DIARIO DE UN ESCRITOR


En el agua, 10 de mayo de 2013


Desayunamos en el Starbucks de Tukwila, pero me quedo sin esa maravillosa creme brulé que soñaba con comer en Anthony’s de Seattle: no hay tiempo como después se verá. Hojeando el New York Times mientras me tomo el expreso en vaso de parafina, me entero de que ya se estrena la película que se ha rodado sobre las sangrientas hazañas de Richard Leonor Kuklinski, puede que el mayor asesino en serie de la historia de la humanidad dejando a un lado a los grandes maestros Hitler, Stalin o Pol Pot, oficio de carnicero que compatibilizaba el norteamericano killer con el de atento esposo y padre amantísimo, tres vidas que alternaba, en compartimentos estancos, y que no se interferían. Podía hacer el amor a su amantísima esposa, y minutos antes haber degollado con esas manos que la acariciaban a un tipo en un garaje; podía contar un cuento a sus dos pequeñas hijas de guedejas rubias y mirada angelical, para que se durmieran, y haber descuartizado instantes antes a otro tipo para que sus pedacitos cupieran en una nevera.  Hace diez años que quiero escribir una novela sobre Kuklinski y la voy aplazando porque otros proyectos se interponen.  En la vida se toman caminos y se rechazan otros; en la literatura sucede lo mismo.
Fue hace veinte años cuando conocí a Kuklinski por una entrevista en televisión que dieron en un programa del gran Pedro Erquicia. Verlo y escucharlo fue lo que me hizo concebir la idea de escribir algo sobre ese sujeto frío como el témpano, desalmado y atroz con sus víctimas. Sólo maté a una mujer, estrangulándola, confesó echándose méritos encima, y fue el único asesinato que le remordió su ínfima conciencia que debía caber en el ojo de una aguja. Quien contaba sus hazañas a un periodista horrorizado era un individuo de complexión fuerte, barba recortada y aspecto risueño, con ligera sotabarba que le vendría del rancho carcelario; si no fuera encadenado por pies y manos y no llevara puesto ese mono naranja, lo invitarías a tomar café en tu casa y luego saldrías con los pies por delante o metido en sucesivos tápers. El día de Navidad Kuklinski estaba colgando los regalos de sus niñas en el árbol de plástico comprado en un supermercado cuando alguien le llamó para darle trabajo; Richard Leonor, que entonces era muy delgado, le dijo a su esposa que tenía que cumplir un encargo pero que enseguida regresaba; hizo su trabajo unas cuantas manzanas más abajo (disparó a la cabeza y descuartizó a su víctima con una sierra eléctrica, envuelto en un mono plástico para no salpicarse el traje y los zapatos de sangre), se lavó las manos, regresó y siguió colgando del árbol de Navidad los adornos y los regalos mientras sus niñas saltaban a su alrededor gritando ¡Papi, papi! Así hasta doscientos asesinatos en los que empleó todas las armas posibles con una destreza sin parangón que le aseguró tener trabajo siempre: la Mafia lo valoraba por su eficacia, sangre fría y profesionalidad. Su esposa nunca preguntó de dónde venían los abultados sobres con dólares que olían  a sangre que entraban en ese hogar. Semejante monstruo, condenado a cadena perpetua, apareció un día muerto en su celda, imagino que por otro monstruo que ajustaría con él una cuenta pendiente.
Dejamos Tukwilla, Kuklinski en el New York Times, y una magdalena que hube de tomar a falta de cruasán, para emprender nuestro viaje a Alaska, la última frontera. El Norte que siempre me atrajo más que el Sur, aunque el Sur fue mi perdición y me sedujo.
