DIARIO DE UN ESCRITOR
Seward, 25 de mayo de 2013
Jet lag
en Alaska. Como a Al Pacino en Insomnio.
Estas noches que no son noches no me acaban de cuadrar, así es que a las doce am siempre doy un paseo, más largo de lo conveniente, y entro en la cama a las
3 am y me levanto, muerto de sueño, a las 9 am.
A las
10 am todo el equipaje ya está en el maletero del coche. A las 10,15 pm
entramos en un local en donde sirven desayunos y cuya clientela es
mayoritariamente local: un inuit gigantesco con camiseta sin mangas y calzón
corto; una pareja de rudos lugareños que deben vivir en alguna cabaña apartada;
tres tipos con gorra y tatuajes en los brazos. La camarera que nos atiende
lleva piercing en la nariz y dilataciones en los lóbulos de las orejas. Pido
una tortilla con queso suizo con patatas más que comestibles, que se parecen a
las patatas fritas y deben de haber sido cocinadas en algún aceite parecido al
de oliva. El café malo, como de costumbre. Pero el local es curioso, porque
cuelga de la pared, a modo de adorno, una barba de ballena (por donde filtran
el plancton que comen) y sobre una alacena hay una tina de porcelana de whisky,
vacía. El enorme inuit con camiseta sin mangas y calzón corto puede que tenga
un papel en Brother. También la
camarera. Bueno, realmente toda la fauna local, incluido el encargado, que es
quien nos toma nota del desayuno y nos trae la cuenta, un tipo delgado, con
pelo largo bajo una gorra y grandes bigotes caídos, tienen cabida en esa novela
negra que no sé si escribiré. ¿Llegará Cain Brother a Homer?
Vistamos
el Islands and Oceans Visitor Centers. Es un museo pequeño pero dispuesto con
exquisito esmero. En uno de los rincones han reproducido un acantilado con toda
su fauna, el sonido del mar y el griterío de las aves. Hay una sala de cine. La
primera película habla de la Segunda Guerra Mundial en las islas Aleutianas,
las más próximas de Alaska a Siberia, algunas de las cuales fueron ocupadas por
los japoneses. Entrevistan a militares japoneses que tomaron parte en la
invasión y a algunos de los supervivientes norteamericanos de la tragedia. Uno
de ellos, de nombre ruso, Osowsky, me interesa. Alexei Osowsky será el
solitario cocinero ruso perdido en el bosque boreal al que Cain Brother y Tina
Blondie visitan. Me sirve el nombre, pero no la cara del entrevistado. Otro
tipo. Quizá uno de los del bar de hoy. Tampoco tengo muy claro el aspecto de
Cain Brother, pero quiero que sea angelical e inquietante. Brad Pitt en Kalifornia, por ejemplo. Me viene
siempre a la cabeza esa película y la caracterización del protagonista de Benjamin Button hace del psicópata cada
vez que entro en unos urinarios públicos. Me lo imagino acuchillándome, hundiéndome
la hoja de acero a la altura de mi dañado lumbago.
Hay un
espectador en esa sala de cine que me conmueve. Es un anciano en silla de
ruedas que envuelve sus rodillas con una manta con la bandera norteamericana y
llora en silencio ante las imágenes del documental en blanco y negro.
Probablemente sea un antiguo soldado de Estados Unidos que liberó esas islas de
Alaska situadas junto al estrecho de Bering. Una chica joven, a su lado, le da
palmadas en el hombro, le mira amorosamente, lo mima y lo cuida con un cariño
inmenso. No lo puedo incluir en Brother,
por la excesiva bondad de ambos, o quizá sí, pero soy testigo de un acto de
amor paternofilial precioso. Escribir es saber captar esos momentos ajenos,
meterse en sus pieles, leer sus pensamientos, respirar con su ritmo, vivir sus
vidas. El viejo soldado, a un paso del adiós, y su hija visitando un territorio
que a él le trae recuerdos dolorosos pero también glorioso de su lejana
juventud.
Vemos
dos películas más, en otra sala del cine. Sobre la fauna de las Aleutianas, sus
pueblos, su paisaje descarnado y volcánico, ausente de árboles pero verde por
la lluvia que cae. El mar, en esa zona de Alaska, la más lejana, está siempre
furioso, es gris, impresiona con sus mugidos y golpes. El barco en el que van
los científicos que estudian los millones de aves que anidan en esos islotes
medio desérticos brinca entre olas de cinco y seis metros que saltan sobre la cubierta
del barco, la barren. Le digo a MJ que me interesará, en una próxima ocasión,
si la hay, desembarcar en esas islas solitarias a las que de tarde en tarde
llega un ferry y en donde no debe de haber hoteles ni fondas. MJ, como es
adicta a los viajes, me dice que sí, que cuando quiera.
