágenes de una belleza imposible de describir y que las fotos reproducen
mínimamente. Siento, y soy muy consciente de ello, que media hora más bajo esa
temperatura polar bajo la que me empiezan a doler las sienes, puede ser letal,
así es que busco refugio en la habitación del motel, me sacudo la nieve de las
botas en el pisabarros de la entrada y le cuento a una envidiosa y cómoda MJ la
belleza de las imágenes que se ha perdido.
─Bueno, mañana
iremos a verlas de nuevo. Venga, mañana.
El frío intenso de Alaska lo he
experimentado sólo anteriormente en dos ocasiones de forma similar, tan intensa.
Una, en la laguna de Gallocanta, entre las provincia de Zaragoza y Teruel, en
octubre y bajo el azote del Cierzo que se me metía por debajo del jersey de
lana que llevaba; otra, en el Valle de Arán, en Baqueira, en enero, cuando el sol
desapareció del horizonte y creía que no iba a llegar al coche aparcado que ya
veía con mis ojos.
Es la una de la madrugada y sigue
sin hacerse de noche. Hay que cerrar la cortina de la habitación para dejar de
ver esa luz blanca, perenne y suave que lo envuelve todo, y encontrar el sueño
en esa oscuridad artificial de la ventana tapiada. En Denali no existen las
noches, solo los días, en mayo.
Extraño, bello, salvaje y fascinante
este territorio que compra ciudadanos por dos mil dólares al año y les ofrece
terreno gratis a cambio de que edifiquen en él una cabaña. Alaska es tierra
virgen e indómita de belleza letal.
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