DIARIO DE UN ESCRITOR
Yosemite, 5 de mayo de
2013
Paredes
verticales de granito, agua a borbotones que se despeña desde cimas de vértigo,
prados que cubren la inmensidad del valle y bosques que trepan por las laderas
y emergen de la propia roca que cuartean con sus raíces. Los elementos de
Yosemite. Un valle glaciar que el hielo esculpió, y en donde millones de años
atrás hubo hielo hay ahora ríos y prados infinitos de hierba alta que el viento
comba.
El
río Merced recorre el fondo del valle recogiendo el agua de una multitud de
afluentes que se desploman en espectaculares cascadas por las verticales paredes
de Yosemite. Vértigo inverso el que produce mirar desde abajo, el valle, a
arriba, esas gigantescas moles de roca, cíclopes de piedra que lloran agua a
raudales.
Hoy
el día está nublado y los meteorólogos prevén un riesgo de lluvias de un 20%.
Gozamos de ese 80% que prevé que no lloverá. Desayuno ligero de tostada con
mantequilla y café con leche envasado de Starbucks, y arrancamos a las 9 y
media de la mañana sin nuevas picaduras de insectos de los que dar parte.
─Ayer
por la noche fui a dar un paseo, pero no se veía nada en cuanto te alejabas de
las luces de los apartamentos. En el Valle de Arán hay más luz por la noche.
─Estás
loco yendo de noche por ahí─ me recrimina M.J. en plan madre─. Puede salirte un
oso o un puma.
─O
el hermano coyote del otro día.
Descendemos
hasta el valle. La primera cascada que vemos es Bridalveil Fall, el Velo de
la Novia, que se despeña desde Cathedral Rocks a una altura de vértigo. Según
nos aproximamos a la catarata el tiempo cambia, el viento sopla con fuerza, la
temperatura baja bruscamente y pronto nos alcanza la llovizna que el agua del
salto chocando contra las paredes y el lecho del río produce. El fragor de las
toneladas de agua que se despeñan tapa cualquier otro sonido, los gritos de
asombro de los humanos que se aproximan lo que les permite el camino al salto,
poco, con sus chubasqueros y paraguas, y el canto de los pájaros. Una nube de
agua vaporizada diluye el paisaje circundante de árboles y arbustos cuyas ramas
están en perpetúa agitación por ese viento huracanado que produce el agua en
caída libre. ¿Desde qué altura? Puede que desde cuatrocientos metros.
El
agua burbujeante de Bridalveil Fall sigue su curso descendente con rápidos y
remolinos hasta remansarse cuando alcanza el llano cubierto de hierba y busca
unirse al río Merced que corre por el centro del valle. Y por allí vamos.
Nuestra
segunda parada es más espectacular que la primera, y más concurrida: el
elemento humano resta puntos al encanto salvaje del paisaje que deja de serlo
por esa muchedumbre de familias enteras, turistas que aterrizan a bordo de
autocares y parejas en luna de miel que forzosamente los civilizan. Seguimos
por carretera el curso del río Merced, dejamos a nuestra izquierda la
impresionante montaña El Capitán, un cíclope de 2307 metros que hay quien
escala sin más recursos que sus pies y manos, y aparcamos el coche en la misma
carretera, a la derecha del río que cruzamos por el puente de madera de Swinging
Bridge; en ese tramo es muy ancho y medianamente profundo, lo suficiente para
que botes neumáticos se dejen deslizar agua abajo con el curso de la corriente.
Y M.J. entabla conversación con un joven
empleado del parque que monta guardia en ese enclave fluvial. ¿Su labor? Avisar
a los navegantes de la presencia de troncos y rocas en el fondo y dirigirlos
hacia aguas profundas y menos peligrosas.
El
camino hacia Lowell Yosemite Fall tiene una ligera pendiente y corre paralelo
al sinfín de brazos de agua que la caída de la cascada produce y que van a
morir al Merced. Lower Yosemite Fall no es una cascada sino tres encadenadas
que saltan desde el monte Yosemite a sucesivos vacíos produciendo vértigo en
quien las contempla. La Upper Yosemite es la más alejada y más espectacular,
una enloquecida y larga cola de caballo zarandeada por el viento que ella misma
produce y que va golpeando la roca vertical por donde se precipita: es tanta la
altura que el curso del agua se rompe por el camino, no se produce el efecto cortina
porque no alcanza nunca la poza que se forma debajo; se ve luego, en medio, un
pequeño salto de agua sin nombre que debe de llenar un lago, invisible desde mi
perspectiva, y, a continuación, la Lower Yosemite, más corta, más ancha y más
convencional. El camino termina a pocos metros de su caída.