Hay un
camino que, por una pasarela sobre la tundra inundada, te lleva hacia una costa
desolada en la que yacen cientos de troncos de árboles pulidos por el mar y que
utilizan los artesanos locales para sus esculturas. Sopla el viento con fuerza
y agita el plumaje de un cuervo que levanta finalmente el vuelo. Observa, desde
lo alto, un águila de cabeza calva. Corren por la playa de lajas negras niños
con perros. En un prado una familia entera hace piruetas. Los montes del otro
lado de la bahía, tras ese mar orlado de espuma, aparecen con una franja de
niebla, como un faja, que cubre un tercio de su verde arbolado.
De
regreso al coche pasamos por un barrio de Homer que no vimos y me llama la
atención por su singularidad. Una veintena de caravanas desvencijadas, viejos
autobuses, tiendas de campaña de lona en donde viven gentes que parecen no
haber hecho fortuna en Alaska pero disfrutan de su paisaje. Una cabaña alta,
cubierta de lona, y con la efigie de una chica en bañador indica un retrete
femenino. Hay leña apilada y hachas junto a las puertas de esas viviendas que
cada uno ha hecho a su modo y un letrero grande, robado en una carretera de los
48 de abajo, indica que esa es una calle sin salida, Dead End. El habitante de una de esas chozas da martillazos a unos
enseres metálicos sobre una mesa de trabajo. Nos saludamos y él se muestra
indiferente a mis fotografías. Aquí, en Alaska, nada se tira, todo se recicla,
cualquier tipo de desecho que uno deja en la puerta de su cabaña por inservible
hace servicio al vecino.
Volvemos
a The Spit, que también en inglés significa escupitajo. Una laguna interna
sirve de pista de aterrizaje de los hidroaviones. Cerca de ella, el aeropuerto
para avionetas. La marea está alta y la playa negra del día anterior ha
desaparecido tragada por un mar encrespado. Las mareas, en Homer, unas de las
cuatro más grandes del mundo, alcanzan los ocho metros de altura y la
profundidad del estrecho, en la parte más honda, es de doscientos metros. Sopla
un aire violento. En lontananza un loco practica el esquí acuático con una
cometa y un grupo de veleros aprovecha esa corriente de aire para navegar. El
agua del mar casi besa los locales comerciales de madera por los que paseamos, las
columnas de los palafitos, la mayoría cerrados salvo un restaurante. Tengo
hambre, porque anoche no cenamos, y le propongo a MJ comer en ese restaurante
que tiene vistas al mar. El local es pequeño y acogedor. La cerveza, una
Coronas, no está muy fría a pesar de que la sirven en jarras heladas. Echamos
en falta la sopa clam chowder, así es
que la pedimos, y, de segundo un plato de halibut y salmón al curry que resulta
ser una especiada sopa tailandesa con coco, curry, un montón de hierbas y trozos
de esos dos pescados con arroz: exquisita. En Alaska estoy comiendo mucho mejor
que en el resto de Estados Unidos. En Alaska estoy comiendo muy bien. Otra
razón para emigrar a la última frontera si tuviera treinta años, pero parece
que nunca las cosas llegan a su tiempo.
MJ me
tienta con un helado en otra de las pocas tiendas abiertas sobre esa plataforma
de madera junto al mar. Pido dos bolas de helado, de tarta de queso y frambuesa
y vainilla, pero la chica que nos sirve es novata y me pone cuatro bolas. Está
tan bueno que me las como todas con la promesa de no ingerir más bocado en todo
el día.
Antes
de dejar The Spit me detengo en otro curioso barrio de Homer, en un muelle
abandonado de esa franja de tierra. Un tipo se ha comprado un viejo cascaron
que flota en dos palmos de agua y allí ha instalado su vivienda permanente. Una
pasarela permite entrar a su guarida. La casa barco es grande, pero por fuera
parece destartalada y por dentro, me temo, que esté aún peor. El tipo debe
vivir en el castillo de popa, la parte más elevada del barco, pero el salón
comedor lo tiene junto a la segunda cubierta, con mirador de cristales
apedazados y pegados por esparadrapo. Dentro se vislumbran sofás de desecho que
ha ido recogiendo por Alaska, sillones de coche, mesas que se ha fabricado.
Ignoro qué tiene en la bodega. Lo más decente es un coche blanco que monta
guardia junto a la pasarela de entrada al lado de unas cuantas bicicletas. Me intriga quién debe
vivir en ese barco antiguo que nunca se hará a la mar. Otro tipo vive, o
duerme, porque me resisto a pensar que pueda vivir allí, en un inmenso tonel de
madera en el que ha habilitado una puerta pequeña por la que debe entrar a
rastras. La zona de ese barrio es como un rastro de embarcaciones que nadie se
ha molestado en desguazar y se van derrumbando por el paso de los años y la
herrumbre. No falta un viejo autocar abandonado junto al mar. Ignoro si el tipo
que vive en ese barco, que quizá no llegó a comprar sino que ocupó, es el
propietario de toda esa chatarra marina. En Alaska la gente vive donde quiere y
cómo quiere. Hay, a la salida de The Spit, un sujeto que se ha comprado varios
vagones viejos de la compañía ferroviaria de Alaska y se ha hecho un loft en ellos. Otros se hacen su casa
con forma de huevo, porque así es más cálida. Los habitantes de Alaska son, sin
duda, los últimos libertarios de este mundo.
