DIARIO DE UN ESCRITOR
Anchorage, 16 de mayo
de 2013
Llegamos
a Whittier, porque el ferry no puede entrar en Anchorage por la falta de calado
de su puerto, a las 5 de la mañana, una buena hora en Alaska. Duermo un sueño
profundo cuando una voz femenina alerta de que en veinte minutos tocamos puerto
y desembarcamos. Esto se empieza a parecer al lejano servicio militar. Todo en
Alaska, y en este ferry, el Kennicott, resulta muy castrense. Así es que me
ducho en dos segundos, me visto, hago la maleta y subo corriendo las escaleras
hasta la segunda cubierta.
Hace
un frío de mil demonios. Me restriego los ojos porque lo que veo es el nevado
Valle de Arán en el mar. Toda Whittier, un puerto aislado, está cubierta por la
nieve que todas las montañas cercanas; hay nubes bajas y cae agua nieve. Cuando
en medio mundo es primavera, en Alaska sigue el invierno del que no acaban de
despegarse. Estamos a 30 grados, pero Farenheit, lo que equivale a 1 bajo cero.
La
maniobra de amarre es precisa y el piloto aparca el barco con la misma
facilidad que un coche. Pone la marcha atrás y el Kennicott en pocos minutos
toca tierra, sin destrozar el muelle, y empleados inuit del puerto,
pertrechados con chalecos amarillos, guantes y cascos, lo sujetan con maromas a
los norays, no vaya a encabritarse el ferry.
Un
trasto viejísimo, que se llama el bus
mágico y cuesta 100 dólares (aquí, en Alaska, los precios están a la altura
del frío) espera a una veintena de pasajeros para llevarlos a Anchorage, la
ciudad más poblada de Alaska, doscientos mil almas, y una de las más feas del
mundo. El procedimiento para llegar a Anchorage es complicado de explicar, e
increíble. Si no lo veo no lo creo. Pero lo veo y lo sufro.
Whittier es un puerto incomunicado, así, sin
más, porque una cordillera inmensa le cierra la salida al resto de Alaska. Pues,
¿por qué ponen un puerto aquí? Eso me pregunto. Perforaron un túnel, antes de
la primera guerra mundial, pero lo hicieron tan estrecho, pero tan estrecho,
que sólo se puede rodar en una sola dirección y desde luego los camiones no.
Bueno, hay más. Ese túnel estrecho, y cuando digo estrecho quiero decir
estrechísimo, lo comparten los coches y…el tren.
─¿El tren?─exclamo─. ¡Eso es
alucinante!
─El tren. Sí, sí, alucina, alucina,
que esto es Alaska.
El tren va en uno y otro sentido, de
Whittier a Anchorage, y de Anchorage a Whittier, con lo que en esa calzada de
una sola dirección los coches van, sí, van, sobre las vías del tren porque no
hay más espacio. ¿Y cómo se organiza todo eso de trenes y coches que van en dos
sentidos por un túnel estrecho? ¿Cómo se evita que los trenes no choquen de
frente, se lleven a los turismos por delante, los coches no exploten en medio
del túnel, etc. etc.? Horarios. De siete de la mañana a siete y quince minutos,
y el que llegue un minuto tarde a la meta de salida se espera una horita más,
circulan por el túnel los vehículos que van de Whittier a Anchorage. De siete y
cuarto a siete y media los trenes que van de Anchorage a Whittier. De siete y
media a ocho menos cuarto, los trenes que van de Whittier a Anchorage. Y de
ocho menos cuarto a ocho, los vehículos que van de Anchorage a Whittier.
Facilísimo y a memorizar los horarios. Y, ¿por qué no amplían el túnel o hacen
otro, me pregunto siendo Alaska el estado más rico de Estados Unidos, el único
que no cobra impuestos a sus ciudadanos sino que les abona de 1500 a 2000
dólares al año? Pues no hay respuesta lógica o quizá sea para eso, para que el
estado siga abonando en la cuenta corriente de cada habitante de la última frontera era cantidad tan
suculenta.