En
Yosemite Village paliamos el hambre que nos sacude el estómago a mediodía con
un par de perritos calientes y dos cervezas Budweisser sorpresivamente baratas,
1,15 USD, que tomamos en unos bancos del exterior mientras las ardillas
corretean bajo nuestros pies y un hermoso pájaro de plumaje azul salta de mesa
en mesa buscando restos de sándwich.
Saliendo
de Yosemite Village se pasa por un paupérrimo poblado de casuchas de madera,
pocos mejores que los frecuentes tráilers de este país, envuelto por un
cercado, una especie de villa miseria que disfruta, eso sí, de un paisaje
espectacular.
─
¿Qué es eso?─Y empleo el neutro a conciencia.
─Allí
viven las limpiadoras de Yosemite Valley.
En
Yosemite hay limpiadoras, rangers, voluntarios de todas las edades, un museo,
un hospital, una serie de hoteles, una infinidad de campings, un cine a 7 dólares
la entrada, un dispensador de comidas rápidas, una iglesia, todo lo que se da
de patadas con el espectáculos paisajístico de alrededor. ¿Servidumbre de ser
unos de los parques nacionales más visitados del mundo? Lamento no ser John
Muir y no recorrer ese paisaje, antes ocupados por unas pobres tribus indias
que construían sus viviendas, semejantes a sus tradicionales tiendas, con
maderos inclinados, a lomos de su caballo. Lo hago ahora a bordo de un Hyundai
fucsia.
Movemos
el coche hasta un corral de caballos de alquiler, unas millas más abajo, y de
allí, por una pista asfaltada y cerrada hace poco a la circulación, ascendemos
siguiendo el curso alborotado del torrente Tenaya, mucha agua y mucho ruido, hasta
llegar al Lake Mirror, un lago pequeño y poco profundo en el que se refleja la
montaña más alta del parque, el Half Dome, de 2693 metros, cortada a cuchillo y
que parece ser la mitad de un monte mutilado por su mitad. ¿Dónde está lo que
falta? es la pregunta recurrente que se hace todo aquel que la ve.
A
las cinco de la tarde damos por terminada nuestra visita al parque, pero antes
de regresar a nuestro cubículo no podemos resistirnos a la belleza remansada
del río Merced a su paso por Cathedral Rocks y nos bajamos para obtener nuestras
últimas fotos.
Y
dejo Yosemite con un sabor agridulce en la boca y la voluntad de explorarlo más
a fondo una próxima vez, si la hay.
La
variedad paisajística de Estados Unidos y, más concretamente, de California, es
extraordinaria. Encontrar en el mismo estado paisajes tan diametralmente
opuestos entre sí como el Valle de la Muerte con su belleza mineral, Sequoia
Park con su espectacular arquitectura arbórea o Yosemite con ese paisaje
granítico y de agua y pastos, es un regalo para todo aquel que ama la
naturaleza, pero la belleza de un paisaje objetivamente espectacular queda
relativizada por el elemento humano masivo que acude, salvo al Valle de la
Muerte, a esos parques nacionales. El excesivo empeño en preservarlos ─ hay una
línea de transporte público por todo el parque de Yosemite; hay multitud de
zonas de acampada en las orillas del río Merced y una buena red de carreteras
que te dejan a dos pasos de los puntos de interés paisajístico ─ redunda en que
vea esa naturaleza salvaje y de una belleza sin paliativos domesticada,
convertida casi en un parque temático. Para conocer el alma de Yosemite, no su
superficie, hay que coger la mochila y la tienda de campaña y perderse días
enteros en esa selva montañosa para no ver más seres vivos que los autóctonos,
osos, coyotes y pumas, porque poner al alcance de la mano, a tiro de coche,
estos paisajes espectaculares los estropean.
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