Hay cosas que son enormemente complicadas en Estados Unidos cuando en otros lugares son muy sencillas. Alquilar un coche en un aeropuerto, por ejemplo, porque no hay coches de alquiler en algunos aeropuertos. Voy a explicar una secuencia algo kafkiana. Para poder coger el ferry de Alaska debemos dejar el Hyundai fucsia con todo lo prescindible que no nos llevaremos dentro del maletero (ropa de verano, trajes de baño, zumos de naranja, tomate, cervezas, frutos secos, patatas fritas) en un aparcamiento próximo al aeropuerto de Seattle. Próximo, no en el aeropuerto: a veinte millas, por lo menos. Un tipo que recorre ese aparcamiento con un minibús y que está muy atento a todo aquel que ve que baja de un coche, viene a buscarte estés en donde estés: él te ve, o ve a tipos que arrastran maletas entre los coches y va a su caza y captura porque esa es su profesión. Cuando el minibús está aceptablemente lleno de gente y equipaje, tras dar unas cuantas vueltas por el gigantesco aparcamiento, sale de él y se dirige al aeropuerto de Seattle para desembarcar a los pasajeros. Lo fácil, lo lógico, es que las compañías que alquilan automóviles tengan sus oficinas en el propio aeropuerto y la flotilla de vehículos en un aparcamiento acotado, como sucede en España. Pues no. Otro minibús, con los logotipos de todas las compañías de alquiler de coches, recoge a todos los tipos y los llevan a un edificio de oficinas situado a otras veinte millas del aeropuerto. Esos dos servicios de transporte, todo hay que decirlo, son gratuitos, pero te hacen perder hora y media de tiempo. En la oficina formalizas la contratación de un coche para ir hasta Bellingahm, el puerto de donde sale el ferry que va a Alaska y que dista de Seattle nada menos que ciento cincuenta millas. Nos indican, sobre un plano de un enorme parking en donde hay miles de coches aparcados, el nuestro, y que encontraremos las llaves puestas. Alguien se llevó las llaves, porque no están.  Como hay escasez de coches, a M.J. quieren endilgarle un coche eléctrico en sustitución de ese Hyundai gris que nos gustaba si tuviera llaves para arrancarlo. Henry, un amable empleado de la compañía de coches de alquiler, le da una somera clase de cómo funciona el coche fantástico.
─Es muy fácil. No hay pedales. No hay cambio de marchas. Se acelera y se frena mediante una pantalla, pulsando este botón. Y además le saldrá más económico porque no va con gasolina y pueden cargar la batería.
El coche tiene volante: algo es algo. Con buen criterio M.J. le dice al grandullón Henry que conduzca él el coche fantástico y se estampe contra un muro jugando a marcianitos. Bastante problemas tenemos con pelearnos constantemente con el GPS, que nos manda por dónde le da la gana, a callejones sin salida o carreteras que no existen, para estar pendientes de otra pantallita, tocar el botón de frenado cuando hay que acelerar o a la inversa y terminar en un hospital con todos los huesos fracturados, y eso sin contar con que la batería se agote a mitad de camino y no encontremos el enchufe correspondiente en las estaciones de servicio. Así es que Henry, desolado por nuestro escaso espíritu aventurero, nos trae un espantoso Kia blanco automático, pero de gasolina.
  Ese coche que has alquilado por sólo cinco horas, pero lo pagas como si lo tuvieras veinticuatro, y sigo el relato kafkiano, lo tienes que dejar en un aparcamiento del aeropuerto de Bellingahm que dista treinta millas de su puerto, por lo que tienes que contratar allí, después de dar vueltas para saber dónde dejar el coche y buscar dentro del aeropuerto a alguien de la empresa de coches de alquiler,  los servicios de un taxi que te lleve hasta el muelle. El taxista que nos lleva del aeropuerto de Bellingahm a su puerto se presenta, lo que es un mal síntoma: desconfío, por naturaleza, de la gente simpática o que te sonríe sin más.
            ─Me llamo Robert. Si les llevo por la autopista les cobro cien dólares. Por carretera, serán unos 30─aclara, mirando por el espejo retrovisor.
            Y pide dos dólares de propina cuando nos deja ante la terminal marítima.
            ─No tengo sueldo. Mi sueldo son las propinas.
            En el moderno puerto de Bellingahm ya está amarrado nuestro ferry, el Columbia, un paquidermo gigantesco que echa humo por sus fauces mientras va tragando coches y personas por una boca enorme a popa. Para el lunch en la estación marítima no hay mucho que elegir. Un bar pequeño sirve una comida infame que me hace añorar la del día anterior en Anthony’s de Seattle. Un halibut, pescado empanado y grasiento típico de Alaska, y unas repugnantes patatas rebozadas con salsa barbacoa y fritas iguales a las que nos sirvieron en Santa Bárbara, en el muelle. Fish and chips que han heredado de la colonización británica. Para tragar semejante mejunje no hay cerveza sino zumo de naranja. La pitanza nos sale por 25 dólares. Una estafa. Nos tendrían que dar ese dinero por haber comido semejante bazofia.