Así
es que el autobús mágico, el magic bus, que es una vieja tartana
conducida por una charlatana que no para de hablar y no me deja dormir, se mete
por ese túnel a las siete y cinco de la mañana, lo cruza durante diez minutos,
viaje no apto para claustrofóbicos porque da la sensación de que vas a nacer de
nuevo desde el útero de roca de una gélida montaña, y sale por la otra boca
antes de que el tren que se espera nos arrolle.
Alaska
es especial. No sé, me siento muy raro. Quizá me he pasado yendo tan al norte y
mi cerebro se esté helando, la sangre espesando y todas esas cosas. Dormito
mientras el bus magic y su
parlanchina conductora me lleva, bordeando un fiordo y bajo la lluvia, que
nunca falta, hasta el aeropuerto de Anchorage, y allí, después de tomarnos de
pie un cruasán y un café con leche en el Starbucks que no tiene mesas (el
precio del cruasán como si fuera de oro o viniera de una boulangerie de París: dos dólares y medio) vamos a buscar nuestros
coche de alquiler, un Versa color rojo automático en el que no sabemos dónde
está el resorte para abrir el maletero, cómo abrir el depósito de gasolina y no
acertamos a encontrar la toma de electricidad para el nuevo GPS que vamos a
estrenar, así es que llamamos a un inuit que anda entre los coches, suponiendo
que es un empleado de la empresa Alamo, sin acento, y él lo encuentra todo
dejándonos con cara de torpes.
Alaska
es extraña, y no sólo por el túnel ese, que también, que me deja traspuesto a
esa hora de la mañana en que uno no sabe si está soñando una pesadilla idiota o
está despierto, sino por la gente rara que hay. Alucino mucho. Gente rara como
la del elegante motel, el Parkwood Inn, un antro de novela negra, en el que
pernoctaremos por dos días en Anchorage. La dueña es musulmana, con velo, y la
empleada, una niña que parece que está embarazada, hawaiana. ¿Qué viene a hacer
una hawaiana a la fría Alaska? Ganar dinero. Así es que aquí viene gente a
trabajar en los pozos petrolíferos, a conducir camiones sobre el Ártico, a
pescar cangrejos en mares de olas de ocho metros y a sacar oro, porque sigue
habiendo oro a juzgar por la cantidad de joyerías que hay por todas partes.
La
habitación es amplia, un apartamento estudio, con cocina y nevera, pero sin
platos, cubiertos, cacerolas ni sartenes. Bien. Bueno, hay cacerolas, pero como
si no las hubiera. Lo más decente es la sartén. Otro motel de novela negra y
además con empleada hawaiana. Otro lugar por donde pasará Cain Brother unos
cuantos días en su huida huyendo de su hermano Abel. La hawaiana empleada
también me la cojo para Brother. Y una
camioneta con el morro destrozado, por embestir a algún alce, que hay en el
aparcamiento y está a rebosar de la basura de un enfermo mental con síndrome de
Diógenes.
Después
de comer, frugalmente, para bajar las grasas que nos dieron en el Kennicott, las
pizzas, las sopas de alubias con chile y virutas de queso chedder amarillento,
salimos de la habitación, vamos al parking y, cuando estamos a punto de montar
en el coche, veo una masa parda, enorme, que se mueve entre unos matorrales
próximos y grito.
─¡Coño! Un grizzly, es un grizzly.
Allí, un grizzly.
Por suerte para mí, que corro imprudentemente
a su encuentro, es un gigantesco alce que está comiendo cortezas de árboles
tranquilamente, junto a los coches. El tamaño de estos bicharracos, que no son
nada agraciados, me sorprende: grandes como caballos, con larguísimas patas y
cabezas desproporcionadas. Campan por las ciudades, tranquilamente, como los
osos. Porque en Anchorage hay osos, bajan cuando están hambrientos a los
basureros y contenedores, pero los humanos se lo ponen difícil porque para
abrirlos se ha de tener una mano pequeña, no mano de oso (aunque algunos
especímenes bípedos de esta zona tampoco les quepa la manaza) que han de meter
por una ranura del contenedor hasta tocar el resorte que lo abra, todo muy
sofisticado para que los grizzlys coman lo que tengan que comer: salmones y
algún ciclista despistado que se cruza con ellos.