Seward
está, según el Gps, a cinco horas de Homer, así es que salimos a las 4 pm.
Cruzamos en Anchor River y, a continuación, pasamos por la población de Anchor
Point. La Sterling Hwy va bordeando el mar y cruzando una serie de ríos como el
Ninilchik próximo a su desembocadura. Rodamos cerca del Tustumena Lake, el más
grande de la península de Kenai y pasado Soldotna, y la pizzería de Magpie’s en donde nos atiborramos el día anterior, tenemos un
encontronazo con la policía local que irá muy bien para mi novela Brother. Un
coche patrulla, de los muchos que corren por las carreteras de Alaska, tantos
aquí como pocos en los 48 de abajo, vira en redondo cuando estamos adelantando
a dos coches cerca de una curva, se pone detrás de nosotros y nos hace la señal luminosa para
que nos detengamos. La escena es como en las películas de género negro
norteamericanas que uno ha visto mil veces. El policía tarda una eternidad en
salir de su coche, se ajusta el sombrero a la cabeza, comprueba que su arma
cuelgue del cinto, se acerca al coche y nos lee la ley que hemos infringido:
adelantar en curva, sin visibilidad y por línea continua que no se ve, porque
la mayoría de las líneas de las carreteras de Alaska se han borrado y se han de
intuir. Quizá esa escena forme parte de Brother,
pero cuando el policía rubio, joven, algo achulado, que nos pide la
documentación y va a su coche para comprobar que no estemos fichados o nos
reclamen de alguna parte (me comenta el poli que no me parezco a la foto del
pasaporte: claro, ésa era la cara de mi séptima vida y ahora estoy en la octava
a un paso de la novena, o quizá ya esté en la novena y no me haya dado cuenta
de ello), Cain Brother abrirá la guantera de la pickup azul y le disparará dos
tiros a bocajarro, esa es la diferencia con la realidad. Yo, por el contrario,
permanezco pacíficamente sentado mientras el polí comprueba los documentos,
mete en el ordenador los datos del carnet de conducir de MJ y regresa
condescendiente con la sanción en la mano.
—Le he puesto un tipo de sanción que
puede pagar por internet. Tendría que ponerle otro tipo pero tendría que
presentarse al juzgado de Homer el próximo lunes a declarar.
Le
damos las gracias al generoso policía, claro. MJ, aparte de abonar los 160
dólares de la multa, tendrá que perder todo un día para hacer un cursillo intensivo
de buena conductora cuando lleguemos a Escondido. Me frustra que no nos esposen
o que no nos hagan pasar una noche en el calabozo de Homer junto a algún
borracho. Otra vez será.
Pasado
el alargado Kenai Lake que, como casi todos los de la península, no están
helados y luce agua azul transparente, tomamos la Seward Hwy que nos lleva a la
población.
Puede
que sea Seward, junto a Juneau y Valdez, las poblaciones más acogedoras y
bonitas que he visto en Alaska. Ubicada en la parte más protegida de Resurrection
Bay, reúne un paisaje de montaña y mar sencillamente espectaculares. Bosques de
grandes árboles, no los pequeños que hemos visto por la tundra inundada y
helada, llegan hasta los mismos límites de la pequeña población, y el mar bate
con fuerza los perfiles de esa amplia bahía abierta que azota un viento que
hace mugir las farolas.
Es el
Swan Inn un hotel histórico ubicado en la tercera avenida, el centro de la
población, junto a la biblioteca y museo municipal, muy familiar y acogedor con
la apariencia de un alojamiento de montaña (leños, estufa de hierro colado),
cocina, nevera y cafetera a disposición de los huéspedes y una espaciosa sala
de desayunos y lectura por cuyos amplios ventanales se llega a ver la bahía.
Paseamos
por el pueblo a la luz de las nueve pm. Su calle principal, la Segunda Avenida
de las seis que tiene, está llena de licorerías de las que sale el ruido
ambiente y la música. También hay tiendas, un salón con chicas que bailan, un
restaurante griego caro, otro especializado en cangrejo y un tercero chino, así
es que Seward, una población a la que podría irme a vivir si tuviera siete
vidas más por delante, es un lugar muy animado.
En
nuestro paseo llegamos hasta los límites de la ciudad que los marca una pequeña
iglesia con campanario de madera y planta cuadrada, como una caja. Del tupido
bosque cercano seguramente bajarán los osos cuando tengan hambre y no les
apetezca cazar. Las casas de Seward, de una o dos plantas, todas de madera, y
con cuidados jardines, tienen una exquisitez que he echado en falta en otros
lugares de Alaska, mucho más hoscos y primitivos. Una blanca y con los marcos
de puertas y ventanas pintados en rosa podría ser la casa de mi novena o décima
vida si llego a ellas y me diera la locura de vivir los días más largos de mi
vida, y también las noches, en la última frontera. Seward y esa casa, como
sucediera con Arán y mi pequeña vivienda que allí tengo, me dan buenas
vibraciones.
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