            Mientras comemos, o tragamos para tener un peso en el estómago, contemplamos por la cristalera de la estación marítima el trasiego de pasajeros que arrastran sus oumaletas, y sus cuerpos, porque abunda la gente inmensa, con sobrepeso, con evidentes problemas de movilidad por los cuarenta o cincuenta kilos de más que tienen que cargar sobre sus hinchadas piernas, hacia la rampa del barco por donde empiezan a entrar también los camiones y los coches con una lentitud pasmosa.
            Nuestro camarote es una especia de celda para presidio de alta seguridad,  no mejor que la que fue la última habitación en donde Kuklinsky pasó sus últimos años de vida. Lo básico para poderse mover si uno pesa menos de cien kilos. Y muchos estadounidenses doblan esa cifra abiertos en canal. Una litera, a la que es difícil acceder sin darte un golpe con la cabeza contra el techo (yo me doy unos cuantos coscorrones), un baño diminuto, un lavabo frente a las camas, y un ventanal cuadrado que da al mar, atornillado, para que nadie se caiga al mar y reclame.
El barco retrasa su salida una hora, lo que tarda en llenarse la bodega con una cola infinita de coches, automóviles que arrastran caravanas y barcos, minibuses y algunos camiones que van acomodando los empleados teniendo en cuenta que el barco hace tres paradas en tres ciudades de Alaska antes de llegar a Juneau, la capital y nuestro destino, y que los últimos vehículos en embarcar deben de ser los primeros en poder salir, todo un trabajo de logística que obliga a que los coches formen en filas separadas en el muelle según su destino.  
La fauna del barco es variopinta, aunque abundan los que abultan por dos o por tres, los tatuados en brazos, piernas, espaldas, hombros y pechos (el trabajo de tatuador, en este país, es tan rentable como el de Kuklinski: no les va a faltar nunca piel), algunos viejos lobos solitarios que hacen un viaje místico a Alaska, jóvenes amigos que quizá van a explorar la última frontera con intención de quedarse allí si les sale alguna oportunidad. Me llama la atención una pareja de muchachote y muchachota más que fornidos, más anchos que altos, él con la cabeza rasurada y ella con piercings en todas las partes visibles de su cuerpo. Un tatuaje que lleva escrito en el grueso brazo ella en donde aparece la cara de una chica que se le parece y bajo lo que se puede leer textualmente: Justice 11-23-06. ¿Justicia para su hermana asesinada, o desaparecida, en dicha fecha?
Muchos  pasajeros del Columbia no tienen camarote y viajan en la segunda cubierta, sobre tumbonas, envueltos en sus sacos de dormir. Otros montan sus tiendas de campaña en la primera cubierta. La segunda cubierta lateral es territorio acotado de fumadores. Los perros viajan en la bodega, con los coches, camiones, furgonetas y pick ups, pero sus amos pueden sacarlos a pasear, y a hacer sus necesidades, imagino que en algún pipicán habilitado para tal fin que limpiarán con un manguerazo, a las 8 de la tarde y a las 8 de la mañana.
A las siete, por fin, el barco se separa de la dársena e inicia su singladura tras subir el último pasajero, ese que siempre llega tarde y con problemas, un tipo octogenario que lleva a sus espaldas una mochila que abulta el doble que él. Bellingham empequeñece a cámara lenta y el ferry se adentra en un laberinto de canales marinos, unos anchos, otros estrechos, que le hacen bordear las numerosas islas, algunas habitadas por lobos solitarios, que pueblan estas aguas de aquí hasta Alaska. Cruzamos Canadá sin detenernos en ninguno de sus puertos. Las islas están todas cubiertas de espesos bosques de pinos alpinos desde la orilla a sus cimas.
Me había dicho M.J. que se liga mucho en estas travesías. Ella es el ejemplo. Cuando el barco pasa por delante del nevado monte Baker que se distingue con dificultad contra un cielo blanco, como sucede con el Mount Ranier o el Hood, un tipo recién divorciado que ha decidido irse a vivir a una isla de Alaska para emborracharse de naturaleza, se enrolla con ella y le explica su vida y milagros en la cubierta. Randall, que ha vivido buena parte de su vida cerca de San Diego, en New Port Village, está harto de la gente, de la civilización y decide emprender su quinta o sexta vida a partir de cero, en la inhóspita, salvaje y solitaria Última Frontera en donde hay más osos que personas, tres millones de lagos, 1.800 islas y los días de veinticuatro horas se alternan con las noches de la misma duración. Randall, que tiene buena planta, luce enorme bigote y no pinta una sola cana en su caballera, es un tipo interesante. Así es que dejo que confraternicen, que intercambien números de teléfono y tarjetas de visita, mientras me dedico, discretamente, a tomar fotografías de los paisajes espectaculares que pasan a ambos lados del Columbia y de los tipos extraordinarios que pernoctan en cubierta: hay dos personas que leen. Es bastante más hermosa la flora que la fauna.