Para
tranquilizarme, mientras vamos a un parque que hay junto a la bahía en un
terreno que parece acolchado, como de turba, cubierto de hierba quemada, por el
frío, y con charcos de agua que esa tierra esponjosa es incapaz de absorber,
como els aiguamolls del Ampurdán, MJ
me recita, una vez más, el decálogo de los osos, lo que hacer si un grizly, en
nuestro paseo campestre, se cruza con nosotros, unas recomendaciones que le
pregunto si las ha escrito alguien que haya sobrevivido a un ataque de esos
monstruos de tres metros de altura cuando se ponen a dos patas, porque si es así, vale, pero si son meras
especulaciones, no me sirven, sobre todo esa recomendación de que te hagas un
ovillo, dejes que el oso juegue contigo a la pelota y no grites si te
mordisquea, algo que nadie hace en su sano juicio. La reacción, si te cruzas
con uno de esos portentos de la naturaleza, es correr a la desesperada y
desdoblarte en dos, si puedes. Lo de mirarles a los ojos, alzar los brazos,
pegar un berrido, no me convence, tampoco. Así es que, mientras paseamos por la
inundada foresta, rezo porque ningún grizzly se dé de bruces con nosotros, y
tenemos suerte y topamos con dos nuevos alces que comen cortezas de árboles
ajenos a nosotros.
De
regreso al hotel nos cruzamos con grupos de inuits borrachos – para evitar los
desmanes del alcoholismo no venden ni cervezas en los supermercados─y multitud
de nativos de diversas etnias que viven integrados en Alaska y no en reservas
como en los cuarenta y ocho de abajo. Los inuit suelen ser bajitos, algo
rechonchos, con ojos rasgados; los nativos, de piel morena y pelo muy negro.
También
son inuit casi todos los empleados de un gran supermercado en el que entramos,
el Cars, cuyos precios son astronómicos. Unas cuantas latas de refrescos,
porque ni hay cervezas ni licores, seis latas de patatas fritas Pringles, una
bolsa de dos kilos de naranjas, dos paquetes de fresones, un paquete de azúcar,
un frasco de café soluble y medio litro de leche por 95 dólares.
─Por
ese precio en España compras buenos filetes de carne y mejor pescado y unos
cuantas botellas de buen vino. Es carísimo.
─Ya,
pero estás en Alaska.
No
funciona la lógica en este estado despoblado y que es la tercera parte, en
extensión, del resto del país. Se extrae petróleo que se refina en California o
Texas y vuelve a las gasolineras de Alaska más caro que en el resto del país.
¿No sería más fácil y barato poner plantas de refinamiento en el lugar en donde
se producen que transportar ese petróleo por barco o conducciones hasta el sur
para que vuelvan al norte? La misma lógica que el túnel de Whittier. Alaska, en
donde los alces equivalen a las palomas de Barcelona y te los encuentras al
salir de casa.
Paramos,
de regreso, en un lago, el Hood (los nombre se repiten, había un monte Hood en
uno de los 48 de abajo) que está completamente helado y sirve de pista de aterrizaje
y despegue a un centenar largo de hidroaviones que está aparcado en su orilla.
A alguno de esos aviones le han puesto una especie de bufanda en el motor, para
que no se resfríe. Pilotar un avión es como conducir un coche en Europa, sólo
que aquí es vital para llegar a según qué lugares, inaccesibles por otros
medios cuando todo se hiele. Viajan en hidroaviones médicos, medicinas, víveres,
enseres y enfermos que desde islas alejadas de toda civilización deben ser
hospitalizados. Ser piloto también es una buena profesión en Alaska.
Y
es en ese momento, a las seis de la tarde, con una temperatura de dos grados
centígrados bajo cero, cuando se produce una imagen mágica que no capto. Vemos
correr a lo lejos a un niño que bordea ese lago helado. Siete años o menos.
Camiseta sin mangas y calzón corto cuando nosotros vamos con forro polar,
anorak, gorro, bufanda y guantes y, aun así, tiritamos.
─Debe
de ser inuit─ digo.
Y
no me equivoco. Quien ha vivido bajo el hielo de los iglús nunca puede tener
frío. El niño inuit se cruza con nosotros y sigue dando la vuelta al lago
helado que es pista de aterrizaje y patinaje.
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