Hay un restaurante en la segunda planta, con vistas, de los de mantel, que tiene buena pinta y por cuya puerta sale un aroma agradable que invita a entrar. Un poco por aburrimiento, más que por hambre, entramos y pedimos una mesa. Quien nos atiende es un simpático camarero mexicano que habla con nosotros y nos colma de atenciones. Máximo vivía en San Diego, antes de salir de México acuciado por la necesidad, trabajó unos cuantos años en Alaska Airline hasta que recibió la oferta de trabajar en la compañía naviera y aquí lleva ya cinco años ejerciendo de camarero, mesero, dice él, viviendo en Juneau, la capital de Alaska, con dos hijos bajo su custodia, tras divorciarse de su mujer, a los que tiene colocados como funcionarios públicos.
─¿No hace mucho frío para un mexicano?─le pregunto.
─Bueno, se acostumbra uno, señor. Ahorita las noches son cortas, cuatro horas no más, que hay que echar la persiana de la habitación para poder dormir. Pero los inviernos son crudos, malos, sí señor. ¿Cuántos días se van a estar en Juneau?
─Día y medio─contesta M.J.─. Tenemos que coger otro ferry para ir al norte.
─Bueno, pero quizá tengan  ocasión de ver osos. Los hay por todas partes. Te los encuentras en el centro de Juneau rebuscando en los basureros. Un placer tenerlos acá. Seré su mesero durante el viaje siempre que vengan.
Pedimos la sopa del día, la clam-chouwder, la de patatas con almejas que, esta vez sí, está deliciosa y se puede beber con cuchara, y unas costillas de cerdo a la coreana, sabrosas, picantes y deliciosas. Como ya bebimos cerveza en el loungue bar del barco, un local oscuro en donde un tipo rasgaba la guitarra mientras un camarero ciego servía las bebidas, como podía, a la alcohólica clientela, nos conformamos con agua con hielo para la cena. De postre M.J. pide una apetitosa tarta de chocolate y yo una de queso.
─Tendrás que tomar una decisión con Randall─le digo─antes de que baje a tierra con su caravana y sus pertenencias.
─Pues sí. Fíjate. A ver si vas a tener que hacer el resto del viaje solo porque yo me quedo en Alaska a vivir con ese tipo.
O Randall se hace el encontradizo o el barco no es tan grande como me parece. Lo cierto es que nos lo encontramos en las tres cubiertas del barco, en los pasillos, en la máquina de bebidas.
─Tendrás que tomar pronto una decisión ─le digo a M.J.─. Creo que ese tipo te conviene, aunque quizá sea demasiado joven.
Anochece y sopla en cubierta una brisa fría que manda al camarote zulo a M.J. Y yo, desafiando a esa brisa helada que barre la tersa superficie del mar, en éxtasis absoluto, con mis tres ojos abiertos, los dos que tengo en mi cara y los de mi cámara, contemplo como el mar y cielo se convierten en plata líquida entre docenas de islas e islotes, algunos habitados en donde empiezan a encenderse las luces de sus casas y los más, desiertos, como el agua remansada adquiere una extraña textura sólida, como de mercurio, según la luz languidece, como luego los dos elementos viran hacia un suave oro y, finalmente, todo se oscurece pasando del oscuro azul al fundido en negro, pero tarda en reinar la noche una eternidad porque nos aproximamos al polo norte, al Norte que saboreé en mi segunda vida con lecturas de Jack London que me hicieron soñar con estas tierras que por fin voy a pisar. Y saboreo esos instantes de belleza absoluta y mística en las tres cubiertas del barco que me dan otras tantas perspectivas del paisaje marino, sin sentir el frío de la brisa, gozando del instante, aquí y ahora, prescindiendo del pasado y el futuro, un ejercicio que sigo a rajatabla en mi octava vida para sobrevivir